Por Laura L. Ruiz
En España se registran cuatro denuncias diarias que junto a los asesinatos machistas son la punta del iceberg del patriarcado
Casi dos años han pasado de la sentencia contra La Manada. En ese tiempo, el juicio mediático a la víctima no ha parado, los intentos por justificar a los agresores tampoco y, lo que es peor, no ha parado de aparecer nuevas «manadas». De nuevo el lenguaje nos juega una mala pasada al permitirnos nombrar como los grupos de animales que se unen por el bien común al grupo de hombres que solo van juntos para hacer algo que posiblemente no harían solos. Especismo y machismo, de la mano. Y no, tampoco se trata de sexo. Se trata de control y sometimiento. De hecho, a diferencia de la imagen que tenemos del violador solitario escondido en un callejón oscuro, las agresiones múltiples responden más a las dinámicas de grupo que a los deseos sexuales individuales. Muchas teorías apuntan a que, como ocurre con otros comportamientos, un hombre solo nunca se atrevería (e incluso no desearía) hacer eso sin el amparo de los otros. Otros que pueden ser amigos, conocidos o bien otras referencias masculinas.
Por eso, podemos decir que en contra de lo que puede parecer a priori, la Manada «original» no eran solo cinco hombres. Eran muchos más. Estaban en la judicatura, en el periodismo, en los partidos políticos, en las Fuerzas de Seguridad del Estado… en toda la sociedad. Todos ampararon de una forma u otra la violación grupal. Lo verdaderamente «histórico» de la sentencia fue que el poder popular —las millones de mujeres que salieron (salimos) a la calle— lograron (logramos) que la ley se dejara de interpretar para y a favor de quien se ha redactado. La verdadera alegría no vino porque la pena de cárcel aumentara sobre los acusados —ya que las penas punitivas no logran evitar nuevos ataques y son un mal parche al problema—, sino porque momentáneamente las mujeres fuimos escuchadas. Se llamó «violación» a la violación (no abuso) y se reconoció el trato vejatorio hacia la víctima. Momentáneamente, ya que los meses posteriores se vieron salpicados de noticias donde aparecían otras «manadas». ¿Significaba esto que había habido un efecto llamada? ¿Que siempre hubo y ahora se visualizaba el problema real?
La verdadera alegría no vino porque la pena de cárcel aumentara sobre los acusados, sino porque las mujeres fuimos escuchadas
Independientemente de esta reflexión —obligatoria entre otros para los medios de comunicación—, debemos pensar qué hay antes de que suceda una situación tan brutal como una violación grupal. En España se registran cuatro denuncias diarias. Denuncias que junto a los asesinatos machistas son la punta del iceberg del patriarcado. La mayoría son cometidas en la vivienda de la víctima o alrededores y sí, muchos de los agresores son conocidos de la víctima. El mito de que solo «monstruos» las cometen hace tiempo que debería haber desaparecido. Se trata de hombres que antes de atacar a una mujer, niña o niño ya ha probado su poder y control. «Son hijos sanos del patriarcado», dicen las consignas en las manifestaciones. Son aquellos que hacen que la prostitución sea uno de los negocios más lucrativos del mundo. Los «puteros», de los que nadie habla y están a nuestro alrededor. Igual de cerca que el que incomoda a una mujer por la calle, habla de «ideología de género» o ridiculiza el lenguaje inclusivo. Y es que estamos en una sociedad que permite los micromachismos que hacen que muchas agresiones se normalicen a diario. Desde feminizar la precariedad laboral, hasta justificar la brecha salarial machista, pasando por quienes dudan de una víctima de acoso o incluso justifican la discriminación.
Fuente: CNT
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