Vivir sola, ejercer el amor libre, mantener una vida sexual activa y satisfactoria dejaron de ser pecados para convertirse prácticamente en privilegios de clase
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Summer interior (1909) de Edward Hopper.
Por si fuera necesario demostrar que la evolución –gradual y progresiva– no es el movimiento de la Historia, en nuestra época se superponen de manera abigarrada y compleja los fundamentalismos religiosos con la exhibición y oferta de cuerpos, prácticas y productos sexuales en redes sociales. El collage posmoderno nos brinda una variada oferta de estilos de vida y de consumo, donde Vox puede salir en las primeras planas proponiendo prohibir la educación sexual en las escuelas y, a un click de distancia, se puede obtener un live streaming pornográfico con Camboya.
Por un lado, tenemos una derecha que parece salida de abadías medievales, aunque envuelta en los lenguajes y estrategias marketinianas más propias de la publicidad que de la política conservadora tradicional. Por otro, una libertad infinita de consumo; una sociedad en la que todo puede ofrecerse y obtenerse en el mercado, incluso el intangible placer erótico, por medios también tan inmateriales como el pago electrónico. Oscurantismo y una extrema mercantilización de la vida que se retroalimentan, en nombre de la Libertad con mayúsculas, pero coartando nuestras cotidianas libertades.
Los padres deben tener libertad para decidir qué aprenden sus hijos en la escuela. Y los insultos, el discurso de odio y las discriminaciones se amparan en la libertad de opinión. Si tienes suficiente dinero, eres libre para consumir –y por lo tanto, ser– lo que te plazca. Hasta ahí llegamos con la libertad en las democracias neoliberales.
Economía, política y derechos
Como señala la feminista norteamericana Nancy Fraser, mientras el Estado de bienestar combinó consumismo con protección social –contra la radicalización de las masas de finales de los 60 y principios de los 70, vivida como una amenaza por el sistema capitalista–, el más reciente capitalismo financiero modificó la ecuación estableciendo una alianza entre mercantilización y emancipación, en detrimento de la protección social. Y esto arrojó un resultado muy particular, que caracteriza al neoliberalismo: el crecimiento exponencial de la desigualdad económica al tiempo que se ampliaron derechos democráticos, importantes cuotas de reconocimiento cultural y simbólico de sectores socialmente oprimidos.
Si hay algo que define a la contraofensiva restauradora del capitalismo es su capacidad de rentabilizar cada necesidad o deseo humano
Recientemente, un informe de Oxfam demostró que el 1% más rico de la población posee más del doble de riqueza que 6.900 millones de personas. Vivimos, desde hace más de una década, en una crisis económica prolongada sin solución a la vista y, sin embargo, ¡vaya paradoja!, en el mismo período se ha duplicado el número de multimillonarios. En el mismo lapso de tiempo, el sistema que descargó la crisis sobre la espalda de millones de asalariadas, asalariados y personas pobres sin salario, reconoció el matrimonio igualitario en treinta países, consiguió que el aborto sea legal y sin restricciones en más de cincuenta, llevó al poder del Estado a diez presidentas y ubicó a Europa como el continente con mayor cantidad de países que permiten el cambio del sexo/género que se haya establecido institucionalmente en el nacimiento.
Todos los rostros del neoliberalismo
Y, con un peculiar sentido de la causalidad, las derechas encabezan una cruzada antifeminista, homofóbica, transodiante, racista y xenófoba, que busca desviar la bronca contra los verdaderos responsables de la pobreza, el desempleo y el astronómico enriquecimiento de las élites financieras, para descargarla contra las mujeres, la disidencia sexual y les migrantes. Si estamos mal, es porque hay otras (mujeres, trans, gays, migrantes, personas racializadas) que viven a costa del Estado, que nos sacan el trabajo, que tienen beneficios sin esforzarse y todo un largo repertorio de prejuicios que, como siempre sucede durante las crisis capitalistas, enfrentan a los perjudicados y perdedores, mientras eximen de responsabilidad a los que siguen de fiesta.
Pero el fortalecimiento de la derecha no es la única consecuencia del “progresismo” neoliberal. Aun con las contradicciones que encierra la conquista de derechos relativos a los géneros y las sexualidades, si hay algo que define a la contraofensiva restauradora del capitalismo es su capacidad de rentabilizar cada necesidad o deseo humano. Desarrollo descomunal de lo que se ha dado en llamar la industria del sexo; liberalización de las fronteras que permite, junto con el flujo de capitales, la trata de personas para la explotación laboral y sexual; y una inmensa transformación de las relaciones sexoafectivas subsumidas bajo la lógica de la ganancia, la rentabilidad y la eficiencia. Se compra un juguete erótico o una esposa; se vende un preservativo musical, saborizado o con tachuelas, como la realización de la fantasía menos pensada.
Y, como decía en El deseo bajo sospecha, “mientras nuestras almas naufragan en el vertiginoso desierto de las hiperconectividad, nuestros cuerpos se enfrentan a la fatiga crónica. El control de los cuerpos y afectos de la fuerza de trabajo es vital, para las clases dominantes; sin embargo, nunca como en la actualidad se vivió la profunda paradoja de mayores libertades sexuales, culto al hedonismo y deserotización y medicalización de la sexualidad. Paradójicamente, mientras la sexualidad se mide en rendimiento (cantidad de orgasmos, de erecciones, de parejas sexuales, de encuentros eróticos, etc.), la falta de deseo amenaza con convertirse en el hit de los consultorios. Las revistas abundan en consejos sobre cómo mantener viva la llama de la pasión en el matrimonio o por qué tener tres orgasmos por semana estimula una piel saludable; pero la vida de millones de seres humanos sometida a los turnos rotativos, las jornadas extenuantes y los acelerados ritmos de producción también hace gala de una sexualidad precarizada”.
Porque no podemos olvidarnos que esos nuevos derechos y libertades democráticas se superponen a la aceleración extenuante de los procesos productivos, a los ritmos trastocados de los turnos rotativos y a la explotación aumentada por la precarización de las condiciones de trabajo y de la vida. El resultado es el escaso tiempo libre, la discordancia de los horarios destinados al ocio, a la socialización y al placer (¡también sexual!) y un agotamiento generalizado que se arrastra hasta la cama, llenándola de frustrantes desencuentros. El capitalismo provoca una contradicción irresoluble entre lo que, atinadamente, Tamara Tenembaum denomina una “ampliación de nuestras ambiciones” –en materia de placeres– y las precondiciones materiales de su realización, para la inmensa mayoría. Vivir sola, ejercer el amor libre, mantener una vida sexual activa y satisfactoria dejaron de ser pecados en el capitalismo, para convertirse prácticamente en privilegios de clase. Y, para que esta contradicción no haga estallar todo por los aires, se nos inculca la idea de que no hay que transformar colectivamente la sociedad en la que (mal)vivimos, sino asumir una responsabilidad individual, con más esfuerzo, más inversión de tiempo y algo de ingenua expectativa para vivir mejor.
Tomar las sábanas por asalto
Pero, acicateadas por la crisis que nos atraviesa desde hace más de una década, también empezamos a cuestionar la paradoja de la victimización con la cual se han legitimado nuestros reclamos contra la violencia sistémica. O sobre si el punitivismo es la vía que elegimos para que se nos haga justicia, mientras el Estado capitalista se libra de culpa y cargo sobre la perpetuación y legitimación de la violencia machista, las muertes por abortos clandestinos y la reproducción estereotipada de los géneros a través de las instituciones. También reflexionamos sobre las incompatibilidades de la lucha por la libertad sexual con la regulación estatal de nuestras relaciones sexoafectivas. Deseamos una sociedad tal en la que no sea necesario reglamentar nuestros vínculos para que alguien nos pueda cuidar cuando enfermamos o para que no nos quedemos sin techo cuando muere la persona con quien lo compartíamos.
Empezamos a cuestionar la paradoja de la victimización con la cual se han legitimado nuestros reclamos contra la violencia sistémica
La actual oleada feminista está ensayando estas preguntas, hilvanando reflexiones disidentes y promoviendo nuevos debates. El feminismo, nuevamente, está abriendo espacios para la deconstrucción de lo que se daba por sentado. Y eso no es solamente una batalla cultural y política contra el fortalecimiento de las nuevas derechas o las sibilinas y ambiguas concesiones del “progresismo neoliberal”. Sino también contra el pérfido discurso que nos propone cerrar filas en la defensa de este “mal menor” y no atrevernos a ir un poco más allá: un no future disfrazado de esperanza, de rojo e incluso de violeta. Nuevos envoltorios, con barniz izquierdista, para seguir emparchando al neoliberalismo en crisis.
Pero tenemos el privilegio de habitar un tiempo de posibles transformaciones colectivas. Y siempre, en la Historia, las mutaciones radicales que cuestionaron el statu quo trastocaron los sentidos comunes de la vida cotidiana, abriendo nuevos horizontes para el placer y el disfrute, los vínculos eróticos y afectivos. Sucedió en 1917, en 1968… ¿seremos nosotros, acaso, quienes en esta nueva década que comienza en la Plaza de la Dignidad de Chile, bajo los paraguas de Hong Kong y que danza la huelga con el ballet de La Ópera en París, dejaremos nuevos jalones revolucionarios en las camas de las futuras generaciones?
En nuestras luchas colectivas actuales contra la miseria, el paro, el cataclismo climático, también anida el anhelo de una vida erótica que –como escribe Peter Drucker– sea “polimorfamente sensual, en vez de genitalmente obsesionada”. Contra el ensañamiento violento que ostenta la derecha, contra la mercantilización y la reglamentación con las que el neoliberalismo envuelve nuestros derechos y libertades, contra la resignación de quienes hacen apología del statu quo para evitar que nos tracemos otros horizontes, aquí estamos en pie de guerra contra el capitalismo, entre otras cosas también porque seguimos deseando seguir deseando.
Andrea D’Atri es una de las fundadoras del colectivo internacional Pan y Rosas, fundado en 2003 en Rosario (Argentina). Esta organización defiende que la lucha contra la opresión de las mujeres es, también, una lucha anticapitalista. @andreadatri
mail: ecofeminismo.bolivia@gmail.com