Por Julie Bindel, Tribuna Feminista
La primera vez que oí la insultante expresión “putofobia” -que viene a ser estigmatización y odio a las mujeres prostituidas- fue en 2005, en una conferencia a la que acudí para hablar sobre las violencias infligidas a las mujeres en la industria del sexo. En el transcurso del turno de palabra, una joven feminista me dijo que mi “putofobia” era un grave problema. “Las feministas de la segunda ola odiáis a las trabajadoras sexuales”, me dijo. “Vuestra política ya está superada”.
La acusación de “putofobia” se utiliza cada vez más con fines disuasorios y para acallar cualquier crítica a la industria del sexo. Es un punto de vista sobre la prostitución que está avalado por las normas que rigen los “espacios seguros” universitarios, en las que el alumnado trata a menudo de clasificar la prostitución como identidad sexual en lugar de algo que se hace a las mujeres más pobres y privadas de derechos del planeta, con la excepción de unas pocas, del tipo “prostituta feliz”, muy conocidas y mediáticas.
La prostitución no es sexualidad. Hay una clara diferencia entre orientación, identidad sexual y prostitución (una forma de violencia ejercida por los hombres). Las feministas radicales reconocemos esa diferencia, pero para las de la tercera ola todo forma parte de un gran crisol, a menudo llamado “queer”.
Pensar que yo o cualquier otra feminista que critique la industria del sexo sufrimos una “aprensión irracional” hacia las mujeres prostituidas es algo que me deja atónita. Esa utilización retorcida -como si fuera una condecoración- de la palabra “puta” para designar a una mujer prostituida, no es ni más ni menos que grotesca. Son los hombres quienes determinan quién es “puta” y las mujeres no podemos reivindicar una palabra que desde su origen nunca fue nuestra.
Las sobrevivientes de la prostitución me la han descrito una y otra vez como una violación de pago. Los hombres que pagan por sexo compran subordinación sexual. Si el “consentimiento” tiene que ser comprado, no es consentimiento. Conocí centenares de mujeres sobrevivientes y ninguna de ellas se libró de graves formas de violencia, de abusos y de trato degradante en su paso por la prostitución. También llevo entrevistados a montones de puteros y todos muestran actitudes de desprecio hacia las mujeres. ¿Y por qué no? Para tratar a una mujer como una mercancía, primero hay que deshumanizarla.
¿Cuándo empezaron las feministas a apoyar esas estructuras y esas prácticas que son indisolublemente causa y consecuencia de la opresión de las mujeres? Las más jóvenes, las feministas de la tercera ola, se muestran hoy en día más propensas a sentirse ofendidas por las abolicionistas que luchamos por acabar con la industria del sexo que con el proxenetismo y la compra de sexo. Montones de intelectuales que se autodefinirían progresistas insisten en que el “trabajo sexual” es empoderante y pura y simple elección personal.
Mientras que las feministas radicales entendemos que las mujeres somos una clase y nos empeñamos en desmantelar la opresión estructural ejercida por la supremacía masculina, las feministas de la tercera ola o “liberales” ven a las mujeres como entidades sin conexión con elecciones puramente individuales. Las liberales tienden también a centrarse en las opciones disponibles que tenemos las mujeres en lugar de hacerlo en las que nos son negadas. Es un sofisticado argumento político carente de sofisticación y política. Sin embargo -qué curioso-, lo acepten o no, los hombres sí que están capacitados para hacer causa común: pocas cosas unen tanto a los hombres como la violencia que ejercen contra las mujeres.
Tampoco es de extrañar que las feministas que se forman políticamente en la universidad se empapen de esa cultura política neoliberal de la “elección”. Existe una hostilidad declarada entre universitarias pro-prostitución y quienes se desvían de la línea pro-prostitución. Esas personas con titulación universitaria que defienden el comercio sexual no son seres inofensivos que viven en sus torres de marfil y publican cosas que nadie lee. Son, al contrario, activistas influyentes que utilizan su posición y sus credenciales académicas para influir en las políticas sociales en materia de prostitución desde su calidad de integrantes de organismos de investigación nacionales e internacionales. Es muy preocupante que las investigaciones sobre la industria sexual centradas en la ideología -y no en pruebas empíricas académicamente sólidas- acaben por influenciar el discurso con consecuencias perniciosas para las mujeres y las niñas pero favorables, en cambio, para quienes se benefician de ese sistema de violencia.
He dedicado estos dos últimos años a investigar la industria del sexo a nivel mundial para mi próximo libro y he viajado alrededor del mundo, entrevistando a casi 250 personas, entre las que se cuentan sobrevivientes de la prostitución, activistas pro “derechos de los trabajadores y las trabajadoras sexuales”, proxenetas, compradores de sexo y mujeres y hombres que lo venden. El movimiento abolicionista liderado por sobrevivientes va en aumento y ya son varios los países que recogen legislativamente sus reivindicaciones, penalizando a quienes crean la demanda de prostitución en lugar de penalizar a las que se encuentran atrapadas en ella.
Traducido por Berta O.G.
Fuente: http://www.tribunafeminista.org/2017/04/feminismo-y-putofobia/
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