Tres historiadores franceses y un vasto equipo de especialistas rastrearon la cambiante percepción social sobre el papel del hombre a través de los tiempos
Por Luisa Corradini | LA NACION
Forjado por los mitos, las religiones y la política; transformado por las guerras, las ciencias y el feminismo, el concepto de virilidad ha constituido durante siglos el orgullo del hombre, al amalgamar los atributos que se han considerado distintivos del varón: fuerza, autoridad, proezas sexuales y dominación. Jaqueado por la vertiginosa evolución contemporánea, desde hace tiempo este concepto parece estar perdiendo terreno. Ese repliegue descorrió poco a poco el espeso telón que, a través de las épocas, permitió disimular una realidad inconfesable. ¿Y si a fin de cuentas la virilidad sólo hubiera sido una trampa a lo largo de la historia? El sociólogo Pierre Bourdieu (1930-2002) ya había señalado en La dominación masculina (1998): "La virilidad, entendida como capacidad reproductiva, sexual y social pero también como aptitud para el combate y el ejercicio de la violencia, es, ante todo, un peso".
En un trabajo apasionante, cuarenta especialistas reunidos para realizar una enciclopedia sobre el "hombre viril" invitan al lector a comprender la construcción y la deconstrucción de esa noción, desde la Antigua Grecia hasta nuestros días. La obra fue dirigida por los historiadores Alain Corbin, Jean-Jacques Courtine y Georges Vigarello, y publicada por Seuil. Después de leer sus tres tomos, que totalizan 1800 páginas, la sensación del lector es que el ideal del vir latino (origen de la palabra "virilidad", es decir, la cualidad de "verdadero hombre") termina francamente maltrecho.
Desde lo más recóndito de la historia, afirman los tres académicos, existe la representación de un "etos viril, hegemónico, basado en un ideal de fuerza física, firmeza moral, potencia sexual y dominación masculina". El proyecto de los responsables de esta historia cultural fue demostrar cómo, a partir de esa matriz, los modelos han variado a lo largo del tiempo, de acuerdo con los diversos contextos sociales. Los títulos de cada uno de los tres volúmenes que integran esta Historia de la virilidad corresponden a las etapas centrales que distinguen en esa evolución: el primero, Invención de la virilidad, abarca desde la Antigüedad hasta el Siglo de las Luces; el segundo,Triunfo de la virilidad, el siglo XIX, y el tercero, ¿Virilidad en crisis?, el siglo XX y lo que va del XXI.
Al comienzo fueron guerreros, héroes, patriarcas, seductores? En una palabra, todos "verdaderos" varones. Sin embargo, con el correr de los siglos, el hombre abandonó poco a poco ese lastre. ¿Para reemplazarlo por qué? Ésa es toda la cuestión. Probablemente por nada.
De la virilidad conquistadora de Julio César a la virilidad imprudente (o impúdica) de Dominique Strauss-Kahn, el poder -ya sea político, económico o intelectual- siempre estuvo acompañado por un atributo, la potencia, sin que nadie supiera muy bien cómo definirlo. Al trazar la tortuosa historia de la transformación del ideal viril en las sociedades occidentales, estos tres volúmenes, generosamente ilustrados, explican hasta qué punto esa noción está ligada al poder. Tan ligada que Juana de Arco o Margaret Thatcher son a veces todavía más viriles que los hombres.
Porque la virilidad no es una cualidad exclusiva del hombre. Los recientes debates en torno a la teoría de los géneros para saber si las diferencias sexuales son previas al nacimiento subrayaron la importancia de la cuestión. Parafraseando a Simone de Beauvoir, uno no nace viril, deviene en ello. Eso es, en todo caso, lo que surge de esta "suma homológica" dirigida por tres hombres.
Varones, tembleques y pedofilia
En la Antigüedad, como en la edad clásica, la virilidad "no se buscaba en un diálogo con la mujer", afirma Georges Vigarello [ver entrevista aparte]. Cada uno a su manera, griegos y romanos tenían una concepción de la virilidad bastante? original, vista desde una perspectiva actual. Maurice Sartre, gran especialista en la Antigüedad helénica, subraya el "carácter pedófilo" de la educación griega.
Además de aprender el manejo de las armas y a resistir el sufrimiento, los adolescentes (de entre 12 y 17 años) eran sometidos a la "protección" de un preceptor-amante. Para los griegos adultos -sobre todo, para los poderosos-, el eros masculino era signo de distinción. De ninguna manera los amores masculinos eran considerados infames. Encerradas en el gineceo, las esposas legítimas estaban destinadas a la reproducción, sometidas a la autoridad del marido, que buscaba con más frecuencia el placer sexual en prostitutas o esclavos, masculinos o femeninos, o en relaciones adulterinas fuera del espacio patriarcal.
En la Antigüedad, masculinidad y virilidad parecen haber estado indefectiblemente ligadas, aunque eran distintas. En Esparta, por ejemplo, había dos categorías de ciudadanos, como explica el historiador Maurice Sartre: los hombres "verdaderos" y los llamados "tembleques". La virilidad era una idea central de la sociedad y la reputación de hombre viril había que merecerla. Así, todo hombre que había esquivado un combate era considerado un "tembleque" y condenado al ostracismo. Pero tenía la posibilidad de redimirse en otro enfrentamiento y recuperar así su reputación de viril.
Lo importante, tanto entre los griegos como entre los romanos, era que la formación de "lo viril" pasaba por la aceptación de una dominación, sobre todo sexual: la virilidad consistía en satisfacer los propios deseos. Para Sócrates, dejarse sodomizar era para los varones púberes un rito iniciático que les permitía acceder a esa virilidad.
Los romanos también parecen haber sido adeptos a una sexualidad desenfrenada. Orgías y otras fiestas eran ocasión para todo tipo de excesos. El vir era un marido y un varón activo, cuyas hazañas sexuales eran fuente de prestigio. El desprecio con que Suetonio decía que Julio César era el "marido de todas las mujeres y la mujer de todos los maridos" nunca alcanzó para ensombrecer su prestigio militar y político. "En Roma, la virilidad se caracterizaba, antes que nada, por una sexualidad activa y no pasiva, donde -para decir las cosas con más precisión, ya que muchos rechazan la idea de una actitud ?pasiva'-, el miembro ?pasivo' de una pareja nunca lo era totalmente. El hombre era aquel que penetraba sexualmente, sean cuales fueran el modo de penetración y la persona penetrada", escribe Jean-Paul Thuillier.
Del medioevo al Siglo de las Luces
La relación entre "dominación" y "virilidad" padeció una primera ruptura en la temprana Edad Media, cuando la Iglesia católica prohibió la sodomía y la importancia otorgada al sexo quedó relegada en beneficio de una nueva encarnación de la dominación: el caballo, la armadura y la lanza. Calificada por Georges Vigarello de "fuerza bruta y dominación indiscutida", la virilidad, a lo largo de la Edad Media y el Renacimiento, se fue adaptando a la evolución de la moral, las costumbres y el refinamiento que paulatinamente se instauraron en las cortes de los poderosos. Coraje, gloria, honor, autocontrol, elegancia y prestancia se volvieron sus atributos. No obstante, como señala Arlette Farge, es necesario distinguir entre los medios populares y los aristocráticos. La historiadora describe los placeres de la gente simple, libertina pero no exenta de violencia cuando se trataba de "la viril captación de la mujer". En todo caso, "cazar, bailar, batirse a duelo, embriagarse en la taberna y correr detrás de las jóvenes" eran las actividades principales del hombre medieval.
Más tarde, los caballeros de los siglos XVI y XVII se consagraron al arte de la danza para seducir a la mujer. Se vestían con sedas, pelucas y encajes, pero no dejaban de poner en valor la bragueta, rellena, colorida y a veces hasta adornada con un moño. Así, a pesar de su fuerte valor intrínseco, la virilidad conoció profundas variaciones en sus manifestaciones culturales y sociales. En El libro del cortesano (1528), del diplomático italiano Baldassare Castiglione (1478-1529), o en la obra de Pierre de Bourdeille, alias Brantôme (1535-1614), el concepto sólo aparece como una muestra de elegancia en el uso de nuevas armas para las cuales era necesario tener un cuerpo más ágil y deportivo. La sociedad parecía entonces alejarse de la violencia: el rey de Inglaterra Jacobo I (1566-1625) aconsejaba a su hijo que dejara de participar en juegos peligrosos como los torneos. Por el contrario, decía, "es necesario controlar a su caballo y dominar a su mujer".
La pintura da ejemplos de esa evolución de las "exigencias" de la virilidad. El retrato de Carlos V en la batalla de Mühlberg realizado por el Tiziano (1548) muestra los atributos medievales: armadura, caballo que comienza a galopar, lanza y mirada hacia el infinito. Las representaciones de Luis XIV hechas por Hyacinthe Rigaud (1659-1743), por el contrario, revelan a un rey vestido de seda, con jabot y peluca: tiene un aire mucho más afeminado, pero su mirada traduce una "virilidad política".
Michel de Montaigne observó en su momento esos cambios de los modelos de virilidad. El gran escritor francés era partidario de desterrar algunas violencias de la virilidad "a la antigua": entre 1565 y 1590 escribió contra los duelos (hubo que esperar hasta 1625 para que una ordenanza los prohibiera). Pero al mismo tiempo, en sus Ensayos calificó las nuevas armas de "armas de mujer" (es verdad que los cortesanos que se enfrentaban a punta de florete daban la impresión de estar bailando). Y fue más lejos. En sus reflexiones sobre los modelos de virilidad, Montaigne planteó que "el salvaje" (indoamericano) era un tipo de hombre específicamente viril. Fue uno de los primeros filósofos que se negó a "considerar a los salvajes como niños": "Tienen una nobleza particular y una fuerza sin duda superior a la nuestra", afirmó. El cuerpo de esos hombres considerados primitivos fascinaba a Europa aun cuando, para muchos autores, no entraban en el marco fijado por la religión ni en las reglas de comportamiento occidentales.
En el siglo XVIII, la reflexión sobre la autoridad y la dominación política cambió la percepción de la virilidad que, por primera vez, fue cuestionada con auténtica originalidad. En ese momento se comenzó a poner en duda la todopoderosa autoridad patriarcal; esa que había existido en Esparta o en la época de los caballeros, y que exigía una obediencia total al paterfamilias . En efecto, con el Iluminismo, la figura del padre -autoridad natural- se transformó en símbolo del déspota: "¡Padres, padres! Yo sólo veo tiranos", decía entonces Diderot. Los intelectuales comenzaron a interrogarse sobre la forma en que la sociedad quería imponer sus códigos y surgió la cuestión de la igualdad. ¿Por qué, por ejemplo, seguir tratando a la mujer como un ser inferior? Para muchos autores, es verdad, siguió siendo un objeto para procrear, mientras que en las nuevas formas de describir la anatomía se aseguraba que el dispositivo de fecundación de ambos sexos provocaba inevitablemente diferencias radicales. Y aunque en los salones las mujeres se imponían y dominaban la conversación, esa aparición del "yo femenino" también fue ahogada rápidamente por nuevas reglas sociales, como aquellos vestidos cerrados, extremadamente ajustados por corsés, de los que algunos pensadores incitaban a las mujeres a liberarse.
La virilidad majestuosa
Fue necesario esperar al siglo XIX para ver una virilidad erigida en virtud suprema. Fue su época de oro. Un momento que Alain Corbin conoce bien por haber estudiado sus rincones más insospechados en busca de mentalidades, sensibilidades y prohibiciones. Después de los cuestionamientos del siglo anterior, el siglo XIX comenzó con la afirmación de una "virilidad majestuosa", escribe. Las diferencias anatómicas entre hombres y mujeres determinaban más que nunca la función social de cada uno: la mujer educaba a los niños, el hombre afrontaba hacía política. Ser viril, en aquel siglo del ejército y la industria, era combatir, pero también emprender.
En el cuartel, la fábrica o el café -esos lugares en que los hombres se reunían "entre ellos"-, el varón musculoso se pavoneaba contando sus hazañas, tanto guerreras como sexuales. El cazador, el explorador, el héroe deportivo o militar eran figuras aclamadas. Los aristócratas y los nobles celebraban esas "misas" en clubes para caballeros. En el pensionado o el colegio, el jovencito era obligado a endurecerse y demostrar su naciente virilidad. En un contexto de guerras coloniales, la conscripción obligatoria y hasta la creación de batallones escolares exaltaban una virilidad asociada al culto del héroe y de la victoria. Esa nueva inflexión tuvo efectos visibles incluso en el espacio y el medio ambiente: la extensión industrial reorganizó la fisonomía de la ciudad y del paisaje. Por su parte, el colonialismo encarnó la idea de que Occidente debía dominar a las otras civilizaciones.
Pero el siglo XIX tuvo en realidad dos caras: una heroica -la del militar o la del sabio, como Louis Pasteur- y otra más oscura, con la aparición de una sospecha de impotencia, la amenaza de un retroceso de la sociedad, pues las ciudades estaban inundadas por el éxodo del campo y devastadas por los problemas de alcoholismo y prostitución. Esa corriente pesimista y subterránea alimentó durante todo el siglo la preocupación de los fisiólogos y médicos higienistas, obsesionados por el temor a la degeneración. La masturbación y la homosexualidad se transformaron en tabúes absolutos.
El modelo viril en esa época fue enérgico, autoritario, valiente. Su contramodelo era el cobarde, el impotente y el sodomita.
El modelo viril en esa época fue enérgico, autoritario, valiente. Su contramodelo era el cobarde, el impotente y el sodomita.
Alain Corbin explica esa "influencia máxima de la virtud viril" por el trabajo de todos aquellos que trataban de codificar y jerarquizar la vida social. El "serás un hombre, hijo mío" en el célebre poema "If", de Rudyard Kipling (1865-1936), fue el grito de adhesión a esa especie convencida de haber logrado, por fin, dominar la Creación. Pero ese combate con la naturaleza y esa exaltación de la expansión colonial conducirían, no obstante, a la muerte.
Con el estallido de la Primera Guerra Mundial, la virilidad pasó a asociarse con el fin del hombre, el desastre, como lo prueban los rostros hirsutos de los soldados, símbolo de coraje, pero también de miedo, conjunción de barro y sangre. El pelo, justamente, fue durante siglos atributo de la virilidad. El ejemplo del jugador de rugby francés Sébastien Chabal -como los de cantidad de futbolistas argentinos- demuestra que el mito heredado del hombre de las cavernas todavía perdura en el subconsciente, si no colectivo, al menos publicitario.
La guerra de 1914-1918 modificó profundamente la simbología del combatiente. "En Verdún, los combates de la Gran Guerra destruyeron definitivamente en pocas semanas la puesta en escena de la virilidad guerrera. Al tropismo del cuerpo erguido sucedió el del cuerpo acostado. Ante el diluvio de plomo y acero provocado por el armamento moderno, los soldados, aterrorizados, no tenían otra solución más que tirarse al suelo y quedarse allí, encogidos, durante largas horas", escribe Stéphane Audoin-Rouzeau. Con el retorno de centenares de miles de inválidos, amputados, desmembrados no sólo de brazos y piernas, sino con frecuencia castrados por la metralla, la Primera Guerra Mundial dio un serio golpe al ideal "militar-viril", exaltado en las proezas guerreras.
A ese cambio, que hizo tambalear el prestigio de la virilidad, se sumaron otros no menos importantes en el frente laboral, sobre todo entre las dos guerras mundiales: el avance del maquinismo, la burocratización de las sociedades urbanas, el creciente desempleo engendrado por la crisis (1929) provocaron una descalificación de la figura del trabajador. A pesar de todo, aquel modelo arcaico dominante, inscripto en los roles sociales, las representaciones y la cultura de las imágenes, perduró hasta bien entrado el siglo XX. "¡De rodillas las chicas!" seguido de "¡De pie los hombres!" marcaba el rito de iniciación de los paracaidistas franceses durante la guerra de Argelia todavía en los años 1960, recuerda Stéphane Audoin-Rouzeau.
En otras palabras, aunque los valores tradicionales permanecieron, los esquemas de dominación del hombre sobre la mujer habían cambiado: en el trabajo como en el deporte, la mujer logró ocupar sitios hasta ese momento reservados a los hombres. Las mujeres antes tenían carne, ahora tenían músculos, como lo demuestra La Fiesta del Músculo, que organizaron en 1919 en el Jardín de las Tullerías de París. En El trigo verde , de Colette, el personaje de Vinca es a la vez vigoroso, bronceado y musculoso. Otro ejemplo: cuando un periódico deportivo le preguntó a Suzanne Lenglen, primera francesa victoriosa en Wimbledon en 1919, cómo hacía para tener tanto éxito, ella respondió que, decepcionada por el tenis que jugaban las mujeres, había comenzado a entrenarse para jugar como un hombre.
Así, las cualidades que fundamentan la idea de virilidad comenzaron a ser compartidas por ambos sexos. Pero las cosas nunca fueron definitivas. Precisamente en el mismo momento, el barón Pierre de Coubertin (1863-1937), responsable de la resurrección de los Juegos Olímpicos, afirmaba que las mujeres no debían practicar deportes pues no eran aptas para las actividades viriles. Y no obstante, tal vez sea justamente en el terreno de los deportes donde los atributos de la virilidad resulten más confusos. Coraje, estética, espíritu de competencia pertenecen tanto a hombres como a mujeres. La diversidad de cualidades ligadas a la virilidad siempre existió en el deporte: los pesados y los livianos, los rápidos y los lentos, los elegantes y la fuerza bruta. Y esa diversidad está presente en ambos sexos: se decía que la ciclista francesa Jeannie Longo era como un varón, mientras que el futbolista inglés David Beckham inauguró la era de los "metrosexuales". En ese terreno, hombres y mujeres pueden reivindicar cualidades equivalentes.
La virilidad fascista
Fascistas y nazis hicieron del hombre su piedra angular. La mujer es para ellos (en este caso, mejor escribirlo en presente) un ser relativo. ¿Qué mejor ejemplo que el discurso pronunciado por Adolf Hitler en septiembre de 1934 ante los miembros de la Organización de Mujeres Nacional Socialistas?: "El mundo de la mujer se limita a su marido, su familia, sus hijos y su hogar", afirmó.
En el universo totalitario, el hombre es un absoluto: fuente de todo valor moral, encarna la esencia del fenómeno fascista. Desde 1922 en Italia y 1933 en Alemania, la definición de la virilidad no toleró ningún matiz, posición intermedia o transición: la mezcla era reprobada, la indefinición, proscripta y sólo la virilidad químicamente pura era aceptada.
La exclusión de la femineidad naturalmente implica también el repudio de los afeminados. Trazar una línea divisoria hermética y rígida entre el hombre y la mujer supone rechazar toda connotación de hibridación. Esto explica la penosa suerte de los homosexuales en Alemania a partir de 1933. Las razones del odio nazi a la homosexualidad fueron múltiples: una tradición de discriminación bien anclada en las culturas y religiones occidentales, los prejuicios y rechazos de la época victoriana y el argumento angustioso, casi aterrador, del derrumbe de la natalidad nacional. No contento con ofrecer el ejemplo de una biología contra natura, el homosexual privaba a la raza del uso legítimo de sus órganos reproductores, desviados de su función.
Si el precio de esas patológicas obsesiones no hubiera sido tan alto, la lamentable virilidad orquestada por los fascismos podría ser hoy motivo de risa. Lo cierto es que esa representación del varón es indisociable de un contexto histórico reciente, origen de la gran vulnerabilidad psíquica y física de los hombres.
El espectro de la desvirilización
A partir de los años 1960-1970, las mujeres adquirieron derechos en la esfera privada, se aventuraron en el ámbito público y la violencia masculina fue condenada por la ley. Cada una de esas etapas representó un golpe a la dominación masculina, fustigada a través de la imagen del macho.
Si bien el espectro de la desvirilización representó siempre una inquietud recurrente, jamás estuvo tan presente como en la actualidad en las preocupaciones de psicoanalistas, filósofos y ensayistas que deploran un ocaso del poder masculino, la pérdida de autoridad paterna e incluso el aumento de la impotencia sexual. ¿Acaso el hombre viril es una especie en vías de extinción? La opinión de los autores no es tan rotunda. La liberación cultural, por ejemplo, instauró una mayor competencia entre hombres. La libre difusión de la pornografía valoriza las imágenes de hombres muy viriles. Un estudio de Stéphane Audoin-Rouzeau sobre las mujeres militares (presentes en las fuerzas armadas a partir de los años 70) muestra que, aun bajo la apariencia de la igualdad de sexos, el papel de los hombres sigue estando diferenciado del de las mujeres (con frecuencia mantenidas lejos del frente de combate).
La historiadora y feminista Christine Bard subraya la atracción permanente de las mujeres por la virilidad. Si antes luchaban contra una virilidad violenta y poco respetuosa del otro sexo, en la actualidad combaten más bien el sexismo. Hoy se habla más de masculinidad que de virilidad, una masculinidad despojada de la misoginia y del falocentrismo. Una cosa es segura: en el gran escaparate de las identidades sexuales actuales, donde es posible encontrar tanto mujeres viriles como padres definitivamente maternales, está cada vez más devaluada la imagen del macho dominador, insensible y "que sólo piensa en eso".
No obstante, sería absurdo hablar de un crepúsculo del pene. El cuerpo nunca estuvo tan presente en las pantallas. "El hombre viril no camina: muestra su cuerpo", explica Jean-Jacques Courtine. Basta con detenerse en todo aquello que puede ser calificado de viril: un miembro, un apretón de manos, un gesto, una apariencia? Aunque todo eso se ha transformado -a la fuerza sucedió la fragilidad; a la autoridad, la inestabilidad; al control, la hesitación-, es considerado viril todo aquello que tiene alguna relación con el cuerpo y casi ninguna con el intelecto. Si bien es posible adivinar en algunas personas ciertos "pensamientos viriles", nunca se hablará de espiritualidad o de sabiduría viriles.
"En los suburbios pobres, en los llamados ?barrios difíciles' de las grandes ciudades, surgió con fuerza la cuestión de la violencia urbana a partir de la década de 1990. En el centro de esa violencia, a veces real y otras imaginaria, la cultura viril está encarnada en la figura de los ?granujas o vagos' y representada como exclusivamente...agresiva', como lo demuestran tanto el cine europeo como el estadounidense", escribe Christelle Taraud.
En la actualidad, el ADN de la virilidad se fabrica en los laboratorios de Pfizer. El Viagra devolvió energía a los miembros fatigados. Una virilidad con prescripción médica, pero sin prescripción de edad (o casi). Las pequeñas píldoras azules nos ponen frente a una hipermasculinidad contemporánea que pasa del enlarge your penis de Internet a la violencia de las actitudes contra las mujeres en ciertos medios sociales. La dimensión griega antigua de la sabiduría en la virilidad se esfuma para dejar paso a la voluntad de potencia. "La virilidad está siempre, necesariamente, en estado de crisis. Lo está cada vez que la realidad contradice ese ideal de poder que la impotencia niega; cada vez que la historia real manifiesta factores de desestabilización de la potencia masculina que supone la virilidad. Es decir, en forma permanente", constata Jean-Jacques Courtine. "El ideal de la virilidad sólo puede permanecer intacto a condición de borrar la historia", precisa.
"El objetivo del mito es proponer un modelo lógico para resolver una contradicción", escribió el antropólogo Claude Lévi-Strauss. Se podría agregar en este caso que el mito viril sirve para responder a la irresoluble contradicción entre el deseo de omnipotencia y el fantasma de la impotencia masculina. En realidad, toda la base social tradicional de la virilidad cambió en los últimos cien años: el trabajo en la fábrica o en el campo fundamentaba la representación del trabajo viril. Hoy, la desaparición de las bases profesionales tradicionales y el desarrollo del sector terciario redistribuyeron los roles: con frecuencia, hombres y mujeres ocupan las mismas funciones.
Lo importante es que -según los autores de esta historia cultural- la virilidad siempre estuvo en posición de fragilidad, aun cuando, a pesar de las grandes rupturas, perduraron ciertas características del pasado. Courtine se interroga, por ejemplo, sobre el culto de la musculatura viril en Estados Unidos, donde el body building reina en todas partes, engendrando un mercado del cuidado del cuerpo de gigantescas proporciones.
Ese culto de la virilidad, presente en el corazón de los años 1930 y la Gran Depresión, tuvo por sucesora en la década de 1970 la musculatura patriótica, representada por Sylvester Stallone o Arnold Schwarzenegger. Hoy, la persecución de ese mito de potencia absoluta es, antes que nada, el síntoma de una virilidad que se busca a sí misma. Es mucho más que la historia de los hombres. Es la historia de sus representaciones y, sin duda, la historia de sus incertidumbres..
Adiós virilidad Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1462023-adios-virilidad
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