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viernes, 13 de febrero de 2015

Un espíritu libre, Alexandra David-Néel (1868-1969)


Con tan sólo dos años, la pequeña y rebelde Alexandra ya mostró a su familia cual iba a ser su destino. Huir, alejarse de todo convencionalismo y buscar su destino más allá del horizonte. En aquella ocasión, no llegó a cruzar la verja de su casa, pero no sería la primera vez que Alexandra David-Néel decidiría dejarlo todo para buscar el sentido de su existencia. Fue cantante de ópera, vivió en una cueva, atravesó desiertos y montañas y entró en la ciudad prohibida de Lashma. Aquella muchacha nacida en una familia de la burguesía decimonónica, tuvo una vida longeva, superó los cien años, dedicada a la meditación, la filosofía y el estudio del budismo. 

Louise Eugénie Alexandrine Marie David nació el 24 de octubre de 1868 en París. Su padre pertenecía a la burguesía acomodada francesa y su madre, de origen escandinavo, era una ferviente católica. En un entorno acomodado pero también muy estricto, crecería la pequeña Alexandra que ya entonces empezaba a tener el impulso de atravesar las rejas de su casa sin la compañía de sus progenitores. En varias ocasiones se escaparía Alexandra poniendo en alerta a sus padres e implicando incluso a la policía. Cuando se perdía no se alegraba de que la hubieran encontrado, más bien todo lo contrario.

Alexandra creció leyendo a Julio Verne y soñando que algún día ella podría protagonizar alguna de aquellas increíbles aventuras. 



Cuando Alexandra tenía cinco años, sus padres se trasladaron a vivir a Bruselas donde volvería a repetir sus huidas. Con quince años ya había viajado por Holanda y había atravesado el canal de la Mancha y a los diecisiete viajó a Suiza con un manual de Epícteto como único equipaje. Como sucediera con su periplo inglés, su viaje suizo terminó cuando se le terminó el dinero y su madre la recogió en las cercanías del lago Maggiore. 

En 1886 parecía que empezaba a sentar la cabeza cuando ingresó en el Real Conservatorio de Bruselas donde se formó como cantante de ópera y llegó a ganar un premio por su talento. Años más tarde se fue a estudiar primero a Londres y después a la Sorbona de París. En aquel tiempo, Alexandra entró en contacto con el mundo de la gnosis y el esoterismo. También los movimientos anarquistas radicales de la capital francesa empezaron a llamar su atención. Tal fue su interés por el anarquismo que escribió un libro que ninguna editorial se atrevió a publicar. Con la ayuda de un amigo, consiguió hacer una autoedición y, a pesar de que no llegó a tener mucho éxito, terminaría siendo traducido a cinco idiomas y sería muy conocido en los círculos anarquistas de todo el mundo.

En 1891 Alexandra heredaba una importante suma de dinero de su abuela que invirtió en un nuevo viaje que cambiaría completamente su destino. En la India, además de quedar totalmente fascinada por los cantos y los principios de los tibetanos, estudió sánscrito y yoga y exprimió todo el dinero que tenía en aquel mundo que la atraparía para siempre. Pero cuando se quedó sin nada, Alexandra se vió obligada a volver a Bruselas.

Durante un tiempo se dedicó a la música realizando conciertos y giras como cantante de ópera. En uno de esos viajes, en 1900, Alexandra conocería al que se iba a convertir en su marido. Fue en Túnez, donde su vida se cruzó con la de un ingeniero de ferrocarriles llamado Philippe Néel, con quien se casaría cuatro años después. Es difícil imaginarse a Louise como una esposa de principios del siglo XX y por supuesto que nunca lo fue. A pesar de que su vida en Túnez le gustaba y viajaba constantemente sola y con su marido, quien le dejaba plena libertad, un día decidió volver a dejarlo todo.

Era el caluroso mes de agosto de 1911. Su amada India la estaba esperando. Tardaría más de una década en reencontrarse con su marido con quien, sin embargo, mantuvo una intensa relación epistolar. Su periplo vital la llevó a explorar los lugares más significativos del budismo. En 1912, tras encontrarse con un hombre llamado Sikkin al que consideró como su maestro, decidió recluirse cerca del monasterio de Lachen dentro de una cueva. Su excepcional encuentro con el Dalai Lama fue para Alexandra una experiencia única para aquella mujer que siguió explorando lugares como Katmandú o Benarés.

Convertida en una gran conocedora del budismo, llegó a experimentar situaciones sobrenaturales como la creación de un ser fantasmal, en 1914 fue ella la que fue identificada como maestra por un joven tibetano, Yongden, con quien pasó el resto de su vida. Yongden fue su más fiel siervo quien no sólo ayudaba a Alexandra en las tareas cotidianas sino que colaboraron en la traducción y el estudio de textos budistas. No en vano fue considerado su hijo adoptivo.

Tenía cincuenta y siete años cuando Alexandra iniciaba el gran reto de su vida. A través de una peligrosa y desconocida ruta, ataviada con un disfraz de peregrino y ocultando su rostro y sus manos con hollín, Alexandra, Yongden y unos pocos miembros de aquella extraña comitiva, alcanzaron la ciudad prohibida de Lhasa y atravesaron sus puertas. Alexandra era la primera mujer occidental que había entrado en la ciudad santa.

En Francia se conocían las aventuras de aquella mujer considerada una auténtica rara avis, gracias a sus escritos que se fueron publicando en distintas revistas francesas. Pero al llegar a París acompañada de Yongden, su fama fue tal que decidió retirarse a una casita de campo en la Provenza francesa, en Digne-les-Bains en donde pasaría temporadas escribiendo y meditando y a donde volvería de sus aún muchos viajes. Le quedaban muchos años de vida y no estaba dispuesta a anclarse en ningún lugar del mundo.


Incluso poco antes de morir, cuando ya había cumplido los cien años, renovaba su pasaporte. Pero su cuerpo dijo basta un 8 de septiembre de 1969, sin permitirle llegar a los ciento un años y seguir aprovechando el tiempo. Un tiempo que Alexandra David-Néel supo disfrutar a su manera, experimentando la vida, observándola y buscando siempre su esencia de la mano de la meditación y el budismo que le dieron el sentido verdadero de su existencia.


Por Sandra Ferrer

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