Movilización histórica de mujeres contra Trump
Página/12
La escritora peruana Claudia Salazar Jiménez -Premio Las Américas de Novela-, que reside en Nueva York, cuenta su experiencia en la multitudinaria marcha de mujeres en Washington en protesta contra el flamante presidente norteamericano. |
El pasado Sábado 21 de Enero 2017 en Washington se produjo una histórica movilización de mujeres contra el presidente Donald Trump que generó de forma global manifestaciones similares en diversas partes del mundo.
Ventanas destrozadas, tachos de basura quemados, la policía rociando gases lacrimógenos a los manifestantes. Algunas calles de Washington DC completamente cubiertas por el humo y la gente corriendo sin ningún orden. El desborde de la frustración luego de la jura de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos el mediodía del viernes 20 de enero. Este fue un panorama muy distinto al del día de ayer.
Un día marcado por el reclamo de justicia, igualdad y democracia en la marcha de mujeres más grande de la que se tiene recuerdo. Se esperaba la asistencia de unas doscientas mil personas, pero los primeros conteos afirmaban que el número no bajaría de quinientos mil y que probablemente se acercaría al millón.
Según lo que pude ver, el millón es un número más cercano a esta explosión de indignación y reclamo. Un millón de voces. El día comenzó a las 4.30 de la madrugada en Nueva York, todavía con el cielo oscuro, desde donde abordamos los buses que nos llevarían a la marcha.
Curiosamente, mi bus llevaba el nombre de “Bus de los artistas” y era uno de los muchos que se lanzarían a la carretera a las 5 de la mañana, en una caravana llena de feministas adormecidas. La llegada a DC estaba programada para las 10, hora oficial del inicio de la marcha, con una asamblea donde participarían personalidades reconocidas, activistas, artistas y celebridades. La mañana nos sorprendió en pleno tráfico de la carretera. La carretera estaba llena de buses cuyo interior rebosaba de personas con carteles. ¡Todos iban a la marcha!
Quizás nos despertó el cambio de velocidad del bus, la sensación de que avanzábamos más lento o de que casi no lo hacíamos. Aunque suene contradictorio, el cuerpo no sólo se irrita por la velocidad, también es susceptible a la lentitud. La vida reclama seguir avanzando. Y de pronto, una marea rosada. La ola de “pussy hats” nos dio la bienvenida a Washington. Muchas mujeres de diferentes ciudades del país tejieron para sí mismas y para sus amigas y compañeras de la marcha unos gorros de mil tonos de rosa, con dos orejitas que simulaban un gato (también llamado “pussy” en inglés, palabra que también denomina los genitales femeninos, la “concha”).
Los pussy hats eran democráticos, no discriminaban por edad, orientación sexual, raza, había tantos tonos de rosado como grupos de manifestantes. Pussy hats como respuesta indignada a la infeliz frase del ahora presidente Trump, quien dijo a las mujeres que había que “agarrarlas por la concha”. Bajamos del bus y uno de los primeros afiches decía “No vas a agarrar ni mierda”, en letras doradas llevado por tres chicas totalmente agatunadas.
No solamente el gorro, sino las máscaras, la pose, colas, sus cuerpos gritando rotundamente ¡NO! al desprecio misógino mostrado por Trump durante su campaña electoral. Otras amigas llegarían luego en otros buses, y confiábamos en nuestros teléfonos y las redes sociales para encontrarnos. Así que nos dirigimos al punto de inicio de la marcha, en el cruce de la Avenida Independencia y la Calle Tres.
La marea humana era impresionante, no solo por su cantidad sino por su diversidad. Los carteles expresaban, en diversos tonos y estilos, los reclamos y preocupaciones de quienes habíamos decidido participar, poner el cuerpo en la capital del imperio. La palabra “feminista” se repetía en remeras, banderolas, carteles, dibujos. ¿No decían que era una palabra que provocaba miedo y hasta rechazo? “Mi cuerpo, mi decisión”, invocaban unas jóvenes universitarias que venían desde Austin y marchaban por defender su derecho a elegir y a tener acceso a Planned Parenthood, una organización sin fines de lucro que brinda acceso a salud reproductiva de la mujeres. Trump y los congresistas republicanos tienen en la mira retirar los fondos estatales que recibe esta institución, lo que dejaría sin cobertura a mujeres de escasos recursos.
“Somos viejas mujeres repugnantes” (Nasty old women) reclamaban las remeras rosadas de tres señoras que ya eran veteranas de las luchas feministas de los años sesenta y que ven con temor una amenaza a estos derechos con el gobierno de Trump. Si los pussy hats fueron el objeto símbolo de la marcha, la frase “Nasty woman” (mujer repugnante) se convirtió en el emblema. En plena campaña presidencial, Trump no supo qué responder a las ideas de Hillary Clinton durante un debate y sólo atinó a llamarla “Nasty woman”.
Desde allí, lo repugnante ha sido recuperado por los movimientos feministas y se ha vuelto un significante que las mujeres llevan con orgullo: “Las mujeres repugnantes siguen luchando”, “Las mujeres repugnantes consiguen hacer las cosas”, “Sigue siendo repugnante”, y así en ciencia de carteles y hasta bandas que llevábamos como si fuéramos ganadoras de concursos (abyectos) de belleza.
La marea humana no nos permitió llegar al inicio de la marcha, pues se iba haciendo más compacta a medida que nos acercábamos a la avenida Independencia. Por la calle tres fue imposible, así que intentamos por la calle seis, donde habían colocado una pantalla gigante. En ese momento, daba un discurso Gloria Steinem, una de las lumbreras del feminismo estadounidense, desbordada ella misma por esa multitud que seguía creciendo y ovacionándola. En su discurso reconoció la potente energía de los manifestantes, la clara respuesta frente al nuevo presidente. Más ovaciones.
Y dijo también algo fundamental, que es importante poner el cuerpo y no solamente “hacer clics”. Más ovaciones. En ese momento me di cuenta de que no había cobertura de Internet. Como si fuera un conjuro de la Steinem, no más clics, ni tweets, ni Facebook. Puro cuerpo. Piernas para seguir marchando, piel para seguir aguantando el frío, brazos para levantar nuestros carteles. La avenida Independencia se resistía, y ya que era central en la ruta de la marcha, había que entrar en ella. Mientras tanto, sus márgenes, las avenidas paralelas veían también la marcha sin la celebridades. Un niña llevada en hombros por su padre con el cartel “Ya es suficiente.
Soy suficiente; una madre y su hija compartiendo “Pelea como una chica”; un niño de ojos brillantes reclamando “Protejamos a los niños trans”; la joven afroamericana sin pussy hats pero con los bigotes gatunos dibujados sobre el rostro; el chico de falda y su “bésame, soy queer”; diversidad de reclamos, diversos motivos por los que estábamos allí. La diversidad también se organizó paralelamente en grupos de tambores. Uno muy especial fue el grupo Batala, de DC. Se alinearon a un lado de la acera y bajo la dirección de una mujer que parecía salida de una película hippie (vestido delicado, ¿cómo no sentía frío?) impregnaron el aire húmedo de la resonancia de sus tambores. Ligeros al inicio, y cada vez más potentes, más y más hasta que los cuerpos se convertían en una extensión de esas vibraciones.
Los cuerpos eran percusión y el frío se volvía nada, mientras que detrás de la banda un cartel resumía la escena: “Solamente amor”. Otro intento por entrar en la Independencia; pero los márgenes ya había hecho lo suyo: la marcha tuvo que cambiar su ruta. En ese momento, la internet se reactivó y entró el mensaje de una amiga: “Claudia, que está pasando, no estamos avanzado aquí. Estamos cerca del estrado”. Iba a responder y la red de cayó nuevamente. Pasó eso, el desborde. Pasó que la ruta Pre establecida no pudo contenernos. Ni a los musulmanes repitiendo “No somos terroristas”, ni a los afroamericanos con su combativo “Black Lives Matter”, ni a los latinoamericanos con carteles escritos en español “Los migrantes no somos violadores”.
Menos aún a los niños que corrían envueltos en las banderas del arco iris y a los miles de hombres que caminaban al lado de sus esposas, amigas madres, abuelas, con carteles “Yo apoyo lo que digan ellas” y flechas señalando a todas las que marchábamos. O a aquel chico delgado con pinta de rockero “Los hombres de calidad no temen la igualdad”.
Dentro de su ritmo pacífico, hubo también espacio para el disenso y las manifestaciones medievales en medio de la marcha: grupos religiosos conservadores que nos llamaban pecadoras y abominación, leyendo en voz alta pasajes bíblicos y conminándonos a regresar a nuestro rol natural de santas mujeres, adjudicado por el buen señor de los cielos, y carteles repitiendo lo mismo; se acercó una mujer con flores y el lema “Querido Blanco supremacista patriarcal.
No somos nosotras, eres tú. “¡Lárgate!”. Y a pocos metros, uno de ellos llevando orgulloso su cartel: “El feminismo es una rebelión”. Todas pasamos a su lado y nos tomamos fotos con él, sonrientes.
En su ignorancia conservadora, el tipo lo había dicho todo.
Ventanas destrozadas, tachos de basura quemados, la policía rociando gases lacrimógenos a los manifestantes. Algunas calles de Washington DC completamente cubiertas por el humo y la gente corriendo sin ningún orden. El desborde de la frustración luego de la jura de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos el mediodía del viernes 20 de enero. Este fue un panorama muy distinto al del día de ayer.
Un día marcado por el reclamo de justicia, igualdad y democracia en la marcha de mujeres más grande de la que se tiene recuerdo. Se esperaba la asistencia de unas doscientas mil personas, pero los primeros conteos afirmaban que el número no bajaría de quinientos mil y que probablemente se acercaría al millón.
Según lo que pude ver, el millón es un número más cercano a esta explosión de indignación y reclamo. Un millón de voces. El día comenzó a las 4.30 de la madrugada en Nueva York, todavía con el cielo oscuro, desde donde abordamos los buses que nos llevarían a la marcha.
Curiosamente, mi bus llevaba el nombre de “Bus de los artistas” y era uno de los muchos que se lanzarían a la carretera a las 5 de la mañana, en una caravana llena de feministas adormecidas. La llegada a DC estaba programada para las 10, hora oficial del inicio de la marcha, con una asamblea donde participarían personalidades reconocidas, activistas, artistas y celebridades. La mañana nos sorprendió en pleno tráfico de la carretera. La carretera estaba llena de buses cuyo interior rebosaba de personas con carteles. ¡Todos iban a la marcha!
Quizás nos despertó el cambio de velocidad del bus, la sensación de que avanzábamos más lento o de que casi no lo hacíamos. Aunque suene contradictorio, el cuerpo no sólo se irrita por la velocidad, también es susceptible a la lentitud. La vida reclama seguir avanzando. Y de pronto, una marea rosada. La ola de “pussy hats” nos dio la bienvenida a Washington. Muchas mujeres de diferentes ciudades del país tejieron para sí mismas y para sus amigas y compañeras de la marcha unos gorros de mil tonos de rosa, con dos orejitas que simulaban un gato (también llamado “pussy” en inglés, palabra que también denomina los genitales femeninos, la “concha”).
Los pussy hats eran democráticos, no discriminaban por edad, orientación sexual, raza, había tantos tonos de rosado como grupos de manifestantes. Pussy hats como respuesta indignada a la infeliz frase del ahora presidente Trump, quien dijo a las mujeres que había que “agarrarlas por la concha”. Bajamos del bus y uno de los primeros afiches decía “No vas a agarrar ni mierda”, en letras doradas llevado por tres chicas totalmente agatunadas.
No solamente el gorro, sino las máscaras, la pose, colas, sus cuerpos gritando rotundamente ¡NO! al desprecio misógino mostrado por Trump durante su campaña electoral. Otras amigas llegarían luego en otros buses, y confiábamos en nuestros teléfonos y las redes sociales para encontrarnos. Así que nos dirigimos al punto de inicio de la marcha, en el cruce de la Avenida Independencia y la Calle Tres.
La marea humana era impresionante, no solo por su cantidad sino por su diversidad. Los carteles expresaban, en diversos tonos y estilos, los reclamos y preocupaciones de quienes habíamos decidido participar, poner el cuerpo en la capital del imperio. La palabra “feminista” se repetía en remeras, banderolas, carteles, dibujos. ¿No decían que era una palabra que provocaba miedo y hasta rechazo? “Mi cuerpo, mi decisión”, invocaban unas jóvenes universitarias que venían desde Austin y marchaban por defender su derecho a elegir y a tener acceso a Planned Parenthood, una organización sin fines de lucro que brinda acceso a salud reproductiva de la mujeres. Trump y los congresistas republicanos tienen en la mira retirar los fondos estatales que recibe esta institución, lo que dejaría sin cobertura a mujeres de escasos recursos.
“Somos viejas mujeres repugnantes” (Nasty old women) reclamaban las remeras rosadas de tres señoras que ya eran veteranas de las luchas feministas de los años sesenta y que ven con temor una amenaza a estos derechos con el gobierno de Trump. Si los pussy hats fueron el objeto símbolo de la marcha, la frase “Nasty woman” (mujer repugnante) se convirtió en el emblema. En plena campaña presidencial, Trump no supo qué responder a las ideas de Hillary Clinton durante un debate y sólo atinó a llamarla “Nasty woman”.
Desde allí, lo repugnante ha sido recuperado por los movimientos feministas y se ha vuelto un significante que las mujeres llevan con orgullo: “Las mujeres repugnantes siguen luchando”, “Las mujeres repugnantes consiguen hacer las cosas”, “Sigue siendo repugnante”, y así en ciencia de carteles y hasta bandas que llevábamos como si fuéramos ganadoras de concursos (abyectos) de belleza.
La marea humana no nos permitió llegar al inicio de la marcha, pues se iba haciendo más compacta a medida que nos acercábamos a la avenida Independencia. Por la calle tres fue imposible, así que intentamos por la calle seis, donde habían colocado una pantalla gigante. En ese momento, daba un discurso Gloria Steinem, una de las lumbreras del feminismo estadounidense, desbordada ella misma por esa multitud que seguía creciendo y ovacionándola. En su discurso reconoció la potente energía de los manifestantes, la clara respuesta frente al nuevo presidente. Más ovaciones.
Y dijo también algo fundamental, que es importante poner el cuerpo y no solamente “hacer clics”. Más ovaciones. En ese momento me di cuenta de que no había cobertura de Internet. Como si fuera un conjuro de la Steinem, no más clics, ni tweets, ni Facebook. Puro cuerpo. Piernas para seguir marchando, piel para seguir aguantando el frío, brazos para levantar nuestros carteles. La avenida Independencia se resistía, y ya que era central en la ruta de la marcha, había que entrar en ella. Mientras tanto, sus márgenes, las avenidas paralelas veían también la marcha sin la celebridades. Un niña llevada en hombros por su padre con el cartel “Ya es suficiente.
Soy suficiente; una madre y su hija compartiendo “Pelea como una chica”; un niño de ojos brillantes reclamando “Protejamos a los niños trans”; la joven afroamericana sin pussy hats pero con los bigotes gatunos dibujados sobre el rostro; el chico de falda y su “bésame, soy queer”; diversidad de reclamos, diversos motivos por los que estábamos allí. La diversidad también se organizó paralelamente en grupos de tambores. Uno muy especial fue el grupo Batala, de DC. Se alinearon a un lado de la acera y bajo la dirección de una mujer que parecía salida de una película hippie (vestido delicado, ¿cómo no sentía frío?) impregnaron el aire húmedo de la resonancia de sus tambores. Ligeros al inicio, y cada vez más potentes, más y más hasta que los cuerpos se convertían en una extensión de esas vibraciones.
Los cuerpos eran percusión y el frío se volvía nada, mientras que detrás de la banda un cartel resumía la escena: “Solamente amor”. Otro intento por entrar en la Independencia; pero los márgenes ya había hecho lo suyo: la marcha tuvo que cambiar su ruta. En ese momento, la internet se reactivó y entró el mensaje de una amiga: “Claudia, que está pasando, no estamos avanzado aquí. Estamos cerca del estrado”. Iba a responder y la red de cayó nuevamente. Pasó eso, el desborde. Pasó que la ruta Pre establecida no pudo contenernos. Ni a los musulmanes repitiendo “No somos terroristas”, ni a los afroamericanos con su combativo “Black Lives Matter”, ni a los latinoamericanos con carteles escritos en español “Los migrantes no somos violadores”.
Menos aún a los niños que corrían envueltos en las banderas del arco iris y a los miles de hombres que caminaban al lado de sus esposas, amigas madres, abuelas, con carteles “Yo apoyo lo que digan ellas” y flechas señalando a todas las que marchábamos. O a aquel chico delgado con pinta de rockero “Los hombres de calidad no temen la igualdad”.
Dentro de su ritmo pacífico, hubo también espacio para el disenso y las manifestaciones medievales en medio de la marcha: grupos religiosos conservadores que nos llamaban pecadoras y abominación, leyendo en voz alta pasajes bíblicos y conminándonos a regresar a nuestro rol natural de santas mujeres, adjudicado por el buen señor de los cielos, y carteles repitiendo lo mismo; se acercó una mujer con flores y el lema “Querido Blanco supremacista patriarcal.
No somos nosotras, eres tú. “¡Lárgate!”. Y a pocos metros, uno de ellos llevando orgulloso su cartel: “El feminismo es una rebelión”. Todas pasamos a su lado y nos tomamos fotos con él, sonrientes.
En su ignorancia conservadora, el tipo lo había dicho todo.
FOTOS: Masiva marcha de mujeres contra misoginia de Trump
A la convocatoria de Washington donde participaron medio millón de personas se sumaron más de 600 ciudades de todo el mundo. En América Latina, Buenos Aires marchó con la organizaciones de feministas "Ni Una Menos".
Publicado 21 enero 2017
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