Feminismo radical
Mónica Baró Sánchez
Rebelión
Sobre la concepción radical del feminismo y la tolerancia de la sociedad ante las violencias machistas. |
Nada justifica la violencia contra mujeres y niñas. No la justifica la embriaguez, ni el estrés, ni el miedo a perder, ni un escote, ni un vestido corto, ni el dolor, ni las inseguridades. Tan pronto comenzamos a encontrar justificaciones para la violencia, comenzamos también a naturalizarla. Expresiones como: “es que él tuvo un mal día”, “es que tiene muchas frustraciones”, “es que ese es su carácter”, “es que lo provocaste”, entre tantas otras con las que en ocasiones se intenta trivializar una agresión física o verbal, no son ni tan inofensivas como parecen en la cotidianidad, ni tan conciliadoras. Son expresiones que, muy discretamente, contribuyen a reforzar las desigualdades entre géneros, en la medida en que legitiman la idea de la superioridad del hombre con respecto a la mujer e incentivan la tolerancia al maltrato físico y psicológico. Sí es necesario ser radicales ante las distintas manifestaciones de la violencia.
Y eso no significa que las mujeres debamos devolver las ofensas y los golpes, mucho menos que debamos ofender y golpear primero; porque estaríamos invirtiendo los roles y no superaríamos la dinámica de la dominación. Ser radicales significa no tolerar, no justificar. Así de sencillo. ¿Por qué una mujer violentada debería comprender y perdonar a su agresor, olvidar o superar lo que pasó, “poner de su parte”, no tomárselo personal, aceptar el mundo como es, asumir que “el hombre es hombre”, preguntarse qué hizo mal, sentirse culpable?
Podemos tolerar las imperfecciones o el sol de agosto, pero no lo que atenta contra la dignidad y el bienestar de un ser humano. No se trata de confrontar fuerzas. No se trata de venganzas. No se trata de enfrentar el odio que destruye con un odio superior. No se trata de resentimientos. No se trata ni de fobia al falo, ni de envidia al falo. Se trata de ir creando una cultura de paz entre géneros, donde unas y otros, sin dejar de reconocer lo que nos diferencia, podamos ejercer nuestras libertades en igualdad de condiciones. Pero la tolerancia a la violencia, lejos de promover una cultura de paz entre géneros, lo que promueve es una cultura de sumisión de la mujer al hombre violento.
Una cultura de sumisión que niega y desvirtúa algo tan básico como el derecho de una persona violentada a defender su vida y que, además, trae consigo un mal peor: la impunidad. Y la paz no se sustenta sobre la prevalencia de la impunidad sino de la justicia. No dependerá de la capacidad que desarrollen las mujeres para someter sus cuerpos y destinos a la voluntad de los hombres.
Dependerá de que aprendamos a concebirnos y relacionarnos como personas libres. “El problema no es que haya unos asesinos que matan, sino que hay las condiciones que permiten que haya asesinos que maten”, advierte la investigadora mexicana Marcela Lagarde, en una entrevista concedida a la agencia Adital en 2010. Porque las muertes provocadas por la violencia de género no son muertes casuales ni impredecibles. Son muertes que revelan la discriminación que, desde hace siglos, enfrentan las mujeres de distintas partes del mundo.
A pesar de las múltiples conquistas del movimiento feminista internacional, en 2013 la Organización Mundial de la Salud publicó un informe donde consideró la violencia contra la mujer como un problema de salud de proporciones epidémicas, que afecta a más de un tercio de la población femenina del mundo. Y en América Latina y el Caribe, de acuerdo con estadísticas difundidas en 2016 por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, mueren cada día al menos doce mujeres por el hecho de ser mujeres.
Sin embargo, si bien el feminicidio constituye la expresión más extrema de la violencia contra la mujer, si no comprendemos que tan grave como el asesinato es el golpe y que tan grave como el golpe es el insulto y que tan grave como el insulto es todo lo que inferioriza, nunca cambiaremos las condiciones que, como explicara Lagarde, permiten que ocurran los feminicidios. La cosmovisión que subyace en la golpiza de un hombre a una mujer es la misma que subyace en el acoso sexual a mujeres en espacios públicos: la mujer no es una persona sino un objeto del que adueñarse para obtener satisfacción.
En cada contexto prevalece la misma mirada discriminadora. Además, casi siempre el hombre que llega al punto de asesinar a una mujer con la que mantiene o mantuvo algún tipo de relación afectiva es porque antes la golpeó, la violó, la humilló o la amenazó, sin que sus acciones recibieran una condena social o jurídica lo suficientemente efectiva como para impedir que continuaran los abusos. Cuando la muerte, sea de una víctima o de su victimario (en la minoría de los casos), se convierte en el límite de la violencia contra mujeres y niñas –no las instituciones estatales, no las autoridades, no las leyes, no los líderes políticos, no los medios de prensa, no las organizaciones sociales- es porque el sistema que organiza un país está fallando en su misión de salvaguardar las vidas.
A las mujeres víctimas de violencia de género no las matan solo sus victimarios. No las matan solo el miedo, la pérdida de autoestima, el silencio, el desamparo. Las matan también la tolerancia y la indiferencia de la sociedad ante la violencia que sufren constantemente. Aunque ocurra primordialmente en espacios privados, en la intimidad de las familias y parejas, la violencia contra mujeres y niñas no es una problemática personal de quienes la padecen. Es una problemática social, que requiere la organización de una estructura con la que se pueda enfrentar la violencia tanto individual como socialmente. Todos debemos ser responsables de preservar la vida de cada víctima y contribuir a que se imparta justicia.
El sistema patriarcal sin dudas constituye una cultura muy compleja, cuyos sentidos se encuentran entretejidos con el resto de los sentidos que conforman la identidad cultural de una nación. Y todas las personas, tanto mujeres como hombres, reproducimos el patriarcado una que otra vez. (Aunque ciertamente hay quienes se esmeran reproduciéndolo.) Sin embargo, el hecho de que sea parte de nuestra identidad cultural no significa que debamos resignarnos a su presencia; que debamos, por ejemplo, resolver el acoso sexual a mujeres con un displicente “así somos los cubanos”. La esclavización de afrodescendientes durante muchos años fue parte de la identidad cultural de Cuba -al igual que de tantos otros países de América, del Caribe, de Europa. Así éramos los habitantes de esta Isla: esclavistas o esclavos, descendientes de esclavistas o esclavos, violadores de esclavas o esclavas violadas, cazadores de esclavos o cimarrones, aspirantes a esclavistas. Afortunadamente, hubo movimientos abolicionistas e independistas a los cuales la esclavitud le pareció una abominable manera de ser cubanos y creyeron que la libertad era la manera correcta, digna, de ser cubanos.
“La masculinidad violenta se aprende, no nace”, precisa la investigadora cubana Clotilde Proveyer, en una entrevista que concediera en 2008 al Servicio de Noticias de la Mujer de Latinoamérica y Caribe. En otras palabras: ninguna persona nace con los paradigmas de lo que es lo masculino y lo femenino incorporados en su código genético. Esos paradigmas se incorporan progresivamente en la experiencia vital. La violencia no es una cualidad inalienable de los hombres, como mismo la sumisión no es una cualidad inalienable de las mujeres. Resulta bastante raro encontrar prejuicios en un niño, sea hacia el color de la piel, la manera de vestir o el género de alguien. Un niño no suele sentir conflictos, por ejemplo, ante una pareja homosexual. Y no porque no entienda que conforman una pareja distinta a la mayoría de las parejas sino porque no se siente amenazado por lo distinto.
Lo que le importa es la calidad del afecto que recibe. Valora a cada persona por sus actos y por la manera en que le trata. Las personas aprenden a ser violentas en los distintos espacios de socialización de los que van formando parte en el transcurso de la vida -la familia, la escuela, la comunidad, el centro de trabajo, las organizaciones políticas- y en el consumo de productos culturales y mediáticos que reproducen el paradigma de la desigualdad. Aprenden que la mujer es quien cuida de los hijos y el hombre es quien provee el sustento económico de la familia, no necesariamente porque sea lo mejor para la familia sino porque se entiende que esa distribución de roles es lo que hace hombre al hombre y mujer a la mujer. Aprenden a ser violentadas una y otra vez. No obstante, también hemos aprendido que las mujeres pueden usar pantalones, montar bicicleta, defender sus opiniones políticas, pilotear un avión o presidir un país y continuar siendo mujeres.
Que los hombres pueden vestirse con una camisa rosada, sacarse las cejas, arreglarse las uñas, ocuparse de los quehaceres domésticos, tejer las trenzas de sus hijas o llorar con una película y continuar siendo hombres. Entonces, si hemos conseguido aprender y, sobre todo, cambiar tanto, es porque podemos superar el patriarcado y encontrar maneras dignas de ser y relacionarnos. De eso –no de monstruos que salen con luna llena- es de lo que se trata el feminismo. Si las mujeres y hombres feministas son intolerantes ante la violencia que provoca dolor y muerte, es porque son radicales en el respeto hacia la vida.
(Sobre la Autora: La Habana, 1988. Periodista y educadora popular. Ha trabajado en la redacción internacional de la revista Bohemia y en el Instituto de Filosofía de Cuba. Actualmente, trabaja en la revista digital Periodismo de Barrio).
Y eso no significa que las mujeres debamos devolver las ofensas y los golpes, mucho menos que debamos ofender y golpear primero; porque estaríamos invirtiendo los roles y no superaríamos la dinámica de la dominación. Ser radicales significa no tolerar, no justificar. Así de sencillo. ¿Por qué una mujer violentada debería comprender y perdonar a su agresor, olvidar o superar lo que pasó, “poner de su parte”, no tomárselo personal, aceptar el mundo como es, asumir que “el hombre es hombre”, preguntarse qué hizo mal, sentirse culpable?
Podemos tolerar las imperfecciones o el sol de agosto, pero no lo que atenta contra la dignidad y el bienestar de un ser humano. No se trata de confrontar fuerzas. No se trata de venganzas. No se trata de enfrentar el odio que destruye con un odio superior. No se trata de resentimientos. No se trata ni de fobia al falo, ni de envidia al falo. Se trata de ir creando una cultura de paz entre géneros, donde unas y otros, sin dejar de reconocer lo que nos diferencia, podamos ejercer nuestras libertades en igualdad de condiciones. Pero la tolerancia a la violencia, lejos de promover una cultura de paz entre géneros, lo que promueve es una cultura de sumisión de la mujer al hombre violento.
Una cultura de sumisión que niega y desvirtúa algo tan básico como el derecho de una persona violentada a defender su vida y que, además, trae consigo un mal peor: la impunidad. Y la paz no se sustenta sobre la prevalencia de la impunidad sino de la justicia. No dependerá de la capacidad que desarrollen las mujeres para someter sus cuerpos y destinos a la voluntad de los hombres.
Dependerá de que aprendamos a concebirnos y relacionarnos como personas libres. “El problema no es que haya unos asesinos que matan, sino que hay las condiciones que permiten que haya asesinos que maten”, advierte la investigadora mexicana Marcela Lagarde, en una entrevista concedida a la agencia Adital en 2010. Porque las muertes provocadas por la violencia de género no son muertes casuales ni impredecibles. Son muertes que revelan la discriminación que, desde hace siglos, enfrentan las mujeres de distintas partes del mundo.
A pesar de las múltiples conquistas del movimiento feminista internacional, en 2013 la Organización Mundial de la Salud publicó un informe donde consideró la violencia contra la mujer como un problema de salud de proporciones epidémicas, que afecta a más de un tercio de la población femenina del mundo. Y en América Latina y el Caribe, de acuerdo con estadísticas difundidas en 2016 por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, mueren cada día al menos doce mujeres por el hecho de ser mujeres.
Sin embargo, si bien el feminicidio constituye la expresión más extrema de la violencia contra la mujer, si no comprendemos que tan grave como el asesinato es el golpe y que tan grave como el golpe es el insulto y que tan grave como el insulto es todo lo que inferioriza, nunca cambiaremos las condiciones que, como explicara Lagarde, permiten que ocurran los feminicidios. La cosmovisión que subyace en la golpiza de un hombre a una mujer es la misma que subyace en el acoso sexual a mujeres en espacios públicos: la mujer no es una persona sino un objeto del que adueñarse para obtener satisfacción.
En cada contexto prevalece la misma mirada discriminadora. Además, casi siempre el hombre que llega al punto de asesinar a una mujer con la que mantiene o mantuvo algún tipo de relación afectiva es porque antes la golpeó, la violó, la humilló o la amenazó, sin que sus acciones recibieran una condena social o jurídica lo suficientemente efectiva como para impedir que continuaran los abusos. Cuando la muerte, sea de una víctima o de su victimario (en la minoría de los casos), se convierte en el límite de la violencia contra mujeres y niñas –no las instituciones estatales, no las autoridades, no las leyes, no los líderes políticos, no los medios de prensa, no las organizaciones sociales- es porque el sistema que organiza un país está fallando en su misión de salvaguardar las vidas.
A las mujeres víctimas de violencia de género no las matan solo sus victimarios. No las matan solo el miedo, la pérdida de autoestima, el silencio, el desamparo. Las matan también la tolerancia y la indiferencia de la sociedad ante la violencia que sufren constantemente. Aunque ocurra primordialmente en espacios privados, en la intimidad de las familias y parejas, la violencia contra mujeres y niñas no es una problemática personal de quienes la padecen. Es una problemática social, que requiere la organización de una estructura con la que se pueda enfrentar la violencia tanto individual como socialmente. Todos debemos ser responsables de preservar la vida de cada víctima y contribuir a que se imparta justicia.
El sistema patriarcal sin dudas constituye una cultura muy compleja, cuyos sentidos se encuentran entretejidos con el resto de los sentidos que conforman la identidad cultural de una nación. Y todas las personas, tanto mujeres como hombres, reproducimos el patriarcado una que otra vez. (Aunque ciertamente hay quienes se esmeran reproduciéndolo.) Sin embargo, el hecho de que sea parte de nuestra identidad cultural no significa que debamos resignarnos a su presencia; que debamos, por ejemplo, resolver el acoso sexual a mujeres con un displicente “así somos los cubanos”. La esclavización de afrodescendientes durante muchos años fue parte de la identidad cultural de Cuba -al igual que de tantos otros países de América, del Caribe, de Europa. Así éramos los habitantes de esta Isla: esclavistas o esclavos, descendientes de esclavistas o esclavos, violadores de esclavas o esclavas violadas, cazadores de esclavos o cimarrones, aspirantes a esclavistas. Afortunadamente, hubo movimientos abolicionistas e independistas a los cuales la esclavitud le pareció una abominable manera de ser cubanos y creyeron que la libertad era la manera correcta, digna, de ser cubanos.
“La masculinidad violenta se aprende, no nace”, precisa la investigadora cubana Clotilde Proveyer, en una entrevista que concediera en 2008 al Servicio de Noticias de la Mujer de Latinoamérica y Caribe. En otras palabras: ninguna persona nace con los paradigmas de lo que es lo masculino y lo femenino incorporados en su código genético. Esos paradigmas se incorporan progresivamente en la experiencia vital. La violencia no es una cualidad inalienable de los hombres, como mismo la sumisión no es una cualidad inalienable de las mujeres. Resulta bastante raro encontrar prejuicios en un niño, sea hacia el color de la piel, la manera de vestir o el género de alguien. Un niño no suele sentir conflictos, por ejemplo, ante una pareja homosexual. Y no porque no entienda que conforman una pareja distinta a la mayoría de las parejas sino porque no se siente amenazado por lo distinto.
Lo que le importa es la calidad del afecto que recibe. Valora a cada persona por sus actos y por la manera en que le trata. Las personas aprenden a ser violentas en los distintos espacios de socialización de los que van formando parte en el transcurso de la vida -la familia, la escuela, la comunidad, el centro de trabajo, las organizaciones políticas- y en el consumo de productos culturales y mediáticos que reproducen el paradigma de la desigualdad. Aprenden que la mujer es quien cuida de los hijos y el hombre es quien provee el sustento económico de la familia, no necesariamente porque sea lo mejor para la familia sino porque se entiende que esa distribución de roles es lo que hace hombre al hombre y mujer a la mujer. Aprenden a ser violentadas una y otra vez. No obstante, también hemos aprendido que las mujeres pueden usar pantalones, montar bicicleta, defender sus opiniones políticas, pilotear un avión o presidir un país y continuar siendo mujeres.
Que los hombres pueden vestirse con una camisa rosada, sacarse las cejas, arreglarse las uñas, ocuparse de los quehaceres domésticos, tejer las trenzas de sus hijas o llorar con una película y continuar siendo hombres. Entonces, si hemos conseguido aprender y, sobre todo, cambiar tanto, es porque podemos superar el patriarcado y encontrar maneras dignas de ser y relacionarnos. De eso –no de monstruos que salen con luna llena- es de lo que se trata el feminismo. Si las mujeres y hombres feministas son intolerantes ante la violencia que provoca dolor y muerte, es porque son radicales en el respeto hacia la vida.
(Sobre la Autora: La Habana, 1988. Periodista y educadora popular. Ha trabajado en la redacción internacional de la revista Bohemia y en el Instituto de Filosofía de Cuba. Actualmente, trabaja en la revista digital Periodismo de Barrio).
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