Mujeres haitianas
En la búsqueda plurinacional los feminismos deben prestar atención a las relaciones de poder para evitar caer en el miserabilismo y el esencialismo.
El discurso antirracista en los últimos Encuentros de Mujeres y Disidencias en Argentina, es epicéntrico para el fortalecimiento programático de la lucha por el reconocimiento plurinacional de la sociedad. Siendo Haití un ejemplo sin precedentes en la batalla anti colonial y negra, bien podríamos tener en cuenta sus trayectorias, resistencias y aún más sus contradicciones. Los puentes de mundo que se abren entre las sujetas expuestas al pillaje colonial abren historias que tensionan las buenas intenciones de algunos sectores del feminismo.
El negrismo
Durante la dictadura de los Duvalier, la raza negra fue usada como argumento de unidad nacional, retomando la bandera rojinegra de Jean-Jacques Dessalines y el parágrafo 14 de la Constitución Revolucionaria que rezaba: «Todos los ciudadanos, de aquí en adelante, serán conocidos por la denominación genérica de negros». Como advierte el historiador haitiano Michel-Rolph Trouillot, la creencia de que negritud es igual a esclavitud es un mito colonizador. Hacer de la raza un argumento totalizador nubla la posibilidad de ver las tensiones de clase y género.
Los dictadores en Haití han sido negros y negristas, varones patriarcales de una tradición de poder que tiende a resquebrajarse en los últimos años con la participación activa en los movimientos sociales de lideresas campesinas y urbanas. René Depestre inquiere al negrismo totalizador en un brillante artículo titulado «Buenos días y adiós a la negritud».
En éste pone en tensión los lugares de poder que el negrismo encubre, entre otras, porque la raza no puede equipararle a un pueblo rebelde con sus dictadores, por negros que sean. Entre otras cosas, la negritud no es ni un color ni un fósil venido de los barcos esclavistas. El semblante patético de la lectura cromatológica y fosilizada del negrismo, no es más que un derroche de miserabilismo y condescendencia racista.
Trenzar o entrenzadas.
Sobre la apropiación cultural En Montrouis, departamento de Artibonito, quisieron hacernos un regalo a las mujeres de los demás países: Puerto Rico, Dominicana, Brasil y Colombia. Lo importante en el respeto intercultural que implica el trenzado, sumó Merline Alcius -la militante que nos tenía el pelo-, es la transmisión de la técnica. Las trenzas tienen estética, cómo no, pero más importante son el método y la ética que hacen a la transmisión generacional y territorial de este tejido ancestral.
Mientras escuchaba el debate pensaba que en Haití el invasor colonial tejía una definición muy precisa. Hoy son los marines norteamericanos, la escuadra violadora de la ONU y la elite mulata. La trenza no es exclusividad africana. Existe en América a través del mestizaje. Se transmite y se respeta.
La pretendida solidaridad cromática
En Colombia las élites blancas, negras y mulatas del Caribe son responsables del aniquilamiento del pueblo wayuu en la Guajira. Entre las llamadas élites de color no media ningún vínculo de solidaridad con los pueblos indígenas de la península. Todo lo contrario. Los recursos hídricos son claves para el sostenimiento del colonialismo interno que ellos y ellas encabezan.
Los y las responsables del despojo y la muerte, es decir, los y las responsables de los megaproyectos mineroenergéticos, con todo el apoyo internacional y militar del paramilitarismo, hoy tienen que vérselas con la Fuerza de las Mujeres Wayuu de la Guajira (Sütsüin Jieyuu Wayuu). Ésta organización es la potencia de la resistencia y la bandera del buen vivir de un territorio que vive en medio de una asolada colonialista, racista y neoliberal.
Al igual que en Haití, la intromisión norteamericana en la Guajira dejó a su paso niñas violadas y mujeres asesinadas. En República Dominicana se han establecido dos mitos que hacen de la frontera con Haití un cordón sanitario. El primero es un discurso de odio hecho política de Estado.
El mito cuenta que después de romper las cadenas de la esclavitud, los y las salvajes haitianas invadieron Santo Domingo. Discurso falaz si se tiene en cuenta que en inmediaciones al triunfo de la revolución, República Dominicana no existía como nación. La preexistencia del Estado Nación es un recurso de xenofobia. El segundo mito habla de Dominicana como un país blanco. Aunque cueste creerlo, Dominicana entiende su blanquitud en oposición a la negritud haitiana.
Si bien ambos países fueron un eje estratégico para el comercio esclavista, el colonialismo interno y el odio de clase han terminado por recrear un peñasco de inhumanidad entre ambos pueblos. Por lo demás, cada tanto se ven por las calles de Santo Domingo niñas haitiana que blandiendo un francés acosteñado, pretenden escapar a la hostilidad e incluso disputar cierto ascenso social con la lengua enredada y la cara empolvada.
En Argentina el feminismo revela la mentira blanca
En los primeros encuentros preparatorios del ENM se vivenciaban largas jornadas de catarsis de mujeres que descubriendo antepasadas negras o indias, sufrían en delay los dolores de las cadenas que les había dejado, de repente, el tráfico esclavo. En Argentina el feminismo desvelaba la mentira del proyecto de blanqueamiento y entre heridas y culpas el país se empezó a parecer, tantico más, al resto del continente. Con todo, el victimismo no nos puede conducir a una lectura lineal de la raza, la clase y el género.
Las que hoy desde la comodidad de sus escritorios se auto enuncian como las hijas de las esclavas, pierden de vista la movilidad de clases y razas en los últimos 300 años de historia continental, fosilizando la memoria y proyectando imposibilidades de acción para las que hoy realmente sobreviven a la desgracia de la semi esclavitud racializada.
El colorismo, como bien lo dice la feminista negra Alice Walker, es producto del racismo. En Argentina los lugares de semi esclavitud los viven las mujeres recluidas en centros clandestinos de producción textil. La mayoría de ellas provienen de países limítrofes como Bolivia, Perú y en menor medida Paraguay. Recientemente la llegada de familias haitianas al país ha sumado un nuevo contingente humano a esta degradación compulsiva de la vida laboral.
Ser hija de la esclavitud no es una cuestión meramente cromática o capilar. Ser hijas de la esclavitud, en medio del neoliberalismo, es ser hijas del lastre del modelo económico pauperizador, racista y clasista del colonialismo, basado en la expropiación y explotación humanas. A su avance podremos responder solamente aprendiendo. Haití (y Bolivia) marca las coordenadas del ejercicio ético de la sororidad de clase en medio de una ocupación militar estratégica.
Como las mujeres de Potosí y Haití: aunque herederas del sistema de explotación que les expulsa a la miseria inducida por el revanchismo colonial, la lucha por las condenadas de la tierra, con las condenadas de la tierra, debe continuar hasta romper la última cadena.
Sea en las minas, en los campos, en los talleres textiles o en las villas, la libertad exige esfuerzos en comunidad. Sólo con sorora tenacidad triunfaremos.
(*)La Autora es Integrante de la Cátedra de feminismos populares y latinoamericanos «Martina Chapanay»
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