Siendo pequeña tenía en claro que no me interesaba entrar a la universidad: a mí, cumplir requisitos tan estrictos me sublevaba.
Por Mabel Bellucci.
Mucho antes de declararse públicamente lesbiana en 1991, chez Mirtha Legrand, en sus años jóvenes Ilse Fuskova ya era una mujer libre y muy creativa que, dejando atrás su trabajo de azafata, se lanzó como periodista todoterreno, se relacionó con gente de las artes y la cultura, abriéndose también un espacio relevante como fotógrafa. En esta entrevista revela con gracia y frescura antecedentes poco conocidos.
Hacia 1947, siendo una adolescente, ingresé como azafata a Scandinavian Airlines. Fue de pura casualidad. Mi familia recibía el diario Herald y allí apareció el aviso de la convocatoria. ¡Cuánta coincidencia! También en 1978 leí en la contratapa del mismo diario un pequeño recuadro que promocionaba la revista Persona, una de las primeras publicaciones feministas de los años ‘70 en Buenos Aires y abajo un número de teléfono de la adalid del Movimiento de Liberación Feminista (MLF), María Elena Oddone. Ese llamado representó el comienzo de mi vida de activista, sin marcha atrás.
Pero volvamos a los inicios. En aquellos tiempos surgía la aviación comercial y se volaba en aviones de hélice. Para ir a Europa desde Buenos Aires, se hacía una escala en Recife, después otra en Dakar hasta llegar a Lisboa. En nuestro país aún eran escasos los vuelos internacionales. Al ser un trayecto tan largo, antes de cruzar el Atlántico, nos quedábamos primero una semana en Río de Janeiro o en Recife. A decir verdad, fueron dos años intensos repletos de anécdotas que todavía recuerdo, el fogueo de viajar sola, el tomar decisiones por fuera de mi familia y la posibilidad de conocer el mundo. En fin, sentirme libre si bien mis padres eran sumamente liberales en la educación que nos dieron tanto a mí como a mi hermano. Siempre nos estimularon a viajar.
Siendo pequeña tenía en claro que no me interesaba entrar a la universidad: a mí, cumplir requisitos tan estrictos me sublevaba. Apenas terminé la secundaria en el Lenguas Vivas, comencé a estudiar periodismo en el Instituto Grafotécnico de la Asociación Obra Cardenal Ferrari, en Maipú al 700. En cambio, mi madre creía que en un futuro haría carrera ascendente como secretaria bilingüe en una gran empresa. Pero eso nunca se me cruzó por la cabeza. Sin embargo, el azar hizo que me encontrara con el aviso del Herald. Igual le pasó a Claudina Marek cuando fui al programa de Mirtha Legrand. Ese día ella estaba engripada y se quedó en su casa mirando televisión. Así, pudo escuchar mi convocatoria a las lesbianas de sentirse orgullosas y dar la cara. Y por esa coincidencia del destino comenzó con ella una historia afectiva y política que duró más de dos décadas.

Rápidamente, lo fui a ver a Divito a la redacción, y él me propuso: “Véngase el lunes por la oficina. La espero con su uniforme de azafata”. Entonces le expresé mis ganas de escribir una columna con todo lo que venía experimentado como azafata al conocer otros modos de vida que reflejaban el estilo de una mujer moderna: autónoma, liberada de las obligaciones hogareñas y maternales. Divito había nombrado a Juan Ángel Cotta -hermano de Blanca, quien más tarde se convertiría en una reconocida cocinera-, un dibujante que estaba a la vanguardia de los humoristas argentinos de los años 40. Recuerdo haber compartido el staff con el sociólogo Gino Germani; la periodista Julia Constela; la actriz y escritora Graciela Lecube; el escritor Ernesto Sábato y su mujer, Matilde Kusminsky Richter, una joven que había abandonado la casa de sus padres para irse a vivir con él.
Al principio, mi columna no tenía título, la ilustraba mi foto con el uniforme de las aerolíneas y firmaba bajo el seudónimo Felka, nombre de una azafata húngara que trabajó conmigo y que me gustaba mucho. Al poco tiempo, me sentía tan a gusto en la revista que decidí renunciar a la aviación, que me provocaba bastante miedo y un tremendo cansancio. Al no tener más obligaciones, Cotta me dijo “Haga lo que quiera”, y con esa propuesta me otorgaron libertad de espacios y escribía dos o tres notas en el mismo número. Sin pensarlo mucho comencé a hacer críticas de películas, de muestras de arte y entrevistas. Chicas tenía un público cautivo y no solo era leída por mujeres sino también por gays.
Entre una cosa y la otra, yo salía desde la mañana de mi casa en Vicente López y volvía a la noche. Siempre le recordaba a mi padre la promesa que me había hecho de que cuando cumpliese 18, iba a tener un auto. Llegado el momento, me regalaron un autito alemán, y por supuesto que se me hizo mucho más fácil para ir desde la provincia hasta el centro.

Greco fue quien me presentó a mi ex marido, Eduardo Kornraid. Fue muy gracioso cómo lo conocí. Ese día yo había citado en el Florida Garden al galán de la época, Duilio Marzio, para hacerle una entrevista. En ese instante, me cruzo con Alberto. Él quería hablarme de Eduardo, pero yo estaba más concentrada en el reportaje que en el encuentro que ambos habían tramado. En el camino hacia la cafetería apareció Eduardo y no me di por enterada. Al rato, mientras charlaba con Marzio, descubrí que me vigilaban por la ventana para saber si ya había concluido. Finalmente Eduardo me acompañó hasta mi casa, y no paraba de hablar. Pensé para mis adentros: es insufrible. Enseguida nos pusimos de novios.
En cuanto a Greco, era un personaje muy excéntrico. Trabajaba en lo que podía. A veces enseñaba dibujo en casas particulares. También era vidente, pero por más capacidad especial que tuviese, esa actividad le resultaba cansadora. Me decía que después de una sesión terminaba molido, con mucho dolor de cabeza. Por ejemplo, Manucho Mujica Láinez lo invitaba a cenar con gente aristocrática y le pagaban muy bien. En 1950, Greco publicó Fiesta, su primer libro de poesía, en edición artesanal de 150 ejemplares, con la ayuda del dramaturgo Pablo Palant, quien más tarde tradujo El Segundo Sexo, de Simone de Beauvoir, obra fundamental del feminismo de los ‘60.
Por segunda vez, Greco me presentó a otro hombre importante en mi vida: el fotógrafo Horacio Cóppola. Enseguida empecé a estudiar con él y con su compañera, Grete Stern. Mi primera obra como fotógrafa fue retratar la vida diaria de la gente en la Isla Maciel.
En 1954 me casé con Eduardo y nos fuimos a vivir a un pequeño departamento que nos compró mi padre en el legendario Pasaje Seaver. En esos cien metros de adoquines desparejos, había casas bajas, departamentos, galpones, inquilinatos y faroles grandotes. Era un punto de reunión de grandes artistas plásticos, escritores e intelectuales. Además, había un cabaret con bailarinas travestis. Tenía una vecina que era muy bohemia y organizaba encuentros desopilantes. Por ejemplo, en su casa conocí a Jean-Louis Barrault -célebre actor, mimo y director francés- que junto a su compañera Madeleine Renaud actuaron en el Teatro Odeón. A Barrault lo retraté.

* Mabel Bellucci. Activista feminista queer. Integrante del Grupo de Estudios sobre Sexualidades (GES) en el Gino Germani-UBA y de la Cátedra Libre Virginia Bolten de la UNLPlata. Autora Historia de una desobediencia. Aborto y Feminismo. Capital Intelectual. 2014. Agradezco la lectura atenta y los comentarios de Ronnie Smeke.
Subido por M. Cecilia Méndez B.
http://damiselasenapuros.blogspot.com.ar/2016/05/ilse-fuskova-un-testimonio-de-alto-vuelo.html
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