RADIO "PONCHOSVERDES.FM"

sábado, 18 de marzo de 2023

Programa de mujeres que fortalece la autoestima recibe el 100% de utilidades de venta de productos con causa social

Yanbal espera impactar para el 2030 a 100,000 mujeres a través de su  programa Mujer es Poder.

En el marco internacional del Mes de la Mujer, Yanbal, empresa latinoamericana de belleza, reafirma su compromiso para la promoción y defensa de la autoestima de millones de niñas, adolescentes y mujeres en América Latina con Mujer es Poder, su causa social que marcha desde el 2021 y a través de la cual tienen la misión de brindar formación, herramientas y recursos gratuitos para generar un cambio positivo en la vida de miles de latinoamericanas.

“Un estudio realizado por Kantar en Latinoamérica en 2021, reveló que un 13% de las mujeres se sienten con baja autoestima y solo un 9% en el caso de los hombres. Dada esta problemática, y como compañía responsable cuya misión es cambiarles la vida a miles de mujeres, decidimos aportar un granito de arena, ayudando a elevar la autoestima de mujeres en condiciones de vulnerabilidad. Estamos convencidos que el amor propio es el factor más importante para la salud emocional y, por ende, para el logro de cualquier objetivo, por eso a través de nuestro Programa Mujer es Poder, les brindamos herramientas para elevar su autoestima y empoderarlas y que se sientan capaces de lograrlo todo”, manifestó Angélica Echevarría, jefe de Responsabilidad Corporativa de Yanbal. 

Siendo una necesidad tan importante para el ser humano, nos lleva a preguntarnos ¿Qué factores influyen en el desarrollo de la autoestima?  Marcela Lagarde, investigadora mejicana, propone que la autoestima integra 5 factores: la autocrítica, la responsabilidad, el respeto hacia uno mismo, el límite de los actos y la autonomía. Mientras que Kantar nos dice que existen 5 determinantes de la autoestima: autonomía financiera, autonomía sexual y corporal, libertad de pensamiento y expresión, representatividad y visibilidad, y conexiones sociales.

El Programa Mujer es Poder fue pensado para trabajar en estas dimensiones y desde el 2021 ya ha logrado impactar positivamente en más de 4,500 participantes de las cuales 45% presentó un incremento en su autoestima. Desde el 2022, Yanbal viene impulsando una estrategia de productos con causa; para este año se ha determinado que el 100% de las utilidades de los productos con causa serán destinados a Mujer es Poder con lo cual se podrá incrementar el alcance e iniciativas que permitan fortalecer la autoestima en más mujeres. Estos productos son la Colección “Mujer es Poderlo Todo” que consta de una paleta multifuncional, esmaltes en los tonos Poder Atardecer y Poder Natural, así como los labiales e Hydra lip, labial líquido mate en los tonos Poder Naranja y Poder Nude.  

“Este año decidimos trazarnos una gran meta a largo plazo, queremos lograr que más de 100,000 mujeres al 2030 hayan fortalecido su autoestima a través de nuestra causa social Mujer es Poder; la estrategia del programa social  seguirá siendo la misma, trabajaremos en dos grandes componentes: empoderamiento personal con formación en auto conocimiento y fortalecimiento del ser, crecimiento personal e igualdad de género y salud sexual éste último como el aspecto más determinante en el aumento de la autoestima para la mujer latinoamericana (Kantar) y, desde el lado económico con capacitaciones en el fortalecimiento de capacidades laborales, fortalecimiento de habilidades para emprender y buena ciudadanía”, adicionó Echevarría.  

Como parte de la causa social y con el objetivo de lograr la meta trazada, Yanbal lanzará durante el 2023 una landing donde se podrá acceder a recursos gratuitos. Se trata de un espacio virtual para que cualquier mujer que requiera fortalecer su autoestima pueda hacerlo, a través de un curso de autoestima, charlas cortas, videos informativos, canales de ayuda y más. 

Yanbal, desplegará también este año un Voluntariado Corporativo donde todo su staff participe en los procesos de acompañamiento a las participantes de Mujer es Poder en los países donde actualmente se ejecuta, Perú, Colombia, Ecuador y Bolivia.








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viernes, 24 de febrero de 2023

Christine Delphy y el feminismo materialista


Fuentes: https://jacobinlat.com

El feminismo materialista desarrolla una crítica a la cosmovisión idealista y biologista del género y la sociedad. Las mujeres no están oprimidas por la biología o por valores culturales, sino por las relaciones materiales de producción.
Prólogo a Por un feminismo materialista de Christine Delphy (Verso Libros, Barcelona, 2023).


Efectivamente, los movimientos de mujeres han desencadenado, como era de prever, una contraofensiva generalizada procedente de todos los horizontes, de la Universidad y el gobierno, de la izquierda y la derecha, y que adopta todas las formas, desde el ataque obsceno –el más franco– hasta la hábil recuperación -más deshonesta y, por lo tanto, más eficaz (Christine Delphy, Protofeminismo y antifeminismo, 1977).

El objetivo del feminismo materialista no es la emancipación de “la mujer”, ni tampoco la emancipación de “el negro”, sino su desaparición, en plural. Las estrategias y luchas que lo consigan, materializarán la emancipación, tal y como se plantea con las clases socioeconómicas. Ciertos movimientos, en cambio, luchan porque “la mujer” y “el negro” sigan en un futuro siendo “mujer” y “negro” pero más libres, más guapos y más felices, ya que para dichos movimientos la mujer nace, no se hace. En efecto, decirlo así sería un ataque obsceno, aunque franco al feminismo y la descolonización, así que lo hacen incluyendo la palabra “emancipación” en su discurso para conseguir una hábil recuperación, hábil y deshonesta, como dice nuestra autora, Christine Delphy. El marco de estos movimientos es esencialista, pues entiende que la relación entre los hombres y las mujeres es una relación de diferencia biológica a celebrar y no una relación de dominación a neutralizar. Esta idea de la diferencia biológica es desde donde se construyó cierto feminismo liberal de la igualdad que comparte paradójicamente con el feminismo de la diferencia, el reclamo de la igualdad entre dos diferencias naturales (hombres y mujeres) que, al ser naturales, afirman, no pueden desaparecer.

Esta cosmovisión, fundamento del patriarcado moderno liberal, limita la capacidad de la gente para pensar la humanidad en el siglo XXI fuera de las categorías de hombre y mujer. Si pudieran pensarla de otra forma, entonces la heterosexualidad sería una simple pulsión, no un régimen político totalitario, tal y como lo nombraba Monique Wittig, una de las fundadoras del feminismo materialista que militó durante su juventud con Delphy en el Mouvement de libération des femmes (MLF).

Debido a esa concepción biologista sobre hombres y mujeres, la familia heteronuclear se entiende que es tan natural como un hongo. Y como en este marco no hay manera de cambiar lo que es biológicamente natural, la propuesta mainstream es emancipar “al hongo”. Por estos motivos Delphy afirmaba que la heterosexualidad es lo más interclasista que hay en el mundo.

Esta breve introducción, si bien pudiera parecer abstracta, resulta importante para entender el libro que tenéis entre manos. Éste se estructura en torno a dos ejes. El primero es una crítica a la cosmovisión idealista y biologista de la sociedad. En este eje, la idea principal de Delphy es que las mujeres están dominadas, no por la biología (biologismo) ni por las ideas o valores culturales (idealismo), sino por las relaciones materiales de producción. Así, elsegundo eje pone el foco en las relaciones de producción de la familia que es, según la autora, donde se produce la explotación principal de las mujeres. Sea en forma de “tareas” domésticas, de cuidado o de “ayudante”, estas actividades se realizan en un régimen masculino de explotación donde las mujeres no cobran por un trabajo que, mercantilizado, representaría el 40% del PIB mundial. Como dice Silvia Federici en El Patriacado del salario, no deja de ser curioso que en un sistema basado en el salario casi la mitad de las mujeres (42%) a nivel mundial jamás haya cobrado uno.

Si bien es cierto que Delphy lleva a cabo la crítica del idealismo y el biologismo utilizando el texto clásico Palabra de mujer de Annie Leclerc, publicado en 1975, lo cierto es que la crítica realizada es de una actualidad tragicómica: trágica porque el idealismo y el biologismo son un drama que se repite como tragedia en cada generación; cómica porque la respuesta de Delphy es mordaz, hecha de ironía recién sangrada perteneciente a una historia de bozales y hierro candente que nunca fue amordazada. Una respuesta que es, en realidad, tan antigua como Safo, querida desde este futuro que no la olvida y que llega hasta ese presente liderado por Sojourner Truth en aquella guerra de liberación que acaba otra vez de empezar, donde el humor siempre fue y será el arma más elegante y dolorosa de las clases subalternas, que viejas, sabias y organizadas en movimientos autónomos, irrumpieron en el siglo XXI con las revueltas feministas más grandes de la Historia.

Idealismo y biologismo

Un joven campesino invitó a dos mujeres de la ciudad a compartir su té y abrió una lata de paté. Su tía, una anciana que le cuidaba la casa… en su pan solo puso la grasa de alrededor del paté, que había sido despreciada por los otros tres comensales.  La carne del paté nunca había sido expresamente prohibida a esta anciana; pero la obligación de dejar la mejor parte a los demás había sido internalizada como un imperativo moral. Por lo que ella actuó por su propia iniciativa al darse la peor parte (Delphy, Sharing the table, 1980).

Existe una ley universal, construida social e íntimamente ligada a la supervivencia, por la cual aprendemos a adaptar nuestras esperanzas a nuestras posibilidades. En un mundo completamente sexualizado y, a pesar de no haber recibido prohibiciones explícitas, las mujeres no llevan a cabo aquellas actividades que, consideran, no les corresponden. A las mujeres se las socializa como sirvientas, auxiliares, ayudantes, en una palabra, contingentes. La feminidad se crea mediante las características propias de las criadas, que son por definición subalternas. Como decían Gayatri Spivak y Frantz Fanon con respecto a los colonizados, este proceso implica violencia epistémica y autodesprecio. Este proceso material de producción de feminidad es opuesto a la creación de lo masculino que se crea mediante atributos de nobleza y honestidad, a saber, como modelo universal y esencial a seguir por el resto de la humanidad. Por ello no es ninguna casualidad que el 80 % de “directores y empleadores” sean hombres, mientras que en las categorías de “auxiliares y ayudantes” el 82 % son mujeres empleadas que, en muchos casos, reciben sueldos “complementarios”. En términos bourdieuanos lo masculino es una construcción semiótico-material que se hace, entre otras cosas, mediante capital simbólico. Al contrario, los cuerpos feminizados se producen mediante violencia simbólica: son subjetivaciones o identidades desarrolladas en estructuras materiales de producción que las socializan obligatoriamente en el autodesprecio, por lo que cogerán siempre y “por imperativo moral”, como dice Delphy, la peor parte del paté y del trabajo. Lo mismo ocurre con el trabajo doméstico y de cuidado que hacen las mujeres sin cobrar y que aparentemente también hacen “por su propia iniciativa”.

Así, la autora de este libro defenderá que las mujeres no trabajan gratis ni comen la peor comida ni hacen las más bajas tareas de la humanidad por iniciativa propia, sino porque ha sido durante siglos la única manera que tenían de sobrevivir. En otros términos, las mujeres no son esos seres que tienen vulva, sino seres que trabajan más que los hombres de su misma familia o comunidad, pero tienen menos poder, capital, tiempo y espacio que ellos. Y esto es así en cualquier lugar del mundo.

Para el feminismo materialista desarrollado por Delphy, las condiciones materiales producen clases sexualizadas como las mujeres, clases racializadas como las negras o clases mercantilizadas como las trabajadoras. El feminismo materialista entiende que la producción de nuestras percepciones, creencias e identidades, se basa en ciertas condiciones sociales y económicas concretas, completamente materiales, a través de las cuales se reproducen las estructuras objetivadas de poder. Así que la pregunta es por qué y para qué se hacen materialmente las mujeres y los hombres, de nuevo, que no nacen, sino que se hacen.

El reaccionarismo como base idealista y biologista

A menudo se argumenta que la división sexual del trabajo se basa en la división biológica de la reproducción. Desde ciertas teorías de la reproducción social, pero también desde el feminismo de la diferencia y el feminismo liberal, los cuales comparten premisas ontológicas, se dice que el reparto cultural de las actividades sociales, incluido el trabajo doméstico y de cuidado, se sienta sobre la diferenciación de las funciones biológicas de la reproducción. De acuerdo con estas corrientes, la diferencia sexual biologista sostiene la diferencia cultural. Esto significa que el naturalismo biologista (proponer causas biológicas para explicar cuestiones políticas como la dominación) camina de la mano del idealismo (proponer causas culturales o de valores para explicar la dominación).

Bajo los marcos teóricos descritos, una de las creencias comunes es que los trabajos desempeñados por las mujeres están depreciados, es decir, no se valoran como deberían en relación con la importancia que tienen para la vida. Este discurso se ha extendido como la dinamita durante la pandemia global iniciada en 2020, momento en que tanto los mercados como las empresas se vieron obligadas a detener sus operaciones. Como consecuencia el trabajo no remunerado se duplicó y se hizo de nuevo evidente que dicho trabajo estaba absolutamente feminizado, desde enfermería y limpieza, hasta el trabajo de cuidado, la crianza o la cocina, el día a día de la gente se sostenía sobre el trabajo precario realizado por mujeres. Tras este hecho, muchas corrientes intelectuales concluyeron que “no se le da valor suficiente a todas esas tareas que realizan las mujeres”. Desgranado desde las lentes que nos ofrece Delphy, puede decirse que este pensamiento es, por un lado, biologista y por otro idealista.

Formulación biologista: “la desvalorización de la mujer tiene como consecuencia la desvalorización de los trabajos de la mujer”. Pero, ¿cuál es la diferencia entre ser mujer y hacer trabajos de mujer?  Como indica Delphy, si las funciones sociales descritas (criar o cuidar) equivalen a funciones naturales (por ejemplo, dar a luz), entonces, algunos trabajos son sencillamente trabajos de mujer. Por eso, desde el materialismo feminista pensamos que la categoría “mujer” es una categoría que cumple una función sociopolítica para la dominación. En cambio, la categoría “gameto” no es una categoría política y creemos además que no tiene nada que ver con la dominación patriarcal, el cambio climático o la dominación capitalista.[1] Al responder de esta forma a algunas preguntas teóricas se nos atribuye el querer negar la realidad biológica. Nada más lejos de la realidad. De hecho, existen diversas corrientes dentro de las ciencias biológicas que explican cómo y por qué el “sexo” en el ser humano no es binario, sino, en todo caso, bimodal. Esto es, no existe eso que llamamos “sexo masculino” o “sexo femenino” correteando como “dato” por los genes, por los baños o por los campos de fútbol.

De acuerdo a la divulgadora científica Juane Celeste Giraldo, el sexo en biología se refiere, antes que nada, al tipo de células haploides (gametos) que deben fusionarse para recombinar su genoma. El sexo evoluciona como estrategia adaptativa para maximizar la variabilidad genética, pero los genes son insuficientes para entender el desarrollo de las células, ya que son los gradientes morfogenéticos los que ordenan a las células cómo desarrollarse. Esta lección nos enseña que siempre hay que incluir la dimensión epigenética. En otros términos, los genes, los gradientes morfogenéticos y la epigenética constituyen los ingredientes básicos de las redes de regulación genética. A ello debe añadirse lo que se llama “caracteres sexuales” primarios (genitalidad) y secundarios, esos rasgos morfológicos asociados culturalmente con la presencia de ciertos genitales. En resumen, no para toda comunidad humana un mismo subconjunto determinado de caracteres cuenta como “carácter sexual”.

Por eso, si quisiéramos cuantificar la distribución de rasgos sexuales para observar si son o no binarios, primero deberíamos acordar, cultural y políticamente, qué rasgos queremos medir y analizar (dependiendo del tipo de rasgo, las distribuciones pueden cambiar considerablemente). Si solo nos quedamos con las modificaciones genéticas de los cromosomas sexuales, nuestras variables son discretas y las mutaciones puntuales. Es decir, no se observan dos grupos claramente distinguibles, sino varios. Además, a ese modelo de distribución habría que añadir el desarrollo de caracteres sexuales secundarios que supone aún más variables y niveles. Por tanto, si queremos hablar de “sexo” incluyendo cromosomas, genitales y caracteres sexuales, las cosas se complican. Esto quiere decir que si incluyéramos en este modelo la concentración de hormonas sexuales obtendríamos un tipo de distribución donde hay dos modas y varios puntos intermedios, lo que nos lleva a un modelo sexual bimodal y no binario. En humanos sólo existen dos células sexuales o gametos, pero existen varias mutaciones de cromosomas sexuales y muchísimas combinaciones de caracteres sexuales secundarios y primarios que no se quedan en lo binario.

Las corrientes biologistas desplegadas por la derecha conservadora y neoliberal, así como por la izquierda reaccionaria y transexcluyente, unidas todas alegremente por el interclasista régimen heterosexual: ¿Acaso pretenden hacernos creer que cuando hablan de “mujeres” hablan de “gametos”? ¿Cuándo hablan de emancipar a “la mujer”, se refieren a emancipar “al gameto”? Creemos que no. No quieren emancipar a los gametos, sino disciplinar heterosexualmente la diversidad fenotípica y normativizarla, en el sentido político de hetero-normativizarla, argumentando que hay “sexo normal” y “sexo no normal, es decir, patológico”, y como constata toda autora que se precie desde la década de los setenta, “patológico” es una categoría normativa y, por tanto, valorativa (volvemos al tema de los valores culturales), mientras que la variabilidad fenotípica es una categoría descriptiva. Por lo que concluimos que los cuerpos sexuados tienen una distribución bimodal, no binaria.

En cualquier caso, tuvieran esta u otra distribución, da igual, como afirman las neurocientíficas Fine, Joel y Rippon[2], porque intentar explicar la diferencia de comportamiento entre mujeres y hombres debido a su “sexo” (o gametos), además de ser un proyecto político e ideológico, nunca será determinante porque evolución en el pensamiento moderno evolucionista no quiere decir “heredado genéticamente” ya que hay muchísimas maneras de evolucionar y heredar de forma no genética. Entre dichas formas están las que tienen lugar mediante factores ambientales, que en las sociedades humanas implican factores políticos e históricos. Por eso la mayoría de teorías biológicas en este campo demuestran desde hace ya tiempo (Fine et al. 2017) que la política cambia la biología.

De este modo, volvemos al argumento con el que empezamos: la biología se transforma culturalmente. La división cultura versus biología, tal y como la plantean las teorías biologistas, es no solo absurda, sino peligrosa y reaccionaria, porque tratan de naturalizardiferencias para esencializarlas, jerarquizarlas y que la política no las pueda cambiar en tanto que “biológicas”. Dicho de forma clara: donde antes estaba Dios, ahora ponen biología.

Formulación idealista: Annie Leclerc, la autora que Christine Delphy critica pertinazmente, afirma que “la pretendida inferioridad de la mujer nunca hubiese podido dar lugar al nacimiento de una sólida explotación si las tareas domésticas que le eran propias no hubieran estado consideradas viles, sucias e indignas del hombre”. Pero si los trabajos domésticos no son ingratos per se, sino que se decreta que lo son (valores, cultura) y esa es la causa de la pretendida inferioridad de las mujeres, causa a su vez de su explotación, entonces estamos ante una explicación idealista. De acuerdo con esta corriente son los valores o las ideas –y no las condiciones materiales– las que crean las condiciones de posibilidad para la explotación y la dominación, lo cual lleva a hacer una abstracción de la base material del valor, como insistirá Delphy. A su vez, ello nos lleva a la pregunta de cómo pueden imponer los hombres su negativa apreciación de los trabajos domésticos antes de estar en situación de imponer, es decir, de dominar, cuestión que también Engels respondió, según nuestra autora, de forma idealista y biologista.

Para poder explicar esta acrobacia, Leclerc introduce el argumento con el que hemos empezado el artículo: la libre elección, también llamada, amor. Dicha respuesta da a entender que las mujeres hacen trabajo doméstico y de cuidados sin cobrar, trabajan cuatrocientas horas más que los hombres y cobran un 35 % menos, limpian culos, baños, cloacas enteras y comen la peor parte del paté por amor. Por amor a la familia. Este argumento olvida que la familia es hoy en día el núcleo principal no solo de desposesión de las mujeres, pues el 97 % del cuidado no pagado de todo el mundo lo hacen las mujeres en la familia y para la familia, sino el núcleo donde más violencia directa se ejerce contra ellas.

Sistema de producción familiar o patriarcal

La obra de Delphy muestra que no son las tareas de las mujeres lo que no tiene valor, sino su trabajo. La pregunta es, por tanto, acerca de las relaciones de producción en las que se realiza dicho trabajo. Lo que está prohibido a las mujeres no son ciertas tareas, lo que se les prohíbe es el efectuarlas en determinadas condiciones. Lo que está prohibido o desincentivado, tal y como lo formula Delphy, “no (es) tanto hacer diplomacia como ser diplomático, no tanto subirse a un tractor, sino subirse a él en condición de patrón o incluso de obrero a quien se le paga por hacerlo, de lo cual se desprende que las tareas que no pueden realizarse de modo subalterno tienen que estar prohibidas a las mujeres.

Toda la legislación laboral del siglo XIX y XX camina en esta dirección: cuando una mujer se convierte en esposa, su fuerza de trabajo es apropiada, es decir, pasa a ser propiedad de su marido. En Francia, el salario de una mujer casada se le daba automáticamente a su marido hasta 1907 y aún en 1965 un esposo tenía el derecho legal de impedir que su esposa trabajase fuera del hogar. Permítanme añadir algo que todas sabemos y que Delphy explicó en un texto llamado Sharing the table: tomar una esposa ha sido –y sigue siendo en la mayoría del mundo– una alternativa de bajo costo a la contratación de un empleado.

En suma, las identidades no son una cosa sino una relación. La identidad “mujer” no se define mediante, o en oposición a, el concepto ni a la identidad de “obrera”. Sin embargo, ser “obrera” sí se define en relación de oposición a ser “capitalista”: la clase trabajadora necesita a la clase capitalista para su existencia. Al igual que ocurre con las “mujeres”, que existen en tanto que existen “hombres” y al revés. Como decía la historiadora marxista Ellen Meiksins Wood, el trabajo como proceso abstracto no implica sexualización, ni la sexualización implica trabajo abstracto, tal y como muestra el patriarcado feudal. En cambio, aquí y ahora, existen juntos como el sistema nervioso y el sistema digestivo que conforman un mismo cuerpo humano. A este respecto, explicar cuál es la relación de producción que produce proletarios y plusvalía, o por qué los trabajadores trabajan más, pero tienen menos poder, renta y tiempo que la patronal, sigue sin responder a por qué las proletarias trabajan más que los proletarios y tienen menos sueldo, menos renta, menos tiempo, poder y espacio que ellos.

Por eso, insiste Delphy, no es la especificidad técnica, función o utilidad de la tarea lo que fundamenta la división sexual del trabajo. Todas vivimos a diario este fenómeno por el cual las mismas tareas pueden ser nobles y difíciles cuando son realizadas por hombres, o insignificantes e imperceptibles, fáciles y triviales cuando corren a cargo de las mujeres, como dice Bourdieu en la Dominación Masculina. También es este el motivo por el que, cuando los hombres accedieron a la cocina, inventaron el “talento culinario”, creando carreras y cobrando enormes sumas de dinero por hacer lo que millones de mujeres hacen a diario, día y noche, sin cobrar. Así se expresaba Margaret Maruani, contemporánea e interlocutora de Christine Delphy, en el texto Trabajo y empleo de las mujeres de 1976.

El trabajo es el mismo, la diferencia reside en que ese mismo trabajo lo hagan hombres o lo hagan mujeres. La estadística establece que los oficios llamados cualificados corresponden fundamentalmente a los hombres, mientras que los trabajos ejercidos por las mujeres «carecen de calidad». Ello se debe, en parte, a que cualquier oficio, sea cual sea, se ve en cierto modo cualificado por el hecho de ser realizado por los hombres (que, desde ese punto de vista, son todos, por definición, de calidad). Así pues, de la misma manera que el más absoluto dominio de la esgrima no podría abrir a un plebeyo las puertas de la nobleza de espada, tampoco a las teclistas —cuya entrada en el mundo de la edición ha suscitado resistencias formidables por parte de los hombres, amenazados en su mitología profesional del trabajo altamente cualificado— se les reconoce que trabajen en el mismo oficio que sus compañeros masculinos, de los que ellas están separadas por una mera cortina, aunque realicen el mismo trabajo: hagan lo que hagan, las teclistas son unas mecanógrafas y no tienen, por tanto, ninguna calificación. Hagan lo que hagan, los correctores son unos profesionales del libro y están, por tanto, muy cualificados.

En este sentido, para nuestra autora, la división sexual del trabajo es eso, división de trabajos, no de tareas, y los trabajos comportan, como parte integrante de su definición, la relación de producción, es decir, la relación del productor con el producto. Así, el modo de producción patriarcal o familiar es el trabajo gratuito realizado por las mujeres en el marco social (no geográfico) de la casa y la familia y se aplica a cualquier producción realizada en dicho marco fundamentado en el matrimonio (y que persiste tras el divorcio): “El matrimonio libera a los hombres de sus obligaciones domésticas, permitiéndoles avanzar más rápidamente en su trabajo”, dice Delphy. Y añade que todo ello está fomentado y sustentado mediante la legislación patriarcal que perpetúa la exclusión de las mujeres del mercado laboral. Son las diversas políticas públicas las que operacionalizan esta exclusión, y un ejemplo son las políticas de conciliación que no han cambiado un ápice el hecho de que las excedencias para trabajo de crianza o de cuidado no remunerado las pidan en un 95 % las mujeres. Esto último aumenta su carga de trabajo no pagado, reduciendo su tiempo y su participación no solo en el mercado, sino en la esfera pública, social y política. Esto a su vez conlleva reforzar el sistema familiarista del Estado patriarcal que aumenta la dependencia de las mujeres hacia los recursos, propiedades y sueldos de los hombres. Por su lado, los hombres aumentan el tiempo invertido en el trabajo remunerado, aumentando el capital económico con cada hijo que tienen. A este respecto, los últimos datos de 2020 del Banco de España confirman las conclusiones del marco conceptual desplegado por Christine Delphy en este libro: al año siguiente del nacimiento del primer hijo, las mujeres se enfrentan a una pérdida de ingresos del 11,2 % respecto a la situación previa, mientras los ingresos de los padres aumentan entre un 0,15 % y un 5 %. Así es como diez años después del nacimiento del primer hijo, los ingresos de las mujeres se estabilizan en un 33 % menos y no vuelven a subir.

Pensar, como hacen ciertas corrientes reaccionarias, que la desposesión de las mujeres es por la inferioridad de su trabajo, es idealismo desparramado en el lodazal biologista. Dicho camino, advierte nuestra autora, “solo lleva a revalorizar la glorificación «vulgar» del papel de madre y esposa, presentándolo bajo un disfraz pseudocientífico o, peor aún, pseudo feminista, cuando en realidad es neomasculinismo”.  Cuando el capitalismo patriarcal ataca con muerte y miseria, el feminismo responde con fuerza y organización y cada vez que el feminismo se expande, el reaccionarismo se rearma por todas las capas de la sociedad arrastrando a la izquierda a los campeonatos cristianos pronatalistas de la maternidad intensiva. A estas alturas ya sabemos que todos los caminos idealistas y biologistas llevan al Foro de la Familia, una familia privada que se creó para la desposesión y exclusión de las mujeres del poder público, económico y político con el único objetivo de que jamás gobiernen el mundo. Bienvenido sea este libro, porque sienta las tesis para hacerlo desde el feminismo y el materialismo.


Fuente: https://jacobinlat.com/2023/02/21/christine-delphy-y-el-feminismo-materialista/

Notas

[1] Los gametos son las células sexuales haploides de los organismos pluricelulares.

[2] Pueden encontrarse referencias de cientos de investigaciones en el número “NeuroGenderings”, publicado en 2019 por S&F Online






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sábado, 18 de febrero de 2023

‘Dumping amoroso’ o cómo las mujeres se muestran menos de lo que son para no ahuyentar a los hombres


Fuentes: www.eldiario.es

La escritora Mona Chollet asegura que una mujer heterosexual que no se pliegue a los mandatos de la feminidad “se arriesga a poner en peligro su vida amorosa”, mientras que la psicóloga Susana Covas se pregunta: “¿Existen hoy hombres que permitan relaciones igualitarias donde las mujeres no se tengan que empequeñecer?”.


La portada de la revista Paris Match de julio de 2019 mostraba a un Nicolas Sarkozy y una Carla Bruni felices y acaramelados. Pero la imagen no cuadraba: Bruni, diez centímetros más alta que su pareja, aparecía más baja que él, con su cabeza apoyada en el hombro del expresidente, que aparecía claramente más grande. Más o menos por aquella fecha una amiga me contó el acuerdo al que otra amiga había llegado con su pareja. Ella deseaba profundamente tener un segundo hijo, algo que él no compartía. El conflicto estaba poniendo en peligro su pareja. El ‘acuerdo’ que ella ofreció fue reducir su jornada de trabajo aún más y dormir con su hija y con el bebé a solas durante el primer año para que él no viera mermado su sueño y su energía para el trabajo. Así se hizo.

Son varias las autoras que en los últimos años han puesto el amor y las relaciones heterosexuales en el centro de sus investigaciones sociológicas y periodísticas. Eva Illouz, Mona Chollet o Liv Stromquist son algunas de ellas y comparten algunas premisas, por ejemplo, que el amor y las relaciones íntimas son un espacio fundamental de disputa por el poder –de género– en la actualidad. Y que la profunda y diferente socialización que arrastramos hombres y mujeres nos lleva a un escenario en el que esas relaciones reproducen desigualdad casi sin que nos demos cuenta.

En Reinventar el amor. Cómo el patriarcado sabotea las relaciones heterosexuales (Paidós), la escritora Mona Chollet asegura que una mujer heterosexual que no se autocensure en nada, “que no se pliegue a esas pequeñas o grandes alteraciones de sí misma que exige la feminidad tradicional, se arriesga a poner en peligro su vida amorosa”, a menos que encuentre un hombre “que no tema que se burlen de él o lo ridiculicen”. Chollet reflexiona sobre las diferentes formas de ‘empequeñecerse’ que llegan a adoptar las mujeres, desde las que tienen que ver con el físico y lo estético –ocupar poco espacio, moldear el cuerpo pero para que esté delgado y no musculoso y fuerte, el control de la imagen–, a las relacionadas con lo vital, lo económico y lo profesional –la renuncia a estándares importantes para sí misma, a objetivos personales, asumir más cargas en algún sentido, etcétera–.

Valeria cuenta, por ejemplo, que cuando está con su novio en un grupo de amistades se siente mal si nota que los demás le prestan más atención a ella que a él: “A veces me callo”. Carla dice que su novio y ella eran de los que mejores notas sacaban en la universidad. “Jamás llegué a hacer mal adrede un examen, pero sí a tener miedo de sacar mejor nota que él porque eso implicaba un drama y una bronca de varios días. Una vez que fui a reclamar por una asignatura que me encantaba y en la que iba a por el diez, me sentí casi como si le traicionara porque esa vez él sí había sacado mejor nota”, relata. María confiesa que haciendo deporte con su pareja se ha dejado ganar unos puntos “para que él no se sienta mal”. “Me controlo sobre todo al mostrar mi intelectualidad, lo que leo, lo que escribo…”, relata Mariana.

La escritora Flor Freijo explica en Decididas (Planeta) cómo el amor romántico se configuró desde la antigüedad como una relación de supervivencia (económica y de derechos) e intercambio para las mujeres. “Los vínculos de supervivencia económica continúan porque incluso en la actualidad seguimos en una situación de desventaja respecto a los varones. Pero no son solo las barreras objetivas las que nos ponen en una situación de desigualdad dentro del vínculo heterosexual sino las barreras subjetivas, que tienen que ver con la dependencia de la mirada del otro”, relata a elDiario.es. Esa dependencia de la mirada del otro, en la que las mujeres somos entrenadas desde pequeñas, hace que vigilemos constantemente desde nuestro aspecto hasta nuestro tono de voz, nuestro enfado o las demandas que le hacemos al otro.

“El mandato de sumisión y debilidad en el amor sigue muy presente. Pensamos en qué posición tenemos sexo para que nuestro cuerpo se vea mejor, nos esforzamos por mostrarnos atractivas, dóciles o vulnerables… Parece que tengamos que ceder cotas de poder, mostrarnos más chiquitas para poder ser amadas”, prosigue Freijo, que señala que el problema está en el vínculo y en el papel que el patriarcado asigna a cada sexo en las relaciones heterosexuales.

“O me hago la tonta o no ligo”

En una reciente formación con adolescentes, al sexólogo Erik Pescador se le acercó una chica: “Me dijo, sí, algunos hombres han cambiado pero yo a la hora de ligar o me hago la tonta o no ligo. Y es algo que me han dicho desde adolescentes hasta mujeres de 30, 40, 50 o 60 años. Es como si tuvieran que rebajar su lugar de poder para poder acercarse en lo afectivo en los hombres y que ellos se encuentren cómodos o seguros”. Pescador cuenta que los hombres tienden a estar acostumbrados a ejercer el poder de formas sutiles dentro de las relaciones, por ejemplo, marcando los tiempos o los ritmos, o decidiendo qué es aceptable o qué no .

No cuidar lo suficiente o no reconocerlas demasiado es parte de esa estructura de control. Incluso no dar amor para esperar recibirlo, no dar un beso y espero a que tú me lo des… son reclamos que se hacen desde el poder. En el amor seguimos jugando ese papel de controladores de la relación en el sentido de controlar el cuándo, el cómo, de qué forma… eso deja poco espacio para la identidad, la decisión y el lugar propio de las mujeres”, explica Erik Pescador.

El sexólogo menciona la “ventaja competitiva” que tienen los hombres en el patriarcado: “Para las mujeres el mandato es el del amor, el de tener pareja. Para los hombres el mandato no es el vínculo, no es el encuentro”. Mona Chollet argumenta una idea parecida: “Me parece innegable que, alimentando a las niñas y a las mujeres con romanzas, alabándoles los encantos y la importancia de la presencia de un hombre en sus vidas, se las alienta a aceptar su rol tradicional de proveedoras de cuidados. Se las coloca así en una posición de debilidad en su vida sentimental: si la existencia y la viabilidad de la relación les importan más que a sus compañeros, en caso de desacuerdo sobre cualquier tema, son siempre ellas las que cederán, las que llegarán a un compromiso o se sacrificarán”. La ensayista subraya la complementariedad machista del sistema. Mientras que a ellas se las educa para dar, a ellos se les educa para recibir; mientras a ellas se les inculca “el universo mental de la vida a dos”, a ellos se les invita a fantasear casi con lo contrario, con un universo de soltería o de independencia que enseguida percibe cualquier demanda o vulnerabilidad como algo difícilmente tolerable. 

Susana Covas es psicóloga especialista en feminismo aplicado a la vida cotidiana de las mujeres y ha investigado en profundidad el fenómeno de las nuevas masculinidades. Covas cree que no se puede hablar del amor desde las mujeres o desde lo hombres “porque esto es una cosa de a dos”. Y se hace varias preguntas: “¿Hay hoy hombres disponibles para tener vínculos amorosos en los que se pueda no empequeñecerse para estar con ellos?, ¿existen esos hombres que permiten relaciones igualitarias donde las mujeres no se tengan que empequeñecer?, ¿existen hombres con los que ella puede sentirse bien y gustable si no responde a ciertos cánones estéticos?, ¿existen hombres que lleven bien, fomenten y promuevan que las mujeres no renuncien a su intelectualidad o principios para estar con ellos?”.

‘Dumping amoroso’

Chollet describe la situación como dumping amoroso. Entiende que esta dinámica estructural puede empujar a muchas mujeres a conceder su amor a un hombre “rebajando sus exigencias en la relación –su demanda de reciprocidad en términos de atención, de empatía, de compromiso personal, de reparto de las tareas, etcétera– en comparación con otras parejas potenciales con las que compiten, absorbiendo el coste que ello implica para sí mismas”. La escritora asegura que esta estrategia proporciona a esas mujeres “una ventaja individual momentánea”, pero las perjudica a largo plazo, y tiene como objetivo “debilitar a las mujeres heterosexuales en su conjunto”.

“Permite a los hombres no sufrir jamás las consecuencias de un comportamiento negligente o maltratador. Así, no se ven nunca obligados a poner en cuestión los presupuestos que les ha inculcado su educación en cuanto a su lugar y a sus derechos. Están en disposición de dictar las modalidades de la relación y, si una mujer los abandona, están seguros de encontrar a otra que aceptará sus condiciones”, afirma.

La psicóloga Paula Delgado explica de qué manera la socialización de género se expresa a nivel psicológico: “La valía de las mujeres se une a lo buenas que somos atendiendo las necesidades ajenas, se une a ser buena pareja, buena amiga, buena hija, buena madre y eso queda por encima del bienestar personal”. Delgado cree que esa idea está detrás de ese empequeñecimiento de muchas mujeres, “al final cedemos y nos hacemos pequeñas por miedo a ocupar nuestro espacio o a que, si lo hacemos, sea una molestia”. Ese empequeñecimiento, prosigue, está relacionado por ejemplo con la renuncia a expresar con claridad emociones o necesidades en las relaciones, bien porque se entiende que no van a ser tenidas en cuenta, que van a molestar al otro, o que pueden suponer un problema que ponga incluso en riesgo el vínculo. Ese empequeñecimiento puede ser también agachar la cabeza lánguidamente, como Carla Bruni en esa portada de Paris Match.

Mona Chollet deja hueco para la esperanza: no empequeñecerse protege a las mujeres, puesto que obligará a los hombres a “revelar su verdadero rostro”; “si sale huyendo lo más probable es que no sea una gran pérdida; más bien representaba un peligro”. En cualquier caso, Chollet defiende la oportunidad de inventar unas relaciones amorosas más igualitarias y excitantes. “Y poco a poco, paso a paso, hacer que por fin se desplace el monolito de una cultura que coloca a las mujeres ante una alternativa imposible, obligándolas a elegir entre su realización amorosa y su integridad personal, como si lo uno fuera posible sin lo otro; como si se pudiera conocer la felicidad, dar y recibir amor a partir de un ser truncado”.


Fuente: https://www.eldiario.es/sociedad/dumping-amoroso-mujeres-muestran-son-no-ahuyentar-hombres_129_9941387.html?fbclid=PAAaYyz1BWzgjk9ava5s6YqwED1J-SbvBKG6nOWHNqxIZZoVFY-Ezwy_B4DGc






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viernes, 17 de febrero de 2023

Una forma de violencia digital en América Latina: Antifeminismo


Fuentes: Nueva Sociedad

El antifeminismo se ha convertido en uno de los elementos discursivos centrales de las nuevas derechas populistas en Europa y en América Latina.

Si bien en la calle no ha sido capaz de superar la movilización popular feminista, en las redes sociales el antifeminismo ha conseguido visibilizarse a través de prácticas que combinan el ciberacoso con otras violencias digitales, y que tienen por objetivo silenciar a las activistas feministas y hacer aparecer como hegemónicos discursos que son minoritarios en las sociedades.

Desde Tijuana hasta Magallanes, el movimiento feminista se ha hecho cada vez más presente en las calles y plazas de América Latina, hasta el punto de convertirse en uno de los principales agentes del actual ciclo de movilización y de cambio. Miles de mujeres han participado en marchas y reclamos para exigir el derecho a disponer de una vida digna, en libertad y sin violencia. La movilización feminista en el espacio público es solo la punta del iceberg de un cambio cultural más profundo que afecta la región. De acuerdo con la encuesta desarrollada por Ipsos Mori en 2019, «Actitudes globales sobre la equidad de género», países como Brasil, Chile, Colombia, México y Perú se cuentan entre los diez primeros en porcentaje de personas que se identifican a sí mismas como feministas, muy por encima de Francia, Canadá, Alemania o Países Bajos; lo que contrasta con los imaginarios populares sobre América Latina y Europa.

No obstante, esta presencia abrumadora del movimiento en las calles choca con la reacción antifeminista que se observa especialmente en el ámbito digital, donde se han multiplicado las amenazas, los discursos de odio y los insultos contra cualquier usuaria sospechosa de simpatizar con el feminismo. Este no es un fenómeno exclusivamente latinoamericano, sino que sigue una tendencia antes observada en Estados Unidos y también en España: cuando más fuerte es el feminismo en las calles, más crece su oposición en las redes sociales. Podría parecer que se trata de una mero rechazo espontáneo y emocional por parte de sujetos machistas que se oponen a los avances en las políticas de igualdad y reconocimiento. Sin embargo, esta explicación ignora un factor clave: el movimiento antifeminista actúa a menudo como un contramovimiento organizado[1], por lo que no puede explicarse tan solo por actitudes o prejuicios como la misoginia o el machismo, aunque claramente se alimente de estos y contribuya a su expansión.

De hecho, el antifeminismo actual se articula a través de una red de organizaciones y movimientos diversos y no siempre congruentes entre sí, que han sabido generar marcos discursivos reaccionarios de contestación a las demandas feministas, así como establecer alianzas con otros movimientos neoconservadores y populistas de derecha. Así, el antifeminismo se ha convertido hoy en uno de los elementos discursivos centrales del nuevo populismo de derecha, tal y como se ha evidenciado durante la presidencia de Jair Bolsonaro en Brasil, con su voluntad de limitar y prohibir la educación sexual y de género en el currículum educativo; durante el referéndum sobre los Acuerdos de Paz en Colombia, cuando la derecha religiosa se movilizó para mostrar su rechazo aduciendo que estos acuerdos reforzaban la perspectiva de género; y también en Perú, en la alianza entre el fujimorismo y la extrema derecha evangélica, una de las principales impulsoras de la campaña «Con mis hijos no te metas» (cmhntm), contraria a la implementación del enfoque de género en el currículum educativo y que logró expandirse a diferentes países de la región.

Una de las características de este antifeminismo es su participación en las redes sociales, que no se limita solo a difundir su discurso a través de hashtags como #AbortoNoEsNiUnaMenos, #AdopcionPrenatal, #ElAborto NoSeCelebra, #NoALaIdeologiaDeGenero o #SalvemosLasDosVidas, sino que ampara y difunde diferentes formas de ciberacoso y otros modos de violencia digital contra activistas y mujeres con relevancia pública en la red por expresar posiciones profeministas. De este modo, tal y como ya denunció Amnistía Internacional en un informe publicado en 2018,[2] redes como Twitter han pasado a ser un lugar tóxico para activistas, periodistas y mujeres con relevancia pública que se han convertido en objeto de diferentes violencias.

La matriz religiosa del antifeminismo latinoamericano

El antifeminismo latinoamericano se distingue de los antifeminismos europeos por el mayor peso que adquiere el componente religioso en su articulación, así como por su carácter más preventivo que reactivo. Mientras que en Europa el antifeminismo ha adoptado ropajes más seculares (masculinismo, cibermisoginia, posfeminismo, etc.), en el caso de América Latina se ha basado en una alianza entre el conservadurismo católico y la nueva derecha cristiana evangélica, con el fin de bloquear la aprobación de políticas de igualdad y el reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos.

En este contexto, es preciso señalar que a pesar de la relevancia que pueda haber tenido la voz de determinados cardenales y obispos contra el reconocimiento del matrimonio igualitario y de los derechos sexuales y reproductivos, han sido sobre todo los líderes evangélicos, del ala conservadora, quienes más han destacado en su tarea de activar la movilización contra las demandas feministas. Es por ello que, si queremos conocer cómo operan los antifeminismos latinoamericanos, es preciso atender a la transformación de la composición religiosa de la región y a la derechización ideológica que ha afectado a determinados sectores de las iglesias católica y evangélicas.

De acuerdo con datos de Latinobarómetro de 2021, 83,4% de la población latinoamericana declara profesar algún tipo de religión, de la cual 68,3% se declara católica, seguida de 27,6% que se adscribe a un culto evangélico[3]. Si bien América Latina continúa siendo la región con mayor porcentaje de población católica del mundo, esta ha ido descendiendo en las últimas décadas, y lo ha hecho a partir de dos fenómenos concomitantes: por una parte, la tendencia a la secularización, especialmente avanzada en los países del Cono Sur: Uruguay, Chile y Argentina; y por otra, el crecimiento del culto evangélico, que en el caso de los países centroamericanos ha llegado a igualar e incluso a superar a los adeptos al catolicismo.

Asimismo, cabe señalar que ciertos sectores de las iglesias católica y evangélicas han sufrido un proceso de derechización, que tiene su origen en la oposición a las teologías de la liberación que se desarrollaron en el continente a partir de los años 60. En el caso del catolicismo, esta reacción se hizo manifiesta durante el papado de Juan Pablo ii en los años 80 y en el ascenso en la región de organizaciones conservadoras como el Opus Dei o los movimientos carismáticos; respecto del evangelismo, esta influencia se vincula con el dominio que ha ejercido un determinado sector de las iglesias evangélicas de eeuu, que ha enarbolado la oposición a cualquier avance en los derechos sexuales y reproductivos, abogando por una nueva agenda moral basada en la defensa de la familia y los valores tradicionales. 

Estos sectores, que podemos caracterizar de «nueva derecha cristiana latinoamericana» por analogía con la estadounidense, disponen actualmente de un creciente número de altavoces mediáticos: canales de televisión, emisoras de radio y, sobre todo, una presencia muy activa en las redes sociales, a través de las cuales hacen llegar su mensaje a diferentes sectores de la población, desde las capas más acomodadas hasta los sectores más humildes.

Asimismo, en los últimos años se evidencia que esta nueva derecha evangélica ha fortalecido su alianza con el neoconservadurismo católico[4], representado por organizaciones de matriz española como el Opus Dei, el Camino Neocatecumenal o, especialmente, grupos de presión como CitizenGo, impulsado en 2013 por la organización ultraconservadora española Hazte Oír y que dispone de una influencia creciente en el ámbito latinoamericano. Esta influencia se evidenció en las campañas #sosJeanineAñez para pedir la libertad de la ex-mandataria boliviana, en prisión por su participación en el golpe de Estado de 2019, y #ConMisHijosNoTeMetas, que contó también con el apoyo de diferentes iglesias evangélicas.

Igualmente, cabe señalar el surgimiento de colectivos y redes transnacionales que agrupan al neoconservadorismo católico y evangélico, que se caracterizan por la defensa de los roles de género y de los modelos familiares considerados tradicionales y que perciben el feminismo como una amenaza a lo que denominan «familia cristiana». 

A menudo, estos colectivos se autodenominan «defensores de la familia tradicional» y emplean la expresión «ideología de género» –surgida en el seno de los sectores más conservadores de la Iglesia católica durante el papado de Juan Pablo ii para desacreditar el pensamiento y las demandas feministas y lgbti+–, centrando su línea de actuación en la oposición al aborto, a la introducción de la educación sexoafectiva en las escuelas y al reconocimiento de la diversidad de modelos familiares. Ejemplos de estas redes transnacionales neoconservadoras serían el Congreso Iberoamericano por la Vida y la Familia, o la Unión Iberoamericana de Parlamentarios Cristianos liderada por Fabricio Alvarado, político evangélico y conservador costarricense cuya carrera política ha estado marcada por su oposición al aborto, al matrimonio igualitario, a las técnicas de reproducción asistida y a la incorporación de la educación sexual y de género.

Frente a este antifeminismo de corte más tradicional, también se evidencia en tiempos recientes la aparición de otras formas de antifeminismo secular no vinculadas directamente con la matriz religiosa, pero que destacan por compatibilizar sus críticas al feminismo con la defensa a ultranza del liberalismo económico. A diferencia del antifeminismo religioso, cuyo objetivo es incidir en la política a través de la movilización del voto religioso y del apoyo a los políticos comprometidos con su programa moral, este antifeminismo ultraliberal mantiene una doble orientación: incidir en la esfera pública a través de las denominadas batallas culturales y constituir nuevos partidos, para así ocupar el poder político y desarrollar su programa de rebajas fiscales y desmantelamiento de los servicios asistenciales en beneficio de las capas más adineradas. En este sentido, se compatibiliza la defensa de la institución familiar y de los roles de género tradicionales con el neoliberalismo, al convertirse tales roles en garantes de la provisión social que debe realizarse al margen de la intervención del Estado.

Una de las ideas claves de este antifeminismo es la victimización imaginaria que afectaría a los hombres que estarían en una posición de sumisión, lo que genera una suerte de inversión simbólica. A diferencia del antifeminismo religioso, este nuevo antifeminismo se desarrolla sobre todo en sociedades más secularizadas y está representado en Argentina por comunicadores y políticos paleolibertarios como Javier Milei e intelectuales-influencers como Agustín Laje, y en el caso de Chile, por José Antonio Kast, quien combina elementos de antifeminismo secular y religioso. Un caso más extremo de esta alianza entre ambos antifeminismos es el de Jair Bolsonaro en Brasil, quien ha sabido combinar el apoyo de las clases media y alta brasileña del sur-sureste y centro-oeste del país, deseosa de políticas securitarias y rebajas fiscales, con el voto religioso del preocupado por la agenda moral, que proviene mayoritariamente de las capas populares del norte-noreste del país.

La reacción digital

Si bien no podemos menospreciar el peso del antifeminismo en la región y su capacidad de movilización ciudadana, reflejada en las marchas contra la «ideología de género» en México y Colombia en 2016, en Ecuador y Uruguay en 2017 y 2018, y en Perú en 2017 y 2019, o en las manifestaciones contra la legalización del aborto en Argentina en 2018 y 2019, su capacidad de incidencia ha quedado eclipsada por las históricas movilizaciones impulsadas por el movimiento feminista, tales como el Paro Internacional de Mujeres del 8 de marzo, o aquellas por los derechos sexuales y reproductivos y contra los feminicidios que se han desarrollado en distintos países como Argentina, México, Colombia, Bolivia o Chile. 

Las movilizaciones feministas en la región han superado claramente a las antifeministas. Esto ha llevado al antifeminismo a orientar su acción al ámbito de las redes sociales, que se convierten en un espacio de impunidad y violencia contra las activistas feministas. Si en sus inicios internet fue visto como un espacio de comunicación libre y horizontal que abría nuevos horizontes de posibilidad a los colectivos marginalizados, la penetración de los discursos de odio y la multiplicación de ataques contra activistas o mujeres comprometidas en la lucha por la igualdad y no discriminación están convirtiendo las redes sociales en un territorio cada vez más hostil para expresar reclamos feministas. Un ejemplo de cómo operan estos ataques y sus efectos podemos encontrarlo en el informe de Amnistía Internacional «Corazones verdes. Violencia online contra las mujeres durante el debate por la legalización del aborto en Argentina»[5], en el que se recogen las diferentes formas de violencia y abuso online que sufrieron las mujeres en las redes sociales durante el debate sobre la interrupción legal del embarazo. 

Estos ataques acostumbran a adquirir un carácter masivo, enmascarándose en el anonimato de la red, y a seguir ciertos patrones estratégicos similares a los que hemos observado en Europa y eeuu. En un estudio reciente impulsado por el Fondo de Mujeres Calala[6], se evidencia cómo estos discursos a menudo amparan, legitiman y activan diferentes formas de violencia digital contra activistas feministas y mujeres, aprovechándose de los vacíos legales existentes en el ámbito de los discursos de odio y las violencias digitales. De este modo, el antifeminismo no representa solamente una amenaza discursiva a los procesos democratizadores en curso, sino que supone una amenaza a la integridad y a la seguridad de las mujeres que puede llegar a amparar acciones violentas, adoptando con frecuencia la forma de un enjambre en el que la persona convertida en objetivo recibe múltiples violencias simultáneas frente a las cuales es imposible reaccionar. Entre las distintas formas de violencia digital implicadas en los ataques antifeministas, podemos encontrar ciberacoso, insultos, amenazas, inducción al suicidio, relevamiento de datos personales o privados (doxing), discursos de odio, reportes falsos con objetivo de silenciar cuentas y, en algunos casos, el acceso no autorizado a las propias cuentas personales.

La naturaleza y el carácter masivo de estos ataques evidencian que no se trata de fenómenos aislados, sino que suelen responder a una estrategia planificada. De hecho, muchas de estas formas de violencia tienen como objetivo acallar las voces feministas que pueden llegar a expresarse o adquirir relevancia en las redes, con el fin de generar una espiral del silencio[7] en la que las voces feministas tiendan a autocensurarse y aparezcan cada vez más como minoritarias. Para ello, se utiliza tanto a usuarios reales como bots automatizados cuya función es amplificar el ataque y el discurso de odio implícito, amparándose en la ausencia legal de responsabilidades por parte de las grandes compañías tecnológicas, cuya inacción genera un sentimiento de indefensión en las mujeres que sufren estas violencias.

Asimismo, estos ataques generan entre los atacantes un sentimiento de pertenencia a una comunidad, al sentirse partícipes de una acción y mantener un discurso compartido que es utilizado para denigrar a las activistas feministas («feminazi», «ideología de género», etc.), y que es amplificado por los influencers digitales asociados a las nuevas derechas populistas, que en muchos casos actúan como señaladores de los objetivos e impulsores de los ataques. Por otra parte, se evidencia una afinidad cada vez mayor entre las cuentas políticas de los partidos y líderes populistas de la derecha radical y los influencers antifeministas, a punto tal que los primeros comparten frecuentemente el contenido de los segundos. Otro efecto observable de esta espiral del silencio es que, al acallar las voces profeministas, el antifeminismo puede llegar a presentarse como hegemónico en determinadas comunidades virtuales.

La sombra de la extrema derecha 2.0

Si bien la alianza entre el movimiento antifeminista y el pensamiento ultraconservador no es nueva, sí lo es la centralidad que el antifeminismo está adquiriendo dentro de los discursos de las nuevas derechas populistas radicales, que han sabido actualizar su relato y adaptar sus prácticas a la nueva realidad del mundo digital, tal y como describe Steven Forti[8]. Nuria Alabao apunta que las formaciones populistas han situado en el centro de su discurso las denominadas «guerras de género», dentro de la narrativa de las «guerras culturales», a fin de impulsar una derechización del cuerpo social que vuelve a poner en el centro los conceptos de familia y nación[9]. 

Actualmente, la reacción (backlash) conservadora[10] frente a los movimientos de emancipación (feminista, lgbti+, antirracista, etc.) se ha convertido en uno de los principales ejes discursivos de estas nuevas derechas, en tanto consideran estos movimientos como parte integrante del «globalismo»[11]. Para las nuevas derechas populistas, el feminismo no constituiría un movimiento emancipatorio por la igualdad y la no discriminación, sino que respondería a una estrategia impulsada por las elites globales para debilitar las señas de identidad nacional y los fundamentos societarios, frente a la cual el «pueblo» reaccionaría utilizando las redes sociales como mecanismo de expresión de su descontento a través de la generación de «un nuevo sentido común» basado en el antiprogresismo[12].

Asimismo, las políticas de igualdad de oportunidades o de acción afirmativa habrían servido para sustentar una red de organizaciones subvencionadas, caracterizadas como lobbies, que tendrían por objetivo transformar los valores sociales y reproducir el discurso de la corrección política al servicio de las elites globales. Esta teoría se ha visto reforzada en el contexto de la pandemia de covid-19 por otras narrativas basadas en las teorías de la conspiración, a punto tal de llegar a responsabilizar al movimiento feminista de la extensión de la pandemia en España por la organización de las manifestaciones del 8 de marzo[13].

La acumulación de situaciones adversas, como el aumento de la precariedad laboral, la inseguridad existencial, la ausencia de perspectivas de futuro, así como los sentimientos de angustia generados en el marco de la pandemia de covid-19, ha favorecido la necesidad de buscar identidades-refugio como la masculinidad, lo que explicaría la recepción que tiene el antifeminismo dentro de un cierto sector de varones. Este grupo social correspondería a lo que Michael Kimmel[14] ha denominado la comunidad de «hombres blancos cabreados», varones que ven amenazada su anterior posición social a resultas de los avances en la igualdad de género, social y de trato en relación con los grupos racializados, lo que genera un sentimiento de derecho/privilegio agraviado. Este grupo social constituye la principal base de movilización social tanto del antifeminismo como de las nuevas derechas radicales.

Una de las consecuencias de esta alianza ha sido el fortalecimiento de la interseccionalidad de odios, es decir, la confluencia entre discursos antifeministas, racistas y homófobos, ya se expresen de forma literal o aparezcan enmascarados detrás de la denominada incorrección política, que acostumbra a camuflar los discursos de odio en el uso estratégico del humor negro, el sarcasmo y la ironía. De hecho, es habitual la participación de esta comunidad de odio, formada por hombres que sienten sus privilegios agraviados, en los ataques coordinados contra activistas feministas, siendo estos mucho más encarnizados cuando su objetivo es una persona que expresa una preferencia sexual o de género no normativa y/o que pertenece a un colectivo racializado.

Finalmente, podemos concluir que la principal causa de la aparición de los nuevos antifeminismos es la reacción frente al auge experimentado por el movimiento feminista en estos últimos años. Sin embargo, sería incorrecto culpar al feminismo de la aparición del antifeminismo. Ante cada momento de avance social, aparecen contramovimientos que tienen por objetivo frenar y oponerse a los procesos de cambio, tal y como sucedió en el sur de eeuu durante la lucha contra la segregación racial, o en Argentina con el movimiento antiabortista de los pañuelos celestes. La aparición de estos contramovimientos no es una mera reacción a la aparición de un movimiento social como el feminismo, sino que es la respuesta a la fractura del consenso valórico que había sustentado la anterior estructura de desigualdades. Es en aquellos momentos en que emerge la posibilidad de un cambio (el fin de la segregación, la aprobación de los derechos sexuales y reproductivos, el reconocimiento del movimiento igualitario) cuando el contramovimiento adquiere fuerza. Asimismo, cabe señalar que la reacción antifeminista conecta con una reacción más amplia, aquella impulsada por las fuerzas conservadoras ante la fractura del consenso neoliberal. Una reacción que puede llegar a adoptar retóricas supuestamente antineoliberales, pero que tiene por objetivo frenar los procesos de transformación social.

Notas:

[1] J. Bonet-Martí: «Los antifeminismos como contramovimiento: una revisión bibliográfica de las principales perspectivas teóricas y de los debates actuales» en Teknocultura vol. 18 No 1, 2021.

[2] Amnistía Internacional: «Toxic Twitter: A Toxic Place for Women», 2018, disponible en www.amnesty.org/en/latest/research/2018/03/online-violence-against-women-chapter-1-1/.

[3] Corporación Latinobarómetro: Informe 2021, Santiago de Chile, 2021.

[4] Cristina Vega: «La ideología de género y sus destrezas» en Karin Gabbert y Miriam Lang (eds.): ¿Cómo se sostiene la vida en América Latina? Feminismos y re-existencias en tiempos de oscuridad, Ediciones Abya Yala / Fundación Rosa Luxemburgo, Quito, 2019.

[5] Amnistía Internacional: «Corazones verdes. Violencia online contra las mujeres durante el debate por la legalización del aborto en Argentina», 2019, disponible en https://amnistia.org.ar/corazonesverdes/informe-corazones-verdes.

[6] Diana Morena-Balaguer, Gloria García-Romeral y Mar Binimelis-Adell: «Diagnóstico sobre las violencias de género contra activistas feministas en el ámbito digital», Fondo de Mujeres Calala / Universitat de Vic, 2022.

[7] Elisabeth Noelle-Neumann: La espiral del silencio. Opinión pública: nuestra piel social, Paidós, Buenos Aires, 2010.

[8] S. Forti: Extrema derecha 2.0. Qué es y cómo combatirla, Siglo XXI, Madrid, 2021.

[9] N. Alabao: «Las guerras de género: la extrema derecha contra el feminismo» en Miquel Ramos et al.: De los neocón a los neonazis. La derecha radical en el Estado español, Fundación Rosa Luxemburgo, Madrid, 2021.

[10] Susan Faludi: Backlash: The Undeclared War against American Women, Crown, Nueva York, 2006.

[11] Pippa Norris y Ronald Inglehart: Cultural Backlash: Trump, Brexit, and Authoritarian Populism, Cambridge UP, Cambridge, 2019.

[12] Pablo Stefanoni: ¿La rebeldía se volvió de derechas?, Siglo XXI / Clave Intelectual, Madrid, 2021.

[13] J. Bonet Martí: «Análisis de las estrategias discursivas empleadas en la construcción de discurso antifeminista en redes sociales» en Psicoperspectivas vol. 19 No 3, 2020.

[14] M. Kimmel: White Angry Men: American Masculinity at the End of an Era, Bold Type Books, Nueva York, 2013.

Fuente: https://nuso.org/articulo/302-antifeminismo/





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miércoles, 1 de febrero de 2023

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