Al mismo tiempo que la Ilustración reivindicaba las virtudes de castidad, dignidad y fidelidad de los varones, se exaltaban los valores de la institución familiar. Ello determinó una rigurosa caracterización figurativa de cada uno de los miembros de la misma según los papeles que desempeñaban. La positiva virilización de la figura del padre, que fue un fenómeno cada vez más acusado, constituye probablemente el ejemplo más claro de radical distinción de identidades y apariencias que conllevaba la diferencia de sexos.
A finales del siglo XVIII, J. B. Greuze (1725-1805), en El regreso del borracho (c. 1780, Portland, Art Museum), hizo una de las primeras críticas a la vida disipada del varón con objeto de defender las virtudes puritanas de la institución familiar.
En El hijo castigado (1778, París, Musée du Louvre) Greuze reconoció de manera expresa la autoridad del padre, en una reinterpretación moderna del antiguo tema bíblico del hijo pródigo, pero, como señala Friedlander, todavía "le falta convicción viril".
En Los últimos momentos de una esposa querida (1784, Cambrai, Musée Municipal) de P.-A. Wille (1748-1821), expuesto en el salón de 1785, se insiste de nuevo sobre el ennoblecimiento de la situación doméstica y familiar, al convertir un acontecimiento íntimo como la muerte en un acto trascendenta. Cada miembro de la familia, gracias a la enfática definición de su papel propio, adquiere prácticamente el rango de personaje histórico, de modo que su actuación queda universalizada.
Philippe Ariès ha demostrado que fue a finales del siglo XVIII cuando ser un buen padre alcanzó prestigio social, mientras que con anterioridad no se perdía nada si se era malo. Esa trasformación implicó la conversión de la célula familiar en un núcleo de afectos muy fuerte. En consecuencia, la influencia de la familia adquirió desde entonces, con independencia del régimen político o de las circunstancias económicas, una importancia extraordinaria, que se prolongaba durante toda la vida de las personas.
Las virtudes de la vida familiar se llegaron a convertir para las clases medias en un artículo de fe, que sustituyó a las variables relaciones sociales surgidas de los diversos procesos revolucionarios, aunque fueron precisamente los pensadores socialistas los que consideraron el matrimonio como una necesidad social y concibieron la familia como núcleo de regeneración.
Mediado el siglo XIX, la familia acabó siendo asumida por la sociedad burguesa como un pilar tan indispensable de la estructura social que se juzgó como virtualmente eterna. La autoridad del padre era considerada absolutamente necesaria para una vida familiar saludable. Por eso, algunos sociólogos —como Riehl, por ejemplo—, a los que les parecía que empezaba a socavarse, defendían la autoridad paterna como el primer elemento de la vida familiar, precedido incluso de "la devoción amorosa y reverente". Zeldin recuerda que en la familia, reflejo del orden divino, el padre era el delegado de Dios y su poder se aproximaba al poder divino. El rostro del padre era impenetrable y apenas se le osaba mirar.
Fuente: REYERO, Carlos: Apariencia e identidad masculina. De la ilustración al decadentismo, Cátedra, Madrid, 1999, p. 110-111.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario