Camino del lenguaje inclusivo, al @ lo sustituyó una x –alguien dijo que era una antigualla-. Todavía me cuesta la “e” y me pesa, porque al no ponerla siento que hay personas con nombre y apellido que pueden sentirse excluidas de mi mirada y de mis textos.
Por Marcela Orellana
“El único conocimiento que vale
es aquel que se nutre de incertidumbres.
El único pensamiento que vive es aquel que se mantiene
a la temperatura de su propia destrucción.”
Edgard Morin
es aquel que se nutre de incertidumbres.
El único pensamiento que vive es aquel que se mantiene
a la temperatura de su propia destrucción.”
Edgard Morin
Camino del lenguaje inclusivo, al @ lo sustituyó una x –alguien dijo que era una antigualla-. Todavía me cuesta la “e” y me pesa, porque al no ponerla siento que hay personas con nombre y apellido que pueden sentirse excluidas de mi mirada y de mis textos. Confieso que me cuesta y me doy tiempo. Pero también, camino de lo inclusivo vinieron los plurales agrandando el foco que ilumina la realidad y la vuelve realidades.
Los trajo, como un regalo a la conciencia, ese río impetuoso e imperfecto que es el habla. El primero que llegó con esa agua sagrada, en la cual confío como quienes se sumergen en el Ganges, fue “sexualidades”. Nada menos. En ese morfema final de plural “es” cabe el arco iris completo de la sexualidad humana. Una bandera con vientos de colores se despliega inmensa en un cielo de diversidades.
Por fortuna y naturaleza, el viejo y aceitadísimo mecanismo de la derivación empuja a las y los hablantes a agrandar lo nombrado. Y el universo se crece. El límite se desdibuja en una acuarela imprecisa hasta que un poquito más allá aparece, como la clara línea de un cartógrafo, la nueva frontera del viejo universo. Nuevo por universo. Nuevo por enriquecido. Por abarcador. Por vivo.
Y es en esa línea que palpita, donde los plurales dan paso a colectivos. Y no estoy hablando de gramática. Porque por un misterioso procedimiento, a diferencia de la bandada donde vuelan pájaros bastante parecidos o del cardumen, donde los peces tienen escasas diferencias, estos nuevos colectivos se parecen a las bibliotecas con libros de todos los colores, tamaños, idiomas, modalidades, géneros, edades y más, o a los bosques imponentes y olorosos capaces de perder a un explorador inexperto.
Así se me vinieron a la boca y al teclado los amares femeninos, masculinos y otros, como en los formularios. La invitación a detenerse releyendo esta última oración es un pasaje al cine, la literatura, el documental y las ciencias sociales. Y con los amares vinieron los saberes, diversos como el mundo y quienes lo habitamos, desde el académico más categórico y apegado a la epistemología al del krill hecho de minúsculos seres submarinos que perviven y sostienen otras vidas.
Se les unieron las textualidades en que las palabras y las no palabras despliegan el abanico de la comunicación humana dicha y escrita, literaria, emotiva e informativa, categorizada siempre de manera provisoria por saberes que intentan conocer y ordenar con instrumentos, cada vez más precisos, ese caldo bullente que sigue creando nuevas y más ubicuas formas de comunicación.
Y nacidos de las textualidades, concepto voluptuoso y sensible, con un movimiento incontrolable que reordena nuestros mundos internos, aparecieron los leeres y los escribires, tan diversos ellos en la realidad y tan unificados en el pensamiento colectivo. Diversos en sí por propósito, herramientas, contextos, características individuales de quien los ejecute. Falazmente unificados en ese dueto simplista de las dos terceras personas de presente de indicativo: lee y escribe. Como siempre, de todos los universos que se abren ante la mirada inquieta de quien se aproxima de puntillas, queda operar recortes sobre estos leeres y escribires para que crezcan saberes y decires tan políticamente incorrectos que el corrector acaba de subrayarlos con una sonora línea roja.
Sexualidades, amares, saberes, textualidades, leeres y escribires plurales tan incorrectos como las “e” que feliz los constituye son realidades que exigen respeto. El respeto de observarles, conocerles, difundirles y defenderles, experimentarles e incorporarles al habla personalísima y propia para que, como los ríos, horaden, de tanto ir, la solo aparente tierra firme de la lengua.
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