Fragmento de "Ser niña en América Latina"
Isabela Ponce
GK
Paola Andrade rompió el silencio, de manera pública y para siempre, el martes 1 de septiembre de 2016 sentada en el set del noticiero matinal más visto del Ecuador. Llevaba una camiseta y un saco negros, el pelo recogido y templado hacia a un lado. A las siete y veintiséis de la mañana contó lo que diez años antes le había dicho a su madre: tres parientes cercanos abusaron sexualmente de ella cuando era niña, durante años. Cuando terminó de hablar miró hacia un costado y apretó los labios, como obligándose a hacer una pausa. |
Su testimonio serviría para que durante los siguientes catorce meses ciento cinco mujeres llegaran a los grupos de apoyo de la organización Ecuador Dice No Más, que Paola fundó en 2016 para luchar en contra del abuso sexual infantil. De esas 105 mujeres, 93 fueron abusadas por un familiar cuando eran niñas. O dicho de la manera más cruda posible: fueron víctimas de incesto.
—Es una palabra que pocos quieren escuchar —dice Paola. El ceño fruncido, la voz ronca, firme, segura.
Paola nació hace 45 años en Guayaquil, la ciudad costeña y más poblada del Ecuador. Pasaron apenas 5 hasta que sus tres parientes —uno de ellos vivía en su misma casa— empezaran a abusar de ella. La historia de Paola no es un caso aislado, es la historia de miles de niños —pero sobre todo niñas— que han sido víctimas de incesto en el Ecuador, América Latina y el resto del mundo. Es un problema global: sigue siendo un tabú pero es más común de lo que las estadísticas oficiales muestran.
Y los datos que se pueden recoger evidencian que muchas veces la casa no es un lugar seguro.
En Inglaterra, según un informe de 2015 del Comisionado para los Niños, dos tercios de los abusos los cometió un familiar o un amigo cercano a la familia. En Filipinas, se denunciaron 2.770 casos de incesto entre 2011 y 2016: 99% de las víctimas eran niñas. En 2016, un estudio hecho en Sudáfrica determinó que el 30% de los abusos sexuales contra niñas lo cometió un familiar. La fundación De la oscuridad a la luz —que trabaja para acabar con el abuso sexual infantil— dice que en Estados Unidos cerca del 30% de los abusadores es un familiar. El incesto no ha dejado de ocurrir, diaria, silenciosa, perniciosamente. Ocurre y se calla. En todo el mundo. Ocurre y se calla.
En medio de la bulla de una cafetería de Guayaquil en la que la temperatura del aire acondicionado contrasta con el calor abrasivo que hay afuera, Paola continúa el relato de sus más de veinte años de silencio. Toma un sorbo de Coca-Cola light y lo dice:
— El incesto es más común de lo que todos se imaginan. Es una epidemia silenciosa.
La prohibición del incesto nos une como especie. En su libro Las estructuras elementales del parentesco, el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss escribió en 1949 que la única norma que compartimos en todas las sociedades es la decisión de no aparearnos con nuestra descendencia. La regulación de los comportamientos sexuales diferencia al ser humano, continuó Lévi-Strauss. La existencia de reglas de convivencia, más allá de los limitantes naturales, es lo que llamamos cultura. Y una de nuestras primeras convenciones culturales fue prohibir el incesto. Encontrar el punto exacto en que nació es difícil, pero como lo escribe la psicóloga estadounidense Debra Lieberman es probable que la constatación de que los hijos de parejas no incentuosas tenían mejores probabilidades de sobrevivir haya convencido a nuestros ancestros. La regulación de nuestro comportamiento sexual nos ha hecho evolucionar.
El incesto resulta más grave aún si ocurre entre un adulto y un menor de edad porque implica una relación entre desiguales. La escritora y activista Sandra Butler explica en su libro La conspiración del silencio: el trauma del incesto que una relación sexual entre un menor y un adulto jamás puede ser consentida porque los niños aún no han desarrollado la comprensión o la sexualidad que les permitan una reacción libre y consciente ante el comportamiento del adulto. En 1929, el antropólogo británico Bronislaw Malinowski escribió que la familia es el lugar donde los hijos aprenden, son protegidos, alimentados y reciben afecto. Por ello, el incesto debía ser prohibido.
En principio, el rechazo al incesto es generalizado. Pero hay evidencia de que ese repudio no es tan tajante y definitivo como se pensaría: se calcula que en Estados Unidos viven al menos 3.5 millones de mujeres víctimas de incesto —es la misma cantidad de gente que vive en Uruguay.
Según la Federación de Mujeres de Sucumbíos, en los primeros seis meses de 2016 un 66% de los delitos sexuales cometidos en el Ecuador fueron en contra de niños y niñas menores de 14 años. De esos, nueve de cada diez fueron niñas. De esas nueves niñas, ocho fueron víctimas de alguien que estaba en su entorno más cercano.
El incesto es más común de lo que todos se imaginan. Es una epidemia silenciosa.
Sandra tiene quince años, el cabello largo, lacio, negro. Su hijo cumplió uno. Sobre una sábana de rayas celestes que ha perdido su color por el tiempo, el pequeño juega con una radio vieja que es casi de su tamaño: mueve la perilla del volumen, jala la antena plateada y cuando está a punto de lastimarse, Sandra —el cabello lacio, negro y largo— se la quita. Lo carga y se acerca a una mesa plástica con mantel celeste con lunas y estrellas para mostrarme las pulseras que ha hecho en las últimas semanas: son hilos de distintos colores convertidos en trenzas adornadas con chaquiras brillantes.
— Me gusta pintar, hacer jarrones con papel y goma. Antes me gustaba ir a la escuela, sumar y escribir. Ya no me gusta —dice Sandra, con una voz delgadísima que se pierde en la lluvia de la tarde.
Sandra habla de sus pulseras. Las llama manillas. Habla de los chuzos que vende con una amiga en las tardes. Habla de los dibujos que le gusta a hacer. No habla de la relación con su hijo, no habla de su familia que no ve hace casi dos años, no habla de su abusador, su padre, y padre de su hijo.
Sandra observa cómo tomo fotos de sus pulseras sobra la mesa.
— ¿Te gusta tomar fotos?
— No.
— ¿Y que te tomen?
— Me gustaba, antes de quedar embarazada.
—Es una palabra que pocos quieren escuchar —dice Paola. El ceño fruncido, la voz ronca, firme, segura.
Paola nació hace 45 años en Guayaquil, la ciudad costeña y más poblada del Ecuador. Pasaron apenas 5 hasta que sus tres parientes —uno de ellos vivía en su misma casa— empezaran a abusar de ella. La historia de Paola no es un caso aislado, es la historia de miles de niños —pero sobre todo niñas— que han sido víctimas de incesto en el Ecuador, América Latina y el resto del mundo. Es un problema global: sigue siendo un tabú pero es más común de lo que las estadísticas oficiales muestran.
Y los datos que se pueden recoger evidencian que muchas veces la casa no es un lugar seguro.
En Inglaterra, según un informe de 2015 del Comisionado para los Niños, dos tercios de los abusos los cometió un familiar o un amigo cercano a la familia. En Filipinas, se denunciaron 2.770 casos de incesto entre 2011 y 2016: 99% de las víctimas eran niñas. En 2016, un estudio hecho en Sudáfrica determinó que el 30% de los abusos sexuales contra niñas lo cometió un familiar. La fundación De la oscuridad a la luz —que trabaja para acabar con el abuso sexual infantil— dice que en Estados Unidos cerca del 30% de los abusadores es un familiar. El incesto no ha dejado de ocurrir, diaria, silenciosa, perniciosamente. Ocurre y se calla. En todo el mundo. Ocurre y se calla.
En medio de la bulla de una cafetería de Guayaquil en la que la temperatura del aire acondicionado contrasta con el calor abrasivo que hay afuera, Paola continúa el relato de sus más de veinte años de silencio. Toma un sorbo de Coca-Cola light y lo dice:
— El incesto es más común de lo que todos se imaginan. Es una epidemia silenciosa.
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CAPÍTULO 2: LA DIFERENCIA HUMANALa prohibición del incesto nos une como especie. En su libro Las estructuras elementales del parentesco, el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss escribió en 1949 que la única norma que compartimos en todas las sociedades es la decisión de no aparearnos con nuestra descendencia. La regulación de los comportamientos sexuales diferencia al ser humano, continuó Lévi-Strauss. La existencia de reglas de convivencia, más allá de los limitantes naturales, es lo que llamamos cultura. Y una de nuestras primeras convenciones culturales fue prohibir el incesto. Encontrar el punto exacto en que nació es difícil, pero como lo escribe la psicóloga estadounidense Debra Lieberman es probable que la constatación de que los hijos de parejas no incentuosas tenían mejores probabilidades de sobrevivir haya convencido a nuestros ancestros. La regulación de nuestro comportamiento sexual nos ha hecho evolucionar.
El incesto resulta más grave aún si ocurre entre un adulto y un menor de edad porque implica una relación entre desiguales. La escritora y activista Sandra Butler explica en su libro La conspiración del silencio: el trauma del incesto que una relación sexual entre un menor y un adulto jamás puede ser consentida porque los niños aún no han desarrollado la comprensión o la sexualidad que les permitan una reacción libre y consciente ante el comportamiento del adulto. En 1929, el antropólogo británico Bronislaw Malinowski escribió que la familia es el lugar donde los hijos aprenden, son protegidos, alimentados y reciben afecto. Por ello, el incesto debía ser prohibido.
En principio, el rechazo al incesto es generalizado. Pero hay evidencia de que ese repudio no es tan tajante y definitivo como se pensaría: se calcula que en Estados Unidos viven al menos 3.5 millones de mujeres víctimas de incesto —es la misma cantidad de gente que vive en Uruguay.
Según la Federación de Mujeres de Sucumbíos, en los primeros seis meses de 2016 un 66% de los delitos sexuales cometidos en el Ecuador fueron en contra de niños y niñas menores de 14 años. De esos, nueve de cada diez fueron niñas. De esas nueves niñas, ocho fueron víctimas de alguien que estaba en su entorno más cercano.
El incesto es más común de lo que todos se imaginan. Es una epidemia silenciosa.
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CAPÍTULO 3: SANDRA, LAS FOTOS, LA LLUVIASandra tiene quince años, el cabello largo, lacio, negro. Su hijo cumplió uno. Sobre una sábana de rayas celestes que ha perdido su color por el tiempo, el pequeño juega con una radio vieja que es casi de su tamaño: mueve la perilla del volumen, jala la antena plateada y cuando está a punto de lastimarse, Sandra —el cabello lacio, negro y largo— se la quita. Lo carga y se acerca a una mesa plástica con mantel celeste con lunas y estrellas para mostrarme las pulseras que ha hecho en las últimas semanas: son hilos de distintos colores convertidos en trenzas adornadas con chaquiras brillantes.
— Me gusta pintar, hacer jarrones con papel y goma. Antes me gustaba ir a la escuela, sumar y escribir. Ya no me gusta —dice Sandra, con una voz delgadísima que se pierde en la lluvia de la tarde.
Sandra habla de sus pulseras. Las llama manillas. Habla de los chuzos que vende con una amiga en las tardes. Habla de los dibujos que le gusta a hacer. No habla de la relación con su hijo, no habla de su familia que no ve hace casi dos años, no habla de su abusador, su padre, y padre de su hijo.
Sandra observa cómo tomo fotos de sus pulseras sobra la mesa.
— ¿Te gusta tomar fotos?
— No.
— ¿Y que te tomen?
— Me gustaba, antes de quedar embarazada.
El padre de Sandra la violó incontables veces. Las primeras ella se quedó callada pero cuando le dijo que iba a contar lo que él le hacía, él intentó asesinarla. La golpeó hasta dejarla inconsciente. Tenía trece años y unos pocos meses de embarazo. Su padre y padre del hijo que esperaba creyó que estaba muerta. Unos vecinos la rescataron y la llevaron a una casa donde le dieron refugio. Su madre nunca le creyó que su papá la violaba, el resto de su familia le dejó de hablar.
Sandra ya no es bienvenida en su casa.
Hoy, con su hijo en brazos, dice que extraña a su familia, que quiere volver a ver a sus hermanos pequeños. Nadie la ha ido a visitar al albergue donde vive.
— Me gusta cuidar a mi hijo, pero también me cansa.
Sandra es una niña que tiene un hijo que es también su hermano. Que es toda la familia que le queda.
Ruth cree que la ausencia de la palabra incesto en el Código Penal ecuatoriano lo esconde a plena vista: de los 45 crímenes sexuales que ha llevado entre enero y octubre de 2017, 38 sucedieron dentro de la familia. En 15, los agresores eran padres, padrastros y abuelos.
Cifras del Centro Ecuatoriano para la Promoción y Acción de la Mujer (Cepam) muestran un panorama similar. Durante los tres años (2004-2007) que duró el proyecto Fortalecimiento de los Derechos Humanos de las Mujeres —para brindar servicios de atención legal, psicológica y social a las víctimas— se registraron 196 casos de delitos sexuales: 6 de cada 10 fueron incesto.
Los números conocidos son escandalosos pero los ocultos son peores. Rossana Viteri —de Plan Internacional— explica que el incesto no se denuncia: “Con la idea de que los trapos sucios se lavan en casa y lo que pasa en la familia se queda dentro de la familia se callan la gran mayoría de estos casos”.
Cuando una niña es abusada sexualmente por un familiar, dice la psicóloga Gabriela Aguilar, lo primero que ocurre es que se viene abajo un esquema de seguridad: en su propia casa, donde debe sentirse protegida, ocurre lo contrario. Gabriela Aguilar, quien atiende a niñas víctimas de incesto, asegura que las circunstancias en las que se perpetra el crimen varían: el abuso se puede dar con o sin violencia física, con o sin la presencia de otro familiar.
“Lo que sí tienen en común es que la niña se da cuenta de que no le agradan esas caricias, porque invaden su cuerpo de una manera que no es normal y la hacen sentir rara”. El incesto, como los demás delitos sexuales contra niñas viene con la presión del abusador que exige silencio, y amenaza si es que ella decide hablar. Hay una relación de poder: el perpetrador es una figura de autoridad cercana en la que, supuestamente, debería poder confiar: un familiar. La víctima suele sentirse sucia, mala, culpable: busca explicaciones, y como los adultos más cercanos le piden que no diga nada o se desentienden, se pregunta ¿Por qué a mí? ¿Por qué pasó esto? Yo no hice nada, yo no dije nada. Sin respuestas, suele convencerse de que ella provocó la situación. El sentimiento de culpa y la falta de explicación a lo que les ocurrió altera la vida de las víctimas. Es común que sufran pesadillas y otros desórdenes del sueño. La depresión e intentos de suicidio son también síntomas comunes”.
***
CAPÍTULO 5: LA ACTIVISTAAmparo Peñaherrera es la coordinadora de la Federación de Mujeres de Sucumbíos, donde funciona la Casa Amiga, un lugar que da apoyo legal y psicológico a mujeres víctimas de violencia. A este espacio han llegado niñas víctimas de incesto. Cuando llegan, dice Peñaherrera, las niñas ya han denunciado el crimen porque un profesor (o un familiar) se dio cuenta de la situación y la acompañó a la Fiscalía. “Hay que entender que estamos frente a una adolescente que ha sido víctima de un delito grave, que su vida ha quedado dividida en dos y que está siendo obligada a la maternidad. Entender que una adolescente aquí o en cualquier parte del mundo tendría que estar estudiando no cuidando un bebé que no deseó, que encima es su medio hermano”.
El que parece no entender es el Estado ecuatoriano: lugares con atención personalizada son escasos en el Ecuador. La Casa Amiga de Lago Agrio es parte de una red de casas de acogida privadas en el país que incluye tres más: una en Guayaquil, otra en El Coca y otra en Cuenca. Desde hace quince años Geraldine Guerra ha trabajado por los derechos de las mujeres y hoy es la coordinadora de la red. Dice que aunque cada casa tiene características particulares (unas pertenecen a organizaciones religiosas, otras a grupos feministas) en 2008 se aliaron y crearon un modelo de atención para atender a las mujeres víctimas de violencia de género, que incluye, entre otras cosas, parámetros como el mínimo personal que debería tener —una psicóloga, una trabajadora social, una abogada, una educadora y una coordinadora— para atender integralmente a la víctima. Su modelo de atención es el que hoy utiliza el Ministerio de Justicia, Derechos Humanos y Cultos.
Las cuatro casas —que tienen un convenio con el Estado para financiar parte de su personal— están enfocadas en mujeres víctimas de violencia y no deberían recibir niñas. “Pero ¿cómo les vamos a negar la entrada?”, dice Guerra y agrega que acogerlas requiere procesos administrativos y legales que son complejos y costosos. El Estado, continúa, no tiene un lugar adecuado para los casos de violencia sexual que ocurren en la familia, ni provee los servicios necesarios para proteger a las niñas. “Hay muy pocos sitios públicos para niñas y adolescentes porque resultan súper caros. Si una niña llega a los doce años, por ejemplo, mínimo se quedará seis más”.
El Estado no se hace cargo de las niñas que sufren la violencia más cruel de todas. En 2013, por decreto ejecutivo, se eliminó el Infa, la institución privada financiada con fondos estatales que durante cincuenta y siete años se dedicó exclusivamente a proteger a los niños. El gobierno de ese entonces entregó las funciones del Infa al Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES). Cuatro años después, en febrero de 2017, el mismo gobierno le quitó esas funciones al MIES y se las traspasó al Ministerio de Justicia, Derechos Humanos y Cultos, que además de administrar las cárceles del país debe “gestionar y proveer servicios de acogimiento familiar de niños y adolescentes, y otorgar los servicios especializados de protección especial para la restitución de derechos vulnerados de niños y adolescentes y sus familias”.
El Ministerio de Inclusión Económica y Social aún se encarga de las políticas relacionadas al desarrollo infantil, pero solo para niños de 0 a 3 años de edad a través de la Subsecretaría de Desarrollo Infantil Integral, una de las siete subsecretarías del Ministerio de Inclusión. El Ministerio no respondió qué servicios prestan en casos de violencia sexual que ocurren dentro de las familias.
Artículo completo: http://ser-nina.org/el-silencio-mas-grande-de-todos-los-del-ecuador/
Sandra ya no es bienvenida en su casa.
Hoy, con su hijo en brazos, dice que extraña a su familia, que quiere volver a ver a sus hermanos pequeños. Nadie la ha ido a visitar al albergue donde vive.
— Me gusta cuidar a mi hijo, pero también me cansa.
Sandra es una niña que tiene un hijo que es también su hermano. Que es toda la familia que le queda.
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CAPÍTUO 4: LA ABOGADA Y LA PSICÓLOGARuth Ramos es una abogada mulata de cejas delineadas, cabello lacio negrísimo agarrado en una cola de caballo. Tiene una determinación de hierro que lleva a las cortes donde persigue delitos sexuales.Ruth cree que la ausencia de la palabra incesto en el Código Penal ecuatoriano lo esconde a plena vista: de los 45 crímenes sexuales que ha llevado entre enero y octubre de 2017, 38 sucedieron dentro de la familia. En 15, los agresores eran padres, padrastros y abuelos.
Cifras del Centro Ecuatoriano para la Promoción y Acción de la Mujer (Cepam) muestran un panorama similar. Durante los tres años (2004-2007) que duró el proyecto Fortalecimiento de los Derechos Humanos de las Mujeres —para brindar servicios de atención legal, psicológica y social a las víctimas— se registraron 196 casos de delitos sexuales: 6 de cada 10 fueron incesto.
Los números conocidos son escandalosos pero los ocultos son peores. Rossana Viteri —de Plan Internacional— explica que el incesto no se denuncia: “Con la idea de que los trapos sucios se lavan en casa y lo que pasa en la familia se queda dentro de la familia se callan la gran mayoría de estos casos”.
Cuando una niña es abusada sexualmente por un familiar, dice la psicóloga Gabriela Aguilar, lo primero que ocurre es que se viene abajo un esquema de seguridad: en su propia casa, donde debe sentirse protegida, ocurre lo contrario. Gabriela Aguilar, quien atiende a niñas víctimas de incesto, asegura que las circunstancias en las que se perpetra el crimen varían: el abuso se puede dar con o sin violencia física, con o sin la presencia de otro familiar.
“Lo que sí tienen en común es que la niña se da cuenta de que no le agradan esas caricias, porque invaden su cuerpo de una manera que no es normal y la hacen sentir rara”. El incesto, como los demás delitos sexuales contra niñas viene con la presión del abusador que exige silencio, y amenaza si es que ella decide hablar. Hay una relación de poder: el perpetrador es una figura de autoridad cercana en la que, supuestamente, debería poder confiar: un familiar. La víctima suele sentirse sucia, mala, culpable: busca explicaciones, y como los adultos más cercanos le piden que no diga nada o se desentienden, se pregunta ¿Por qué a mí? ¿Por qué pasó esto? Yo no hice nada, yo no dije nada. Sin respuestas, suele convencerse de que ella provocó la situación. El sentimiento de culpa y la falta de explicación a lo que les ocurrió altera la vida de las víctimas. Es común que sufran pesadillas y otros desórdenes del sueño. La depresión e intentos de suicidio son también síntomas comunes”.
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CAPÍTULO 5: LA ACTIVISTAAmparo Peñaherrera es la coordinadora de la Federación de Mujeres de Sucumbíos, donde funciona la Casa Amiga, un lugar que da apoyo legal y psicológico a mujeres víctimas de violencia. A este espacio han llegado niñas víctimas de incesto. Cuando llegan, dice Peñaherrera, las niñas ya han denunciado el crimen porque un profesor (o un familiar) se dio cuenta de la situación y la acompañó a la Fiscalía. “Hay que entender que estamos frente a una adolescente que ha sido víctima de un delito grave, que su vida ha quedado dividida en dos y que está siendo obligada a la maternidad. Entender que una adolescente aquí o en cualquier parte del mundo tendría que estar estudiando no cuidando un bebé que no deseó, que encima es su medio hermano”.
El que parece no entender es el Estado ecuatoriano: lugares con atención personalizada son escasos en el Ecuador. La Casa Amiga de Lago Agrio es parte de una red de casas de acogida privadas en el país que incluye tres más: una en Guayaquil, otra en El Coca y otra en Cuenca. Desde hace quince años Geraldine Guerra ha trabajado por los derechos de las mujeres y hoy es la coordinadora de la red. Dice que aunque cada casa tiene características particulares (unas pertenecen a organizaciones religiosas, otras a grupos feministas) en 2008 se aliaron y crearon un modelo de atención para atender a las mujeres víctimas de violencia de género, que incluye, entre otras cosas, parámetros como el mínimo personal que debería tener —una psicóloga, una trabajadora social, una abogada, una educadora y una coordinadora— para atender integralmente a la víctima. Su modelo de atención es el que hoy utiliza el Ministerio de Justicia, Derechos Humanos y Cultos.
Las cuatro casas —que tienen un convenio con el Estado para financiar parte de su personal— están enfocadas en mujeres víctimas de violencia y no deberían recibir niñas. “Pero ¿cómo les vamos a negar la entrada?”, dice Guerra y agrega que acogerlas requiere procesos administrativos y legales que son complejos y costosos. El Estado, continúa, no tiene un lugar adecuado para los casos de violencia sexual que ocurren en la familia, ni provee los servicios necesarios para proteger a las niñas. “Hay muy pocos sitios públicos para niñas y adolescentes porque resultan súper caros. Si una niña llega a los doce años, por ejemplo, mínimo se quedará seis más”.
El Estado no se hace cargo de las niñas que sufren la violencia más cruel de todas. En 2013, por decreto ejecutivo, se eliminó el Infa, la institución privada financiada con fondos estatales que durante cincuenta y siete años se dedicó exclusivamente a proteger a los niños. El gobierno de ese entonces entregó las funciones del Infa al Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES). Cuatro años después, en febrero de 2017, el mismo gobierno le quitó esas funciones al MIES y se las traspasó al Ministerio de Justicia, Derechos Humanos y Cultos, que además de administrar las cárceles del país debe “gestionar y proveer servicios de acogimiento familiar de niños y adolescentes, y otorgar los servicios especializados de protección especial para la restitución de derechos vulnerados de niños y adolescentes y sus familias”.
El Ministerio de Inclusión Económica y Social aún se encarga de las políticas relacionadas al desarrollo infantil, pero solo para niños de 0 a 3 años de edad a través de la Subsecretaría de Desarrollo Infantil Integral, una de las siete subsecretarías del Ministerio de Inclusión. El Ministerio no respondió qué servicios prestan en casos de violencia sexual que ocurren dentro de las familias.
Artículo completo: http://ser-nina.org/el-silencio-mas-grande-de-todos-los-del-ecuador/
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