Para celebrar mi soltería había decidido cortarme todo el cabello y atravesar el país conduciendo mi coche, no porque ser soltera fuera algo nuevo sino porque —según lo que había decidido— estaba bien. Mejor que bien, muchos solteros desearían vivir así: a lo grande, deambulando, libres.
Naturalmente, comencé a salir con alguien unas semanas antes de iniciar mi viaje. Entonces me acobardé y no me corté todo el cabello. Conduje, y cada vez que me enviaba un mensaje —cada vez que su dulce nombre iluminaba mi celular— mi sangre corría con placer, como si estuviera conectada al latido de un corazón a kilómetros de distancia.
Pasé por las montañas Rocosas y dormí al lado del Gran Lago Salado pero la parte del viaje que se quedó grabada en mi mente fue cuando llegué a Nevada, perdí el servicio celular al mediodía y no lo recuperé durante 24 horas. La señal se fue a media conversación con una amiga que se estaba divorciando. Me detuve para tomar una foto de la carretera que lucía iluminada por el sol y despejada hasta el infinito pero, en cuanto salí del auto, el aislamiento me asustó y regresé para pisar el acelerador.
Desde el principio, ese era el miedo que había esperado sentir. Sin recepción, nadie podía contactarme ni verme. ¿Y si mi auto quedaba atascado en el fango? ¿Si una serpiente me mordía cuando saliera a explorar?
Me obligué a caminar hasta una mina de ópalo abandonada. El cielo oscureció. Cayó lluvia helada y después granizo. Era un paisaje demasiado inhóspito para refugiarme ahí, así que regresé corriendo a mi auto.
En el campamento, una joven pareja me espantó porque eran las únicas personas que estaban por ahí. Habían amarrado a su perro, que ladraba, a una estaca y colgaron banderas desde la cajuela abierta de su todoterreno, pero ya estaban levantando todo… primero en silencio, y después con palabras fuertes y peleando.
Cerré la puerta y fingí que no los podía oír.
Sin embargo, podían verme tan claramente como yo a ellos, y cuando me miré en sus ojos, vi a una persona que no lo estaba pasando bien. Mi soledad eclipsó todo lo demás acerca de mí; incluso me faltaba la compañía de una serie de mensajes de texto que dijeran “estoy pensando en ti” para convencerme de lo contrario.
Me sentí visible, tan extraña e inquietante como una sirena en el desierto. Me sentí rara.
Era una sensación que me había perseguido todo el año, primero en un evento de orientación para los nuevos profesores en la universidad donde había comenzado a dar clases. “Conozcámonos”, dijo nuestro líder. “Díganles a todos cuáles son sus pasatiempos y cuéntenles sobre sus parejas”.
Me uní a las felicitaciones por el casamiento del profesor de negocios que había sucedido en el verano, mientras me preocupaba por lo que yo diría. En el ejercicio se expresó la diversidad sexual pero se ignoró la posibilidad de estar soltero.
“Soy soltera y me gustan los paseos largos en bicicleta”, declaré por fin, preguntándome si esos extraños me tenían lástima o si veían mi soltería como señal de algo desagradable o no solidario. Había considerado decir “felizmente soltera” pero sabía que el énfasis sonaría falso; no hay necesidad de enfatizar algo a menos que debas justificarte.
Después, cuando unos nuevos amigos quisieron invitarme a cenar pero se les olvidó seguir con los planes, me volví a sentir rara. Sospeché que se habían sentido incómodos por invitarme mientras los demás llevarían a sus parejas. Yo fui la única soltera en un grupo de once personas de una cena a la que sí asistí.
Una conocida que se postuló para un cargo local dijo que le preocupaba que su soltería la proyectara como alguien poco confiable ante los ojos de los electores, y pude entenderla. Hay algo extraño en la soltería, en el sentido literal y también en el hecho de que implica una amenaza a las convenciones con las que la mayoría de las personas organizan sus vidas.
Antes de que se cortara la llamada con mi amiga recién separada estuvimos hablando de la vergüenza.
“Estoy muy vieja para ser soltera y muy joven para ser divorciada”, dijo. “¿Qué pensará la gente?”. Su esposo había sido abusivo y sabía que estaría mejor sin él, pero aún así temía que algo estuviera mal con ella por no haber hecho que funcionara la relación.
La vergüenza de haber “fracasado” en un matrimonio no es distinta del “fracaso” de ser soltero, si consideramos que felicitar a los recién casados es la señal del logro de un objetivo universal.
La mía era una vergüenza que había comenzado a explorar recientemente. ¿Qué tanto de ese sentimiento venía de mi propio deseo de estar con alguien y cuánto de la idea de que, al no hacerlo, estaba confundiendo a mi familia y mis amigos? ¿Qué tanto venía de la sospecha de que, cuando mis colegas me preguntaban si mi nuevo apartamento tenía el espacio suficiente, en realidad querían saber si vivía sola pero esa opción les parecía demasiado trágica como para decirla?
Después de todo, la vergüenza es dolor con algo más: nos muestra más sobre las comunidades donde vivimos y las historias que contamos de nosotros mismos. Lo que revelaba mi propia vergüenza era un deseo de conformarse. Y cuando percibí la soltería como algo afín a la extrañeza, me sentí agradecida con el recordatorio de la comunidad LGBT acerca de que la convención no debe dictar cómo se definen las relaciones. Lo opuesto de la vergüenza, desde luego, es el orgullo.
“Cuando era joven y estaba saliendo del clóset, fue como si aceptara vivir una vida marginal y demente”, me dijo una vez una mujer lesbiana de alrededor de 50 años. Ahora está casada y rara vez se siente extraña. Su sexualidad no ha cambiado pero su vida se ha apegado a la convención.
La historia y el presente de la marginalización de las personas homosexuales son mucho más graves, pero los pasos que han dado hacia el reconocimiento de sus vidas son, proporcionalmente, igual de grandes. Mientras tanto, independientemente de su sexualidad, la gente soltera recibe un trato de ligera exclusión y un desconcierto que resulta anticuado.
Quizá esto se debe a que, a diferencia de las categorías de identidad que abarca el término homosexual, la soltería puede elegirse o rechazarse. Como resultado, y especialmente si eres una mujer blanca sin hijos de más de 30 años, como yo, la soltería es un estado del que la gente supone que quieres escapar. Durante años, sin reflexionar, supuse lo mismo acerca de mi caso.
¿Y cómo no, si incluso la Corte Suprema de Estados Unidos declaró, en una decisión que calificó de inconstitucionales todas las prohibiciones de las uniones de parejas del mismo sexo, que no estar casado era igual a “estar condenado a vivir en soledad”? La tragedia generalmente vinculada a la soltería es así de grave.
Pero si hubiera querido estar con alguien tanto como me habían hecho creer que debía hacerlo, estoy segura de que habría salido con personas de manera más intensiva y habría hecho compromisos mayores. Los extraños pueden referirse a mí como “aún” soltera, como si sufriera de una enfermedad persistente, pero una parte de mí debe amar la vida que tengo.
Decirles a quienes no se han casado que están “solos” es pretender que el matrimonio implica compañía, no solo un conjunto de privilegios históricamente reservados a las parejas de mucho tiempo. Pero cuanto más he sido soltera, más me he dedicado a la compañía en forma de amistades cercanas que enriquecen mi vida. Prosperar como soltero no desafía las convenciones del género ni la sexualidad, pero sí rebate la noción de que las relaciones románticas deben tener prioridad por encima de otro tipo de relaciones.
Tengo una amiga que ha estado casada durante mucho tiempo y solía cuestionar por qué vivía sola hasta que nos dimos cuenta de que era injusto hacerlo sin cuestionar por qué ella vivía con una pareja. Otra amiga me recuerda que reivindicar la soltería de la manera en que las personas homosexuales alguna vez reivindicaron su orientación es una manera de adquirir poder.
Aun cuando hacerlo sea un intento de consolarte, mientras estás asustado y solo, en un desierto sin fin, bajo una granizada repentina, atrapado en la burbuja de tu auto.
O más tarde, cuando debes volver a aprender —como lo hice yo al final de la relación que tenía— que adueñarse de la soltería no solo significa contemplar la incomodidad de los demás; también significa enfrentar el miedo y la lástima que hay en ti.
Primer paso: sal del auto.
Había dejado de granizar. La pareja ya se había ido. Había una fuente termal en la que podía calentarme y un baño donde constantemente corría agua en dos regaderas termales.
Adentro, descubrí que podía cerrar la puerta con seguro. El enorme espacio era solo para mí, pero cuando me quité el traje de baño y busqué mi reflejo en el espejo del muro, vi chancletas abandonadas, libros de bolsillo húmedos y botellas de champú… los rastros de otras vidas. Había nombres y mensajes grabados en la madera mojada. Alguien había pintado un corazón en la pared, o quizá solo era un frijol enorme.
Sería una mentira decir que no anhelaba el calor de otro cuerpo en ese espacio. No obstante, contrario a lo que la Corte Suprema pueda sugerir, la compañía no siempre mitiga la soledad. La soledad se disipa cuando encuentras comodidad y placer en tu propia compañía.
Para eso, sugiero una ducha larga y relajante en un lugar misterioso y hermoso.
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