El reloj marcaba las 7:52 am, un silencio irónicamente ensordecedor se hacía presente dentro de una atmósfera enigmática cuando el piloto japonés Mitsuo Fuchida pronunció a través de la radio de comunicación “Tora, tora, tora”. Enseguida, una ola de aviones japoneses atacaron Pearl Harbor, una base militar estadounidense asentada en Hawái. Entre cañonazos, un sinfín de muertes y el enojo de militares y ciudadanos de Estados Unidos, el presidente Roosevelt declaró la guerra y se unió oficialmente al conflicto en el que existían más miedos que objetivos reales, la Segunda Guerra Mundial.
Con 2,433 muertes, la destrucción de 18 buques de guerra estadounidenses y 188 aviones derribados, el ejército reclutó hombres a través de toda la nación. La mayoría se enlistaba con gusto, impulsados por el sentir patriótico que les hacía creer que defender a su país era lo más importante que un ciudadano podía hacer en su vida. Muchos de ellos tenían familias recién formadas, otros eran solteros y otros más jóvenes estudiantes, pero todos tenían en común la fiel creencia de que ir a la guerra los haría héroes en su propio núcleo y con algo de suerte, una recompensa económica que les permitiera vivir el resto de sus días holgadamente. A pesar del miedo y la angustia de no saber si volverían con vida a casa, abandonaron el hogar dejando todo lo que conocían atrás.
La mayoría de las fábricas, escuelas y oficinas quedaron semivacías de un día para otro. El futuro de las familias era incierto. Entonces, ante semejante hueco en la fuerza de trabajo, una mujer tocó las puertas de una fábrica para tomar el lugar de su esposo. El dueño la contrató a sabiendas de que estaban faltos de mano de obra. Posteriormente llegó otra y luego otra y así hasta que de pronto, una horda de mujeres se emplearon en los antiguos trabajos de sus esposos, padres, hermanos y vecinos. Lo huecos se llenaban, pero al mismo tiempo, estas mujeres continuaban con sus vidas fuera del empleo. Debían seguir asistiendo a sus trabajos regulares y también mantener el nuevo empleo, así que entre permisos, malos jefes y un esfuerzo doble, todas ellas lograron mantener la economía de Estados Unidos ante la costosa y catastrófica guerra.
A pesar de todo, ellas mantenían el ánimo, incluso crearon una especie de sindicato en donde defendían sus derechos y ayudaban a otras mujeres a conseguir mejores salarios, autorizaciones y por supuesto, condiciones laborales. Todas la mujeres estaban inmersas de alguna manera. Uno de los carteles más populares y que le dio vida al “feminismo” de aquella época era el de Rosie the Riveter, el afiche que Westinghouse Electric lanzó para impulsar a las mujeres a trabajar. En la imagen se puede ver a una mujer mostrando sus bíceps con la frase “We can do it!” El nombre se atribuye de la canción homónima de Redd Evans y John Jacob Loeb, que viera la luz en 1942, donde describía a Rosie como una mujer trabajadora que ayudaba en las actividades “destinadas a los hombres”, todo con tal de ayudar en la guerra.
Al igual que este afiche llegó a muchas mujeres y las inspiró, existieron otras ilustraciones que hicieron que la mentalidad femenina cambiara hasta pensar en el bienestar del país antes que nada. Desafortunadamente, las ilustraciones luego de la guerra volvieron a pintar a una mujer hogareña dedicada únicamente al hogar y el cuidado de la familia.
Durante la guerra, al ver la participación de las mujeres, el gobierno emprendió una campaña en apoyo a todas ellas, especialmente difundida a través de los medios de comunicación. La revista War Guide recomendaba que todos los medios impresos hicieran promoción de “las mujeres en el trabajo”. Los artículos en revistas, periódicos y otros medios, eran destinados a enaltecer la figura femenina como trabajadora y sostén de las familias ante la ausencia de los hombres. Enfatizaban el derecho a las buenas condiciones de trabajo, así como la defensa y las oportunidades de demostrar que las mujeres eran mucho más que amas de casa y madres abnegadas. Todas ellas sabían coser, levantar grandes bultos, manejar máquinas y construían casas entre muchas labores más, que hasta ese momento, no eran más que actividades masculinas.
Se estima que cerca de seis millones de trabajadoras ayudaron a construir aviones, bombas, tanques y cañones, entre otras armas que fueron enviado (y traficando) en la guerra, quizá muchos de esos artefactos ayudaron a ganar la contienda. Ellas supieron llevar las riendas del hogar y del país. No sólo cocinaban para su familias o se sentaban en escritorios a recibir llamadas como se estilaba antes de la guerra. Ahora manejaban tranvías, se subían a maquinarias pesadas, construían casas, muebles y soldaban puertas. Conducían autos, servían en el ejército y salvaban vidas en hospitales mientras sus esposos, amigos y hermanos luchaban en una guerra.
De este modo, el ejército de mujeres que se quedó en casa se dedicó a sacar adelante a un país que estaba acostumbrado a tener hombres al frente. En esta ocasión la vanguardia estaba compuesta por mujeres valientes, fuertes y con ganas de salir de la oscuridad en la que socialmente se encontraban. Como rezaba un slogan de la época: «Cuantas más mujeres en el trabajo, cuanto antes ganamos».
Por Diana Garrido
http://culturacolectiva.com/historia-we-can-do-it/
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