Por América Niño
Cuando conocí hace algunas semanas el caso de abuso sexual y violencia en contra de dos mujeres mayores en el municipio de Pesca en Boyacá, me recorrió un escalofrío en todo el cuerpo. Esa impotencia, rabia e indignación crecieron con cada palabra que leía del caso. Dos mujeres, madre e hija de 79 y 63 años luego de ver sus animales iban de camino a su casa, cuando de repente un hombre, del que luego se conoció tendría apenas 18 años, salió de los matorrales, las intimidó y agredió con un machete, para luego abusar sexualmente de una de ellas.
Sí, efectivamente era de noche e iban solas, seguramente el camino es oscuro y poco transcurrido, es posible que su agresor estuviera borracho y tenga además alguna condición psiquiátrica que le impulse a hacer algo tan cruel. Todos estos son factores posibles, pero ninguno justifica esta agresión, ni otra.
Mientras revisaba la poca información disponible en internet, comenzaron a activarse las alarmas en redes que denunciaban el caso, decenas de mujeres respondían con mensajes llenos de odio o de tristeza al tiempo que problematizaban la violencia de género en el departamento. Recordé entonces un hecho similar que sucedió hace menos de un año en Aquitania (Boyacá) muy cerca de del Lago de Tota: varios hombres entraron a la casa de una mujer de 74 años, la robaron, la golpearon, abusaron sexualmente de ella, la amordazaron, huyeron y la mujer murió. Lo último que recuerdo es que no se sabía de los responsables y que no se tenía claridad de cuántas horas estuvo la mujer atada antes de poder pedir ayuda.
La marcha que días después se convocó en Pesca por solidaridad con las víctimas tuvo además de sus buenas intenciones algunos elementos de los que personalmente tengo mis reparos; por un lado, esta convocatoria fue expresamente hecha por las instituciones del Estado luego del consejo de seguridad extraordinario, las mismas instituciones que tienen la obligación de asegurar los derechos de las mujeres, las mismas que no llegan a las zonas rurales para brindar condiciones de seguridad[1], las mismas que tienen como rutas de acceso para denuncia o atención, unos laberintos de los que muchas mujeres no salen con vida.
Durante la marcha se veían rostros de mujeres y hombres de todas las edades que se sumaron a la iniciativa con carteles y arengas protestando tímidamente “No a la violencia contra las mujeres”, casi todas/os con camisetas blancas caminando ante la mirada curiosa de los habitantes que veían, algunos entre sonrisas y sorpresa, la cantidad de personas que iban por las calles del pueblo en señal de protesta.
Sin embargo, al llegar al lugar donde ocurrió la agresión nos recibió una eucaristía que lejos de convertirse en un escenario de reflexión en torno a la vulnerabilidad de las mujeres se dio en términos de la familia como institución para el control. El padre que ofició la ceremonia dio una muestra del desconocimiento de las causas de la violencia contra las mujeres, nombrando cínicamente al «dios cruel y castigador» como el único capaz de remediar un asunto tan repulsivo y dejándole a él la capacidad de la transformación social.
Debo confesar que me retiré en cuanto pude de la misa mientras algunas personas recibían la ostia y el ambiente se tornaba permisivo para salir sin molestar a nadie. Sin embargo, toda la ceremonia me irritó, las palabras del padre me recordaron incisivamente la estructura patriarcal de la iglesia como institución y de las demás formas organizativas que le imitan, tal como verdugos conscientes de su propia condición y que disfrutan serlo. Tal vez para algunas personas este escenario en el que dios actúa misteriosamente y el padre habla de las familias en lugar de problematizar el asunto de las violencias de género, sea un momento sagrado que les permite seguir viviendo en medio de las desgracias. Tal vez no cuestionan el hecho que sea un hombre sobre un púlpito quien se encargue de oficiar esta ceremonia, pero en cualquier sentido, considero que es necesario preguntarse en torno a todo lo que ocurrió y gestar acciones colectivas para enfrentar estas situaciones.
No me refiero a confrontar al agresor, ni a su familia, quienes por cierto han sufrido de señalamiento y estigmatización, sino a preguntarse por las causas mismas de este hecho, que así como el de Aquitania nos deja con los pelos de punta, preguntarse más allá de la familia, por la educación, por la necesidad de hablar de sexualidad y derechos sexuales en los colegios, de desmitificar el deseo, de confrontar a las instituciones encargadas, de preguntarse por las estructuras mismas de la iglesia y como su discurso nos victimiza y vulnera aún más, despojándonos de nuestro derecho a habitar en condiciones de igualdad.
La verdad es que cualquier tipo de violencia lleva intrínseca la necesidad de vulnerar a quien se considera más débil y tanto la sociedad como el sistema son ejemplos claros de estructuras que han puesto el cuerpo de las mujeres como botín para la satisfacción de los hombres, y no me refiero solo a la satisfacción sexual, sino a la que sigue arraigada en el hogar, a la maternidad, a la educación y crianza, a la economía del cuidado, a la presunción de incapacidad…
Somos las mujeres y diversidades sexuales las llamadas, no solo a denunciar, como fácilmente promovió la convocatoria a la marcha en Pesca hecha por las instituciones, sino también a exigir al Estado condiciones de vida para transitar libremente por espacios públicos y privados sin ser objeto de violencias, en el campo y en las ciudades debemos construir escenarios de confianza mutua que nos permita caminar con libertad y sin miedo, pero también es necesario buscar la transformación estructural de todas las instituciones y formas de organización para que nuestras voces sean oídas y valoradas.
[1]Con seguridad no refiero a la militarización de los territorios, medida que por cierto resulta en otras manifestaciones de violencia.
trochandosinfronteras.info/reflexiones-sobre-abuso-sexual-en-boyaca/
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