Por Matias Máximo
Hace 40 años Valeria del Mar Ramírez estuvo en el centro clandestino de detención y tortura conocido como “el Pozo de Banfield”. Su testimonio es el único relato travesti que llega a un juicio de lesa humanidad.
Lo necesario para conseguir una parada en la zona sur del conurbano era tramar buenas redes, saber qué policía cobraba la coima y tener una madrina travesti. En 1976, Valeria del Mar Ramírez recién había terminado la secundaria en el barrio porteño de Villa del Parque y los viernes viajaba una hora y media en colectivo hasta esa esquina, donde se arreglaba con sus mejores ropas para dedicarse a la prostitución hasta el lunes. Tenía 18 años, unos ojos esmeralda que la distinguían de otras y en el pelo una permanente furiosa a lo Valeria Lynch, de donde tomaría su primer nombre como invocación a la fortuna rubia. Por entonces, mientras que organizaciones como Montoneros o el Ejército Revolucionario del Pueblo coordinaban la lucha clandestina, en Claypole el grupo de travestis con el que se juntaba Valeria del Mar tenía sus estrategias:
− Si pasaba la camioneta policial, tenías que meterte a los descampados y correr para que no te lleven. Esa época casi no había teléfonos, pero cuando una de nosotras faltaba nos ocupábamos de avisar. “Cayó La Mono que vive en Claypole”, y bueno, ibas de noche a decirle a la familia. “Cayó La Romina que vive cerca de La Perica en Camino de Cintura”, entonces ella le decía a la madre o a la abuela que no se asustaran. Sin darnos cuenta, porque lo hacíamos para no terminar muertas, teníamos nuestra estrategia de militancia -cuenta a Cosecha Roja Valeria del Mar.
Las detenciones molestaban pero ya eran una rutina, aunque nunca una costumbre, para este grupo de travestis conurbanas. Solo una vez al año su cuerpo era lícito, cuando se lograba camuflar entre las plumas, el shibré o las carrozas del carnaval. El resto de los días eran siluetas ilegales: tanto los artículos 92e y 68 de la ley 8031 de la provincia de Buenos Aires (prisión de hasta 60 días para “el que en la vida diaria se vista y haga pasar como persona de sexo contrario” o ejerza la prostitución “dando ocasión de escándalo”) como el edicto 2h del código contravencional de la Ciudad (“las personas de uno u otro sexo que públicamente incitaran o se ofrecieran al acto carnal”), hacían que las travestis quedaran presas incluso por ir hasta el almacén:
− Un día La Sarita, que era mi madrina, me dice ‘che Vale, vos no estás para andar en la ruta de noche, ¿por qué no te venís conmigo de día?’. Salíamos estilo secretarías: trajecito taller, carpetita en la mano, cartera y nos quedábamos al costado de la ruta cerca de las paradas de colectivo, haciendo como que esperábamos que pasaran. Si de todas formas aparecía la cana, nos metíamos corriendo entre el descampado. Te levantaban por cualquier cosa, ya ni se preocupaban en buscar una excusa.
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Otoño de 2017 en Buenos Aires. Es jueves a las tres de la tarde y en las calles de Constitución ya hay quienes buscan ganar dinero a partir del sexo, sea porque lo eligen o porque no encuentran otra opción para comer o pagar el cuarto. El barrio luce como una joya que pasó mucho tiempo bajo el agua: guarda una belleza opaca, oxidada. A principios de siglo XX, cuando las familias ricas dejaron sus mansiones por una epidemia de fiebre amarilla, los inmigrantes europeos que llegaban cargando la miseria de la guerra coparon las residencias. Los interiores de muchos caserones belle epoque quedaron ahí, estancados en un lujo antiguo que nadie llama vintage: mamposterías con ángeles sin ala, balcones que muestran los hierros, arañas de pompa peladas y escaleras con pisos tramposos. En una de estas casonas vive Valeria del Mar, dentro de una de las 51 habitaciones de un hotel a pocas cuadras de la estación ferroviaria.
A Valeria del Mar se le mezcla el orden de los lugares en que estuvo detenida, pero no olvida: Luis Guillón, Esteban Echeverría, Turdera, Adrogué, Burzaco, Claypole, Rafael Calzada, Monte Grande, Avellaneda, el Pozo de Banfield. Ahí, en el Pozo, su relato hace una pausa. Esto ya lo dijo otras veces frente a jueces, funcionarios de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, en los tribunales de La Plata y en el Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de DDHH “Fernando Ulloa”. Cuando narra esa detención, las lágrimas le marcan las pausas:
− La primera vez en el Pozo de Banfield fue a fines del 76. El jefe de calle nos había avisado que nos fuéramos, que despejáramos la zona, y una noche nos levantaron a todas en una razzia, pero como éramos once nos dividieron. Unas estuvimos en el Pozo por dos días, otras quedaron en la comisaría de Lavallol y otras, me dijo La Gorda Andrea, cayeron en un destacamento del Puente la Noria.
Diez meses después, la segunda vez que la llevaron al Pozo, estuvo cautiva en un cuarto donde solo entraba luz por la ranura del buzón:
− En octubre del 77 nos llevaron a Romina y a mí, que éramos las dos más jovencitas, y nos tuvieron 14 días. La pasé muy mal. Mal mal. Esa vuelta no nos llevaron a Lavallol, sino directamente al Pozo de Banfield. Cuando entramos nos tiraron contra el suelo y un policía, que lo recuerdo por gordo, le dijo al que nos llevaba “menos mal que nos trajiste las cachorras de nuevo”. Después nos subieron a empujones, me acuerdo de una escalera de cemento, un ascensor y una cara que se asomaba. Nos metieron en un buzón, por separado, y ahí fue lo que dios quiso: me violaron entre varios, muchas veces, no me daban comida o la llenaban de sal, no me daban agua, me llevaban a la rastra de los pelos. Era una pesadilla.
La Mono, preocupada porque habían pasado más de dos días y no sabía nada de Valeria del Mar, se contactó con la mamá y consiguieron un abogado en Lomas de Zamora, “el doctor Morán”, que hizo un habeas corpus en la policía. Tuvieron suerte de que funcionara: una noche la guardia la pasó a buscar y la llevó a la comisaría de Lavallol. “Al otro día de liberada hablé con el abogado y me dijo que era la primera y la última vez que hacía eso porque era muy riesgoso. También me advirtió que me fuera de la provincia porque iba a aparecer en un zanjón”, dice Valeria del Mar.
El Pozo es un edificio austero de tres pisos al oeste de la estación de trenes de Banfield, que hasta entrada la dictadura funcionaba como delegación de la Brigada de Investigaciones. Pero era una fachada: incluso antes del golpe, durante el gobierno de Isabel Martínez de Perón, el Pozo era usado como centro clandestino de detención y tortura, por lo que una vez instalados los militares su maquinaria de horror ya estaba aceitada. Durante la dictadura el Pozo se superó a sí mismo y ganó otro sobrenombre, “la maternidad”: ahí las embarazadas de la zona sur parían, les arrancaban a sus bebés y las mataban. De las 309 personas registradas que pasaron por sus calabozos, 97 siguen desaparecidas.
Valeria del Mar presenció un nacimiento, que fue incluido en sus declaraciones judiciales: “Una mañana, un guardia joven con acento del interior, alto y flaco, de tez blanca y con cabello castaño claro, me permitió salir a higienizarme al baño. En ese momento escuché gritos de una mujer y luego el llanto de un bebé. Entré al baño y encontré una chica de menos de 30 años con pelo castaño, muy pálida, con un solero amarillo claro hasta las rodillas. No podía mantenerse en pie y estaba llena de sangre. Le ofrecí ayuda y una mujer policía me gritó: “¿¡y vos qué hacés, puto de mierda!? Me tomó de los pelos y me arrastró hacia afuera, ahí vi al policía joven con el bebé en brazos”. (Causa 26/SE, Desaparición forzada de personas.)
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Valeria del Mar nació en Capital Federal en 1956. Su mamá, Sandalia Ignacia, era hija de colonos que migraron junto al tren cuando el gobierno de Perón impulsó la extensión de las redes ferroviarias. Tenía una fuerza de voluntad que superaba la carencia de leer y escribir al momento de conseguir el sustento. Era una busca: trabajó en un depósito de huevos y en una bodega que tuvo su época de gloria, “La Cosecha”. Allí, mantuvo una relación con el hijo de los dueños de la que nacería su única hija.
Madre soltera, Sandalia conoció a un exiliado del franquismo en el Centro de Asturias -dueño de un almacén del barrio-, que sería lo más cercano a una figura paterna para Valeria del Mar. Desde la infancia le encantaba encerrarse a jugar con vestidos y castañas flamencas, lo que ponía furiosa a Sandalia, que varias veces la llevó a médicos de terapias correctivas: le dieron inyecciones y la obligaron a hacer deportes. A los 18, Valeria del Mar se recibió de perito mercantil en el Instituto Santa Rita, un colegio donde aún la moral cristiana y el catecismo siguen siendo parte de la currícula. Fue entonces cuando empezó a salir, conocer a otras travestis y asomar su identidad autopercibida:
− Las chicas me invitaban para la provincia y una vez allá me vestía, estaba tres o cuatro días yendo a trabajar, fiesta que esto y lo otro, y me volvía a mi casa. Apenas conseguía unos pesos de trabajar, o si tenías una compañera que te prestara, lo primero era ponerte las lolas. En ese tiempo se usaban inyecciones de aceite y estaba de moda hacerse el cuerpo a lo Moria Casán, aunque yo preferí ser moderada y buscar algo más a mi medida. En casa me empezaron a aceptar así. Durante la semana yo me ocupaba de limpiar y hacer las compras y esa era mi forma de colaborar.
Valeria del Mar dice que en la calle, por elegir su identidad, se la hicieron pagar caro: “La discriminación fue constante. Si ibas a un hospital por un dolor de muelas, te trataban como un tipo. Fueras donde fueras te lo remarcaban. Después de salir del Pozo de Banfield quedé tan aterrada de que me pasara otra vez que casi no salí durante varios años, cuidaba a mis padres y era como una ama de casa”.
En el 99 Valeria volvió a hacer parada, esta vez lejos del conurbano, ya instalada en Constitución. Seguía yendo a Rafael Calzada de vez en cuando, pero no a trabajar sino a visitar a sus compañeras y a ver a su ahijada, a quien conoció cuando hacía visitas en la Iglesia del Socorro durante la secundaria. Antes, en los 90, con su experiencia para caminar el territorio de la provincia, hizo algunas changas ayudando a “las manzaneras”, mujeres que articulaban la política en los barrios ayudando con leche, fideos o el asistencialismo que tuvieran a mano.
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Invierno de 2017 en Buenos Aires, otra vez jueves. Este es el día de las entrevistas porque a Valeria del Mar le queda cómodo tras tener su reunión semanal con sus compañeras de AMMAR (Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina), quienes la votaron como delegada de Constitución a comienzos de año. Son alrededor de diez, se reúnen en una sala del Ministerio Público de la Defensa de la Ciudad (MPD) y hacen terapia de grupo con especialistas. Después, solas, hablan de métodos de prevención de enfermedades, de hormonas, de adicciones y se abastecen de preservativos. La oficina fue bautizada con el nombre de La Reni Roldán, en memoria de una travesti vieja del barrio que todas recuerdan por su corazón solidario.
− La Reni era muy querida por todas sus compañeras. Murió en situación de calle. Cuando quisimos poner una foto de ella en la oficina nos dimos cuenta que nadie tenía una, pero igual quedó su nombre como homenaje –dice Agueda Goyochea, integrante del MPD.
A pocas cuadras del Ministerio, sobre una mesa del hotel, están las fotos que Valeria del Mar seleccionó para mostrar recuerdos lindos de su vida: hay una de cuando Cristina Fernández de Kirchner le entregó su documento tras la sanción de la ley de Identidad de Género. Otra de cuando fue promotora de salud y se volvió madrina de la salita de niños del hospital de infectología Muñiz. Varias de cuando recorría la provincia con la Fundación Buenos Aires Sida.
A pocas cuadras del Ministerio, sobre una mesa del hotel, están las fotos que Valeria del Mar seleccionó para mostrar recuerdos lindos de su vida: hay una de cuando Cristina Fernández de Kirchner le entregó su documento tras la sanción de la ley de Identidad de Género. Otra de cuando fue promotora de salud y se volvió madrina de la salita de niños del hospital de infectología Muñiz. Varias de cuando recorría la provincia con la Fundación Buenos Aires Sida.
En una de las charlas durante su trabajo en la Fundación, mientras hablaban de los lugares donde habían estado detenidas, Valeria del Mar contó al pasar su historia en el Pozo de Banfield: fue recién entonces, en 2010, cuando se animó a hablar otra vez de los tormentos y las violaciones. Después de declarar en la Secretaría de Derechos Humanos, de ser aceptada como querellante en la causa del Pozo de Banfield, y de ampliar su declaración cuando los delitos sexuales en la dictadura fueron considerados de lesa humanidad –tras un fallo de 2010 que sentó precedente-, Valeria del Mar espera que la justicia sea coherente con sus decisiones. En el ámbito judicial aceptan que haya sido víctima del aparato represor y la tomaron como querellante válida. Pero en el espacio administrativo de la Secretaría le piden más pruebas para el resarcimiento económico que le dan a sobrevivientes del terrorismo de Estado.
Según su abogado, Germán Camps, la instrucción de la causa está lista, solo falta la elevación y la instancia oral, en la que Valeria del Mar deberá volver a declarar. El juicio del Pozo tiene imputadas a 20 personas entre policías, militares y médicos que colaboraron con los nacimientos y expropiaciones de bebés.
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En el patio del hotel, dos altares del Gauchito Gil tienen ofrendas de cigarros, cartas y velas sobre velas consumidas. Valeria del Mar baja la escalera barroca envuelta en una bandera de la diversidad y posa para las fotos. Lolo, su casi chihuahua marrón, se mueve frenético, porque cada cinco minutos entran personas.
− Che Valeria, sos famosa vos, eh –dice uno de los que entra.
− Viste vos, no te imaginás…
Valeria del Mar se queda pensando en una de las preguntas.
− ¿Cuál es mi reclamo? Yo brindo todo. Me preocupé en conseguir amparos, bolsas con alimentos, subsidios habitacionales: le hice subsidio habitacional prácticamente a todas las chicas con las que vivo en el hotel. Ahora, cuando decidí hacerlo yo, me rebotan porque tengo 60 años. Y para la jubilación tengo que esperar todo el trámite, porque a lo largo de mi vida no pude hacer los aportes. No quiero terminar con mi Lolo viviendo abajo del hospital Garrahan. Lo que espero es tener un lugar donde poder vivir tranquila porque ya estoy grande para andar de un lado para otro.
Al lado del hotel, hay otro hotel. La tarde húmeda se envuelve en el humo de los colectivos y las travestis de Constitución se retocan la base de maquillaje. Con tanta humedad, se vuelve difícil tapar el brillo.
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