Fuente: Pikara
Por María Villellas
Desde que en 1975 Susan Brwonmiller publicara ‘Contra nuestra voluntad’, libro que abrió el debate público sobre la violencia sexual contra las mujeres, y que en la década de los 90 este tipo de violencia en las guerras de los Balcanes y en el genocidio de Rwanda adquiriera notoriedad mediática, la violencia sexual en los conflictos armados ha dejado de ser un crimen invisible para recibir una mayor (aunque todavía muy insuficiente) atención por parte de activistas, académicas, clase política y periodistas.
- Un militar interroga a una joven esclava sexual del Imperio Japonés en 1945
La violencia sexual en el marco de las guerras no es un fenómeno contemporáneo que diera comienzo o creciera exponencialmente a partir de los conflictos del siglo XX y principios del XXI. Así, desde la leyenda del rapto de las sabinas en los orígenes de la Roma antigua, hasta las violaciones masivas de mujeres alemanas por parte del Ejército soviético –entre 100.000 y un millón de mujeres alemanas pudieron haber sido víctimas de esta violencia–, o el fenómeno de las ‘mujeres confort’, esclavas sexuales al servicio del Ejército japonés durante la Segunda Guerra Mundial, la historiografía está plagada de episodios de violencia sexual organizada en contextos bélicos.
Entre 80.000 y 200.000 mujeres, la inmensa mayoría coreanas fueron víctimas de la violencia sexual en los burdeles militares japoneses extendidos por toda Asia antes y durante la Segunda Guerra Mundial. Estos burdeles fueron establecidos para elevar la moral de las tropas y evitar que la violencia sexual se produjera de manera descontrolada en los territorios ocupados por el Ejército nipon tras la experiencia de la masacre de Nanking en 1937, durante la cual decenas de miles de mujeres fueron violadas a manos de las tropas. De manera más reciente, conflictos armados como los de RD Congo, Siria o Sudán han destacado también por el gravísimo impacto de esta violencia en los cuerpos y las vidas de miles de mujeres.
Si bien el fenómeno no es de reciente aparición, hay que reconocer que su visibilización sí lo es. La escala masiva de la violencia sexual durante las guerras de los Balcanes –entre 20.000 y 60.000 mujeres fueron violadas durante el conflicto de Bosnia– y el genocidio de Rwanda –entre 250.000 y 500.000 mujeres sufrieron violencia sexual– hizo que este asunto adquiriera una mayor notoriedad en el ámbito internacional. Las denuncias de las mujeres víctimas de esta violencia, la solidaridad del movimiento feminista internacional y la visibilidad mediática que tuvieron estos conflictos son algunos de los factores que explican que la comunidad internacional prestara una mayor atención a la violencia sexual en los conflictos armados a partir de entonces.
La violencia sexual es una de las manifestaciones más evidentes del papel que juega el patriarcado en los conflictos armados. Patriarcado y militarización van estrechamente de la mano, ya que a lo largo de la historia la violencia sexual contra las mujeres ha formado parte del repertorio de acciones y de comportamientos en el que se socializa a los soldados para llevar a cabo la guerra –aunque no todos los soldados cometan estos actos delictivos-.
Identidades en el Ejército
También representa una forma de humillar simbólicamente al enemigo, al agredir a las mujeres que son percibidas como posesiones masculinas, transmitiendo el mensaje de que no ha sido capaz de proteger a ‘sus’ mujeres. Además, la socialización tradicional en la cultura militar conlleva la creación de una ‘camaradería’ masculina que excluye otras identidades sexuales que no sean la masculina heterosexual. De hecho, algunas autoras hablan de cómo en estos procesos se crean identidades ‘hipermasculinas’ en las que se priman aspectos como la agresividad, la competitividad, la misoginia, la violencia y la dominación. En esta socialización militar un aspecto esencial es la construcción de estrechos vínculos de grupo para mantener la cohesión y la lealtad, y la presión del grupo en un contexto fuertemente patriarcal puede llevar a determinados individuos a cometer actos como violaciones. También es importante precisar que no son sólo militares los responsables de la violencia sexual en los conflictos armados, sino que detrás de muchas agresiones hay civiles que la cometen en el ámbito público o privado.
Autoras como Deniz Kaniyoti o Radikha Coomaraswamy han destacado el hecho de que en muchas culturas las mujeres son consideradas las depositarias de los valores y de las tradiciones de una determinada comunidad. En ocasiones las mujeres desempeñan funciones de representación simbólica de la nación (‘madre patria’) y roles como reproductoras biológicas de la nación, reproductoras de las fronteras de grupos étnicos o nacionales, transmisoras de la cultura y agentes de la reproducción ideológica, significadoras de las diferencias nacionales, y participantes de luchas nacionales, económicas y militares, por lo que atacándolas se busca no sólo destruir o dañar a la mujer individual sino también el sentido de pureza étnica de una comunidad dada construido en torno a la noción del honor de la mujer.
De la misma manera que con la violencia sexual que tiene lugar de manera cotidiana en contextos que no están afectados por conflictos armados, la violencia sexual en las guerras acarrea una importante dosis de estigmatización y culpabilización de las víctimas. Se responsabiliza de esta violencia a las víctimas, de no haber sido capaces de evitarla. Por ejemplo, como señala Yolanda Aguilar en referencia a la violencia sexual que tuvo lugar en el marco del conflicto armado en Guatemala, el discurso de la ‘mujer mala’ fue utilizado para legitimar las violaciones, con alusiones por parte de los victimarios al disfrute sexual de las mujeres, homologándose la seducción femenina con la violación masculina. Carlos Martín Beristain sostiene que mediante la culpabilización inducida de las víctimas se busca generar un mecanismo de control social, que permita justificar las atrocidades y mantener la impunidad de los responsables reales.
Crimen internacional
La mayor visibilidad de la violencia sexual a partir de los 90 tuvo un impacto directo en el ámbito jurídico. El Estatuto de Roma de 1998, que da lugar a la creación de la Corte Penal Internacional, supone un avance muy importante en el reconocimiento de la violencia sexual como un crimen internacional. La violencia sexual aparece específicamente recogida dentro de la categoría de crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra, y también se reconoce la posibilidad de que pueda constituir un crimen de genocidio. El reconocimiento de la violencia sexual que hace la Corte Penal Internacional es en parte resultado del trabajo llevado a cabo por los tribunales penales para la ex Yugoslavia y Rwanda, con importantes dictámenes como la conocida sentencia Akayesu, en la que se determinaba que la violación y la agresión sexual eran constitutivas de genocidio, ya que se habían cometido con la intención de destruir total o parcialmente a la población tutsi.
Con frecuencia se presupone que las víctimas no tendrán capacidad de respuesta frente a acontecimientos tan traumáticos como un hecho de violencia sexual. Así, se refuerza la idea de las mujeres como víctimas pasivas de los conflictos armados, dejando la agencia y la autonomía en manos masculinas. La narrativa tradicional de los conflictos armados ha construido la figura de la mujer desvalida que debe ser objeto de protección partiendo de concepciones infantilizadas del sujeto mujer, que en una estructura social y familiar patriarcal entregan sumisión e idolatría a cambio de protección. De acuerdo con esta visión, si esta protección falla, la mujer no es capaz de desarrollar una respuesta frente a las agresiones externas.
- La violencia sexual es una de las principales causas del desplazamiento forzado en la República Democrática del Congo
Las ideologías de género que se fortalecen y exacerban en los contextos de conflicto armado o de violencia política organizada llevan con frecuencia a ignorar o invisibilizar el punto de que frente a un hecho traumático las posibilidades de afrontamiento son muy diversas y no tienen por qué necesariamente adecuarse a los estereotipos que existen acerca de las respuestas habituales ante sucesos estresantes y traumáticos. Encontramos ejemplos de mujeres que hacen frente a esta violencia y desarrollan estrategias de afrontamiento y resistencia en lugares tan diferentes como los Balcanes, Colombia, Guatemala o RD Congo, donde algunas mujeres han transitado desde su posición como víctimas a otra de supervivientes, de sujetos políticos con capacidad de denuncia y transformación. Como recoge la Ruta Pacífica de las Mujeres de Colombia en su informe sobre el impacto del conflicto armado, “las mujeres tuvieron una gran capacidad de afrontar adversidades y sufrimientos inenarrables sobreponiéndose, rehaciéndose y empezando de nuevo después de las pérdidas”, en muchas ocasiones al participar en procesos colectivos de organización.
Además de reconocer el amplio abanico de experiencias que atraviesan las mujeres que sufren la violencia sexual en los conflictos armados, también es importante remarcar otros hechos, que son de importancia vital desde una perspectiva feminista que busca poner fin a las diferentes opresiones patriarcales que sufren las mujeres en el marco de la guerra. Aunque tener una idea aproximada de la magnitud de la violencia sexual en los conflictos contemporáneos es una tarea extremadamente compleja, diferentes investigaciones destacan que no en todos los conflictos armados se comete violencia sexual.
Dara Kay Cohen, Amelia Hoover Greeen y Elisabeth Jean Wood destacan que los niveles de violencia sexual varían enormemente en los diferentes conflictos y entre los distintos actores armados que participan en las guerras. Así pues, la violencia sexual no es una maldición bíblica ineludible en cualquier guerra. La violencia sexual como cualquier construcción social del patriarcado puede ser perseguida y castigada, pero también evitada y prevenida. Debería ser una prioridad política hacerle frente, tal y como las mujeres que le hacen frente exigen continuamente.
* María Villellas es investigadora en la Escola de Cultura de Pau de la Universitat Autònoma de Barcelona
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