Por Daniel Satur
La votación del proyecto de legalización del aborto en el Senado demostró, una vez más, los nefastos alcances de los tentáculos de la jerarquía eclesiástica en la vida (y la muerte) de toda la población.
“Se pretende legitimar por primera vez en la Argentina que un ser humano pueda eliminar a su semejante”. La frase, lanzada en la noche del miércoles desde la Catedral metropolitana por el arzobispo de Buenos Aires Mario Poli, no podía ser más hipócrita.
Poli encabezaba la “misa por la vida”, organizada por la Conferencia Episcopal Argentina, sabiendo que el lobby y las presiones (con ribetes violentos en algunos casos) ya habían conseguido “convencer” a las senadoras y los senadores suficientes para permitir que el aborto siga siendo clandestino.
Una vez más, la misma jerarquía eclesiástica que bendijo y sostuvo los genocidios en Argentina, tanto el consumado en el Siglo XIX contra los pueblos originarios en el “desierto” patagónico como el ejecutado en la década del 70 del Siglo XX contra decenas de miles de obreras, obreros, intelectuales, estudiantes y pobres; hace gala de su perverso cinismo.
La fotografía quedará para la posteridad. Adentro del Congreso, una casta reaccionaria de senadores y senadoras (que representan a una porción minoritaria de la población) resolvió mantener en la clandestinidad a millones de mujeres. Afuera, en el centro porteño y en muchas ciudades de provincias, cientos de miles de personas exigieron el fin de esa clandestinidad y, con él, de la muerte injusta de tantas pibas.
También es parte de esa fotografía la imposibilidad de la Iglesia de transformar sus multimillonarios recursos y exclusivos privilegios en una movilización callejera que pudiera superar el contundente 1-10 respecto a la marea verde que se movilizó en trenes, subtes, colectivos y a pie.
Cruces y picanas
Si hoy la Iglesia Católica saca pecho y festeja su victoria medieval sobre el derecho básico de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos es, entre otras cosas, porque ningún gobierno, independientemente de sus peroratas, se animó a tocarle sus privilegios.
El peso que ha tenido la Iglesia católica en la formación del Estado argentino tuvo una ampliación feroz con la dictadura, donde se reforzaron los lazos que la atan al Estado. En aquel entonces los genocidas necesitaban que sus peores atrocidades fueran legitimadas discursiva y “moralmente”. A cambio de esa legitimación le retribuyeron a la jerarquía eclesiástica con enormes privilegios económicos e institucionales. La dictadura terminó pero esos privilegios continúan.
Hoy siguen vivos y coleando los decretos de Videla, Galtieri y Bignone que le regalan sueldos y jubilaciones especiales a obispos y curas, que subsidian a seminaristas para su formación clerical y que financian demás ítem para el sostenimiento del culto católico.
La cruzada continua
Ni el alfonsinismo (pese a la histórica promulgación de la ley de divorcio vincular), ni el menemismo, ni la Alianza, ni Duhalde ni el kirchnerismo trastocaron los lazos materiales que le permiten a la Iglesia tener una injerencia predominante en la vida social y política argentina.
Pese a las también históricas promulgaciones de las leyes de matrimonio igualitario y de identidad de género, durante los años de gobierno kirchnerista el pacto de la Casa Rosada con la jerarquía católica, incluso, colocó dos pesadísimas lápidas sobre las demandas de millones respecto al aborto. Todo en el marco de las necesidades oficiales de congraciarse con el sucesor de Joseph Ratzinger en el Vaticano.
Por un lado, a instancias de Cristina Fernández (arreglo con Jorge “Francisco” Bergoglio mediante) en 2014 se incorporó al nuevo Código Civil la definición de que “la existencia de la persona humana comienza con la concepción”.
Puede parecer paradójico, pero quienes se llenaron la boca despotricando contra CFK hoy terminaron agradeciéndole ese preciado aporte, incorporándolo en sus intervenciones para fundamentar sus votos en contra en el Senado.
Por otro lado, fue la misma Fernández de Kirchner quien durante años “bajó línea” a sus legisladoras y legisladores para anular siquiera la posibilidad de que fuera tratado en comisiones parlamentarias el proyecto de ley de interrupción voluntaria del embarazo, presentado por la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto en reiteradas oportunidades. Y durante casi todos esos años el kirchnerismo detentó mayoría en ambas cámaras del Congreso.
Fiel a su estilo, la expresidente nunca pidió disculpas por semejantes traiciones a los derechos de las mujeres, aunque este año terminó reconociendo el derecho al aborto dando su voto en el Senado. Tal vez lo hizo solo para impedir que el triunfo de la reacción oscurantista fuera más abultado.
Basta
El diputado del PTS-FIT Nicolás del Caño recuerda que, según datos oficiales, el presupuesto destinado a la remuneración de los obispos para este año totaliza la suma de $ 130.421.300. Con ese presupuesto se les pagan sueldos de $ 46.800 a los obispos diocesanos y a los administradores apostólicos y de $ 40.950 a los obispos auxiliares y eméritos.
Números más que suficientes para que Del Caño impulse la petición de derogación de los privilegios de la Iglesia Católica, a la que puede adherirse online ingresando al sitio Change.org.
Varias lecciones dejará al movimiento de mujeres (y a los millones de varones que lo acompañamos) la votación de esta madrugada en el Senado. Algunas de ellas se irán elaborando al calor de asambleas, debates y declaraciones de quienes defienden estos derechos elementales. Otras ya pueden escribirse.
Entre estas últimas está la que ya se transformó en campaña y que empezó a poblar las calles de pañuelos naranjas con la consigna “Iglesia y Estado asuntos separados”. Una campaña que tomó forma casi naturalmente en medio del debate parlamentario por el aborto y que contiene en su seno una verdadera amenaza para los intereses de la institución milenaria y oscurantista.
Es por eso que Bergoglio, Poli y sus aliados se lanzaron a una guerra santa contra un derecho elemental para la mitad de la humanidad. Es por eso que quienes bendijeron tanta muerte disfrazaron con fervor su negativa a que el Estado se haga cargo de garantizar la salud de las mujeres en una absurda “defensa de la vida”.
Será por eso, entonces, que la conquista del aborto legal, seguro y gratuito estará indisolublemente hermanada con la lucha por la separación efectiva de la Iglesia y el Estado. Hoy, más que nunca.
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