Siendo hombres, hemos respondido al movimiento de las mujeres de formas muy diferentes. Algunos lo ignoraron, pensando que desaparecería. Otros consideraron que era una peligrosa distracción del tema central de las políticas de clase. Otros estaban simplemente entusiasmados por el movimiento de mujeres, pero todos nosotros, de una manera u otra, estábamos aterrados y confundidos por éste, tan pronto como trastoco la realidad cotidiana de nuestras relaciones personales.
(Seidler 1991:64)
Uno de los primeros y más significativos debates del movimiento de liberación de las mujeres fue qué lugar ocuparían los hombres en las organizaciones. Tanto en los Estados Unidos, como en el Reino Unido, ya en las primeras conferencias y protestas, los hombres asistieron y se les dio voz, pero muchas mujeres señalaban que la presencia de los hombres alteraba la naturaleza y calidad de los debates, y que ellos solían dominar las discusiones. Los debates iniciales se centraron necesariamente sobre la cuestión de si los hombres podían ser excluidos y si se aceptaba que “la creación de la nueva mujer pasaba necesariamente por la creación del nuevo hombre” (Rowbotham, en Wandor 1972:3). La mayoría del neofeminismo de la segunda ola, que se concentró en el constructivismo social frente al esencialismo, defendía, y aún más, señalaba a los hombres como el “enemigo”, lo que fue tácitamente aceptado como un posicionamiento temporal y socio-histórico de los sujetos, que sería abierto a transformación posterior. Incluso la mayoría de las feministas no preveía el separatismo total como una solución de trabajo a largo plazo. Ellas deseaban la autonomía para construir un movimiento para las mujeres: “Ellas querían su movimiento, no tanto expulsar a los varones como ser independientes de ellos” (Coote y Campbell 1987:27). Además era evidente que en el período fundacional del movimiento de la “Segunda ola”, las feministas estaban decididas a crear un forum político que señalase sólo a la mujer como el sujeto colectivo. Esto significó, necesariamente, que el término feminista fuera susceptible de aplicación sólo a las mujeres: esto es, que las políticas feministas crearon un espacio segregado sexualmente para compensar las prácticas recalcitrantemente excluyentes del núcleo duro de las políticas parlamentarias. Pero el separatismo ha llegado a ser desde entonces una de las tácticas feministas más incomprendidas –considerando esta como una infantil intentona de ignorar el problema de los hombres y de construir una utopía que sólo funcionaría en la ausencia de éstos-.
Las feministas radicales habían caracterizado el patriarcado bastante desafortunadamente como una expresión del poder de los hombres sobre las mujeres. Las socialistas y las liberales, así mismo, volvieron sus miradas hacia las vidas privadas de las mujeres y sus experiencias personales, lo que parecía afirmar que el problema de las mujeres era, a grandes rasgos, los hombres -no sólo aquellos que sustentaban los mecanismos de poder en el gobierno, sino también los padres, los compañeros y coetáneos -. La observación de que la opresión del patriarcado parecía que se mantenía, con quiebras mínimas, a través de la historia y de las culturas, reforzó la idea de que este sistema de opresión operaba con máxima efectividad en la esfera privada. La idea de “Lo personal es político” ganó empuje entre las feministas, y el escrutinio de las propias historias de vida fue visto como posibilitador y potencialmente liberador, acompañado -como estaba-, por esfuerzos de cambio en la dinámica de las relaciones entre hombres y mujeres. “Política sexual”, en primera instancia, se refiere al sexo y a una conciencia de que las relaciones de poder existen y se perpetúan en los más íntimos rincones de la vida de las mujeres:
“Políticas sexuales” afirmó al mismo tiempo la idea de las mujeres como un grupo social oprimido por los hombres como un grupo social (dominación de los hombres/ opresión de las mujeres), al mismo tiempo que volvía al tema de las mujeres como sexo al margen de las ataduras de la reproducción. Lanzó al centro del debate político las más íntimas transacciones de cama: esta vino a ser una de las interpretaciones de “lo personal es político”. (Delmar en Mitchell y Oakley 1986:26-7)
Si bien las mujeres heterosexuales no podían concebir el separatismo extremo como una alternativa feminista viable para su orden social cotidiano, las críticas de las formas en que las normas hegemónicas en las prácticas heterosexuales reafirman la subordinación de las mujeres, demandó que las relaciones heterosexuales fueran inspeccionadas y revisadas. No importaba lo bien intencionado que los hombres pro-feministas pudieran parecer ser, al nivel de la sexualidad y la afectividad estaban todos implicados como poseedores de un profundo interés en el status quo. Uno de los panfletos más importantes en circulación durante el final de la década de los sesenta fue el “El mito del orgasmo vaginal” de Anne Koedt, que citaba los descubrimientos de Kinsey y de Masters y Johnson, sobre el clítoris frente a la vagina como el órgano del placer orgásmico femenino. Si el intercurso coital fue entendido como el símbolo central de la unión heterosexual, ahora era concebido como una práctica sexual definida en términos exclusivos del deseo masculino -una aproximación que no había manifestado ningún cambio a pesar de la emergencia de la tan traída “era permisiva”. La conclusión lógica de la observación de Koedt de que la penetración era de importancia secundaria para las mujeres, fue que los hombres, por lo menos teóricamente, fueran prescindibles; pero más que esto, que las definiciones de la heterosexualidad fueran abiertas a la negociación:
Muchos han descrito el impacto del ensayo de Koedt como “revolucionario”. No concordaba con las experiencias cotidianas de las mujeres, ni llevó al abandono a gran escala de la heterosexualidad. Pero posibilitó a las mujeres hablar sobre su sexualidad en sus propios términos, escapar de las definiciones masculinas de la “normalidad” y la “frigidez”, sentir que tenían el derecho de hacer reivindicaciones, y percibir que lo que anteriormente había parecido ser sus meros problemas personales eran ahora parte de un patrón que era esencialmente político. (Coote y Campbell 1987:11)
Las feministas radicales enfatizaron las repercusiones del sexismo en las vidas domésticas y sexuales de las mujeres, e incluso forzaron concretamente a los hombres a confrontar los mecanismos a través de los que se beneficiaban directamente de la aceptación de su hegemonía social/sexual. Desde que la institución de la familia fue puesta en el punto de mira como el lugar fundamental de la opresión de las mujeres, como una ideología de la familia que naturalizaba muchas de las formas de vida familiar -que se sostenían eran opresivas-, la familia cayó bajo una estrecha vigilancia. Las radicales percibían incuestionable el trabajo de redefinir los límites biologicistas de los proteccionismos del poder masculino; y así desterrar los efectos de la cultura e ideología lejos de cada mujer, y fue considerado como “la tarea” de las mujeres. El separatismo en la esfera del debate político fue, entonces, un requerimiento fundamental.
El movimiento de hombres: Las políticas sexuales y la redefinición de la masculinidad.
No existe ningún novedoso ni extraño “movimiento de hombres” o “movimientos” (que pueda corresponder de forma directa al denominado “Movimiento de las mujeres”) encaminado a cuestionar o socavar ciertos preceptos feministas. Sin embargo, el movimiento de hombres de comienzo de los 70, en la forma de grupos de toma de conciencia y de grupos de discusión, se desarrolló como respuesta directa al feminismo de la segunda ola. En concreto, sirvió como marco útil para las feministas que creían que el feminismo transformaría las vidas de los hombres, pero que necesitaban mantener el separatismo al nivel de los grupos de toma de conciencia, la prospectiva y la acción política. También supuso que las mujeres podrían continuar investigando sus vidas y experiencias como mujeres y las relaciones con el patriarcado, mientras que los grupos de hombres podrían analizar la forma en que una ideología patriarcal configuraba sus vidas y cómo el machismo en particular, podía ser especialmente sofocado. Tales grupos y organizaciones no se encontraron siempre con un apoyo incondicional del movimiento de las mujeres, ya que las feministas percibieron que tales investigaciones podrían degenerar en una cierta forma de “efecto yo-también”“. Estas sospechas no eran descabelladas cuando un@ puede ver la forma en que este “efecto yo-también” es traído a la conciencia popular muy evidentemente en libros actuales como el “No más guerra de los sexos” de Neil Lyndon”s (1992) o el “No soy culpable” de David Thomas (1993). Cuando los medios de comunicación recogen casos de maltrato a las mujeres, o de violencia doméstica de mujeres contra sus compañeros, no lo hacen para subrayar el problema del abuso y la violencia en general, sino para intentar disminuir la claridad del hecho de que la mayoría de los abusos, de los maltratos y de la violencia doméstica están perpetrados por hombres contra mujeres.
Algunos hombres británicos que formaron grupos de toma de conciencia, decidieron crear un periódico, y el “Achilles Heel” (Talón de Aquiles) salió a la circulación en 1978. Tiene en común con gran parte del pensamiento feminista británico las vinculaciones con el socialismo y como la crítica del patriarcado y de la división sexual es al mismo tiempo una crítica a las divisiones raciales y el capitalismo. Este periódico, producido de forma colectiva y disponible hoy en día, está comprometido hasta la médula con la construcción social de la masculinidad, y como esta construcción se perpetua en la vida, pública y privada, cotidiana de la gente. Los colaboradores parecen estar claramente al corriente de que sus intentos de desconstruir los medios por los que promulgan sus propios dramas masculinos, están destinados a enfrentarse con la burla tanto de las mujeres como de “hombres no-reconstruidos”: pueden parecer imbéciles frustrados por los propios medios con los que ganan acceso al poder y la superioridad social.
Como las feministas se pudieron sentir tentadas de apuntar: El conocimiento de las colusiones “propias” como represiones no detiene la perpetuación de las formas de opresión sobre las mujeres, ni deja de señalar a los hombres como privilegiados individualmente, como sujetos que tienen el derecho de manejar las vidas de sus compañeras e hijos. Esta es la clásica doble trampa para los hombres implicados en los grupos de hombres pro-feministas. Como Victor Seidler subrayó:
“Parece como si los hombres en solitario no pueden escapar de un esencialismo que durante generaciones había sido usado para legitimar la opresión de las mujeres, gays y lesbianas. La masculinidad no pudo ser deconstruída, pudo únicamente ser rechazada” (Seidler, 1991, xi).
El movimiento de hombres alcanza este impás con deprimente regularidad, donde la masculinidad parece ser la más persistente herencia, quizá porque es en gran medida definida por su desviado anverso, la feminidad; al mismo tiempo que está asociada con una transparente totalidad. El problema con el rechazo de la masculinidad, de la que el rechazo de la propia implicación en las redes de poder es una parte; es que le crea -a uno- una vacuna analítica. Últimamente, cierto movimiento de hombres, ha entendido la necesidad de comprometerse con la masculinidad con el objetivo de investigar sus diversas formas culturalmente heredadas, y distinguir las experiencias personales e individuales de la construcción patriarcal aparentemente monolítica.
Aquí, los grupos de “toma de conciencia” se convirtieron en cruciales como lugar donde hombres individuales podían intentar un grado mayor de honestidad sobre sus experiencias personales y sus ambivalencias frente al empuje de la masculinidad. El “Talón de Aquiles” se especializó en tales grupos de sensibilización, recogiendo temas tan diversos como el cuidado de los hijos o la disputa contra el sexismo de los hombres en el lugar de trabajo.
El trabajo del movimiento de liberación gay es conocido por dar comienzo a los desafíos contra las construcciones patriarcales y heterosexistas de la masculinidad. Lo que nos recuerda que hoy en día el mayor problema para el movimiento de hombres separado de las políticas gays es encontrar un medio para definirse en sus propios términos sin parecer parásito del movimiento gay o del feminismo, y así encontrar un papel que le sea propio:
“En este colectivo (Talón de Aquiles), no estamos de acuerdo con los hombres que dicen que el movimiento de hombres, como el nuestro, no tiene derecho a existir, excepto quizás en un papel auxiliar de servicio al movimiento de las mujeres. Vemos esta actitud parcializada, como otro aspecto más de la culpabilización y auto-negación que hemos arrastrado desde nuestro nacimiento. También refleja el menosprecio por otros hombres diferentes. Y, en su forma extrema, llega a convertirse en otra forma de dependencia de las mujeres, haciendo que éstas hagan todo el trabajo para producir los cambios que necesitamos. Los hombres pueden colocar al feminismo en un pedestal igual que en general hacen con las mujeres”. (Seidler, 1991, 31)
Este importante párrafo nos señala como los hombres pueden ver el sexismo como el “problema de las mujeres” si es que no lo ven como un problema en absoluto. Y lo que es más, emplaza el problema de que la respuesta fundamental de los hombres al envite del feminismo es la culpabilización, una posición que connota más una inercia política que un potencial transformador. Pero la cuestión de dónde situar los grupos de hombres en el feminismo continua siendo un problema espinoso, e incluso aquellos hombres que intentan escribir honestamente sobre la masculinidad y sus problemas, exhiben demasiado frecuentemente un atrofiante sentido de culpabilidad y auto-desprecio, como el reseñado por Victor Seidler en el párrafo anterior, hasta el punto de que los análisis de las relaciones personales y de la respuesta sexual están casi siempre “desaparecidos”.
En “Recreating sexual politics”, Victor Seidler reconoce que la corriente central de las políticas sexuales nunca ha ubicado certeramente el problema de como pueden responder los hombres a la opresión de las mujeres y cual es su propia implicación en ello, y “no ha surgido ninguna crítica sistemática de las tradiciones que dominan la izquierda” (Seidler, 1991b, 16). Como sugiere el autor, la toma de conciencia para los hombres se convirtió en una respuesta al desarrollo de las posiciones feministas: así mismo el feminismo facilitó esta forma de discusiones basadas en la propia experiencia a través de las lecciones aprendidas por su propia política personal, y que requerían una respuesta. En contraste, la tradición socialista permaneció en silencio, tendiendo a asentar la división público/privado, evadiendo la amplia cuestión de la opresión de las mujeres dentro de la cuestión de la opresión de clase. A pesar de las dificultades aquí expuestas entorno a los grupos masculinos de sensibilización, los grupos de hombres se presentaron “naturalmente” a las mujeres como una respuesta política porque estaban acostumbradas a realizar trabajo colectivo informal como parte de una subclase o subcultura del cuidado -las mujeres estaban acostumbradas a cooperar, mientras que los hombres fueron impulsados a competir entre sí en todos los frentes-. Por esto, “en los comienzos de la toma de conciencia, los hombres pudieron admitir con frecuencia que no les gustaban realmente los otros hombres y que sus relaciones más íntimas fueron con mujeres” (Seidler, 1991b, 15): y por supuesto, sus más íntimas relaciones afectivas con mujeres tendían a ser con amantes que les proveían frecuentemente de soporte emocional y que no eran correspondidas. De hecho, Seidler, defiende fuertemente que la toma de conciencia es vital en la machista izquierda, y que el reconocimiento de su validez política ayudaría a desestabilizar la firme convicción en la izquierda de que solo contribuyen a discutir sobre las propias experiencias personales sin tener ningún tipo de resonancia en la vida pública política general.
Seidler también defiende que la tendencia feminista a asociar a los hombres y el comportamiento masculino con la construcción y significado dominante de masculinidad, convierte en “casi imposible poder explorar la tensión entre el poder que los hombres detentan en la sociedad y las formas en que se experimentan a sí mismos como individuos sin poder”. (Seidler, 1991b, 18). Nos muestra que la izquierda se ha construido a sí, incuestionablemente, sobre las nociones burguesas de culpa y sacrificio personal, enfatizando el deber y la obligación del propio sacrifico en el nombre de nuestra carrera, el Estado u otras cosas. Necesariamente perpetúa el refrán popular de que “el hombre debe ser un ganapanes y el protector de la familia”; y no es esto lo único que hace perpetuarse al patriarcado, que funciona en interés del capitalismo, sino que es además un modelo incuestionablemente heterosexista. Los hombres gays en el movimiento gay de liberación se han acostumbrado a las prácticas de sensibilización y toma de conciencia, y al desarrollo de redes de apoyo mutuo entre varones.
El apoyo del feminismo y de las estrategias políticas feministas tiende a emerger, además, desde una comprensión íntima de la necesidad de tales prácticas en una sociedad profundamente atrincherada en el desprecio de lo personal mientras positivan un modelo de vida personal que está lejos de la realidad de las vidas de la mayoría de los individuos. Algo que Seidler evoca muy claramente es la doble trampa en que los hombres antisexistas pueden encontrarse:
“Creo que esta experiencia de retraerse de definir nuestros deseos y necesidades ocurrió a muchos hombres en los primeros años del movimiento de mujeres. Nos vimos abandonados sintiéndonos culpables, casi porque existíamos y éramos hombres. No queríamos que nos creyeran sexistas, por lo que nos escudriñamos muy cuidadosamente” (Seidler, 1991b, 36).
Es claro que los hombres pro-feministas, simplemente, no aceptarían su culpabilidad como opresores y no actuarían en un papel puramente de servicio en relación al movimiento de mujeres. Podría proponer no sólo un papel para los hombres indulgente, paternalista y agudamente apolítico, sino que además serviría para negar la posibilidad de una formación social futura donde los cambios afrontados por las feministas pudieran llevarse a cabo. En concreto, no permitiría definir a las futuras visiones y redefiniciones feministas de la masculinidad y de la feminidad sobre la aceptación de que la posición social/económica de los hombres es siempre más privilegiada. Permitir a la masculinidad que se mantenga en un estado de cuasi-esencialismo, mientras se invoca la construcción social de la feminidad en todo nivel, es encerrar a los hombres en un “estado de no existencia, un tipo de silencio que vigila nuestra masculinidad” (Seidler, 1991b, 40). Una podría argüir que los grupos de toma de conciencia, dan a los hombres la oportunidad de situarse como seres privados frente a la faz pública del “hombre” -una experiencia que podría hacer a muchos intentar retirar sus inversiones en la corriente hegemónica del capitalismo patriarcal-.
En donde las mujeres fueron capaces de encontrar un foco para su rabia y una dirección en su determinación de transformar el status quo, el movimiento de hombres parece faltarle una dirección clara, y tan sólo se mantiene un vínculo parcial entre el anti-sexismo y el socialismo. Victor Seidler apunta certeramente que es contraproducente la culpabilización como respuesta a la conciencia de que los hombres poseen los medios para oprimir a las mujeres. Repudiar la masculinidad es claramente una forma de aplazar la responsabilización y de negarse la posibilidad de participar en la voluntad general de cambio. Una de las fuerzas de la creación de grupos de hombres ha sido su función de crecimiento y concienciación, posibilitando un espacio para que los hombres exploren sus sentimientos y emociones, ya que han sido socializados para negarlas. Tales grupos desarrollaron también una plataforma desde la que el movimiento de hombres tiene un papel más significativo que el servicio al movimiento de mujeres, pero un papel que facilita el desarrollo de ideas feministas, en contraste con la atmósfera competitiva que se ha desarrollado entre los hombres en el feminismo en el mundo académico.
Los hombres en el feminismo: Conflictos en el ámbito académico.
A mediados de la década de los 80, se retornó a un argumento que fue furiosamente debatido a finales de los 60, sobre el lugar que los hombres ocupan en el debate feminista. Como ya he subrayado, la mayoría de las feministas estaban de acuerdo en que las mujeres necesitaban un espacio y tiempo para desarrollar sus propios argumentos y perspectivas teóricas, porque los hombres -desestimando la benignidad de sus intenciones- representaban los mecanismos por los que el discurso femenino podría ser/ había sido absorbido y neutralizado en un golpe de mano patriarcal. Pero en la institución académica, en el momento de la rápida expansión feminista y quizás en virtud del progresivo compromiso del feminismo con la teoría crítica, algunos hombres sintieron que tenían una contribución que ofrecer, como si la implicación del feminismo en los nuevos departamentos de teoría significase una perpetración de alianzas entre los hombres. Así como las feministas habían expuesto previamente, la exclusividad de los hombres sobre los discursos radicales, como el marxismo, era la base para que sintieran justificado cuestionar la exclusividad de las mujeres en el feminismo. Algunos hombres tomaron con gusto el feminismo como punto de partida para explorar la construcción social de la masculinidad; otros quisieron apuntarse más directamente a los vividos y agitados debates que caracterizaron el feminismo de los 80 y los 90. Estos segundos querían primordialmente demostrar que ellos también habían sido afectados profundamente por la forma en que el feminismo socavó los fundamentos epistemológicos del pensamiento socio-filosófico contemporáneo. Desde un punto de vista más cínico, es importante observar que -en términos académicos- el feminismo había llegado a la mayoría de edad y los estudios de la mujer, como disciplina y como proyecto de emancipación-acción, buscaban nuevas vías entre las disciplinas existentes para la teoría en un área cada vez más competitiva, lo que iluminó al feminismo como otra forma de pensamiento abstracto que podía ser campo de nuevas posibilidades. La antología “Los hombres en el feminismo”, publicada en 1987, es un ejemplo de este tipo de intervención masculina: en este volumen, un número igual de aportaciones de hombres y mujeres, se desafían, toman postura, llegan a acuerdos o se denigran. La formula fue claramente exitosa, y diversos aspectos del diálogo han sido desarrollados con extensión en dos libros posteriores de Linda Kauffman, “Género y Teoría” (1989) y “Feminismo e Instituciones” (1989).
Como el formato de “diálogo” sugiere, las contribuciones masculinas fueron enmarcadas y moderadas por las respuestas feministas; posteriormente los “hombres feministas” se sintieron capacitados para seguir en solitario, como ilustró la colección “Engendering men” (1990), íntegramente realizada por hombres. Joseph A. Boone, uno de los editores de esta colección, reimprimió su ensayo en ésta, ya que apareció en primer lugar en “Género y teoría”, acompañado por una respuesta de Toril Moi. Sin embargo, no refiere a esta en el preámbulo de la reedición de su artículo, relegando toda mención de Moi a una nota a pie de página, que lleva en sí mismo mucho más que una cierta revancha. La nota a pie termina en este paréntesis:
“(Una confesión íntima: durante mucho tiempo he fantaseado que publicaba una respuesta a la respuesta de Moi, titulada -haciendo un juego de palabras con mi propio título- “De Moi y el feminismo: la aterrorizante Toril”- una respuesta en la que analizaría la serie de ataques bien agresivos que Moi ha formulado contra ciertas feministas americanas, particularmente contra aquellas que su trabajo rompe la oposición americano/continental que ella construye en su Sexual/Textual Politics…)” (Boone y Calden, 1990, 292).
Es como si Boone sólo pudiera reconciliarse con la respuesta de Moi caracterizándola por un rasgo de incapacidad para encajar el desacuerdo; incluso más, sugiere la falta de sororidad de Moi en la práctica académica como intento para desvirtuar sus más amplias intenciones feministas. Escondiendo estos comentarios en un pie de página del texto, evade nada ingenuamente la confrontación, y lo que es más, la crítica feminista es desplazada a “suplemento” del texto principal del “feminist-o”, lo que convierte el texto en una forma dramatizada de apropiación.
Sobretodo los hombres que contribuyeron al volumen mencionado comparten ciertas tendencias en sus escritos que merecen un comentario. Hay dos estrategias textuales principales utilizadas corrientemente por estos ensayistas para apuntar una defensa retórica que sienten claramente necesaria. La primera es centrarse en el derecho de sus propios trabajos para existir dentro de esa diversidad; la segunda es sugerir que todo exclusionismo de parte feminista es una muestra de la cada vez mayor tiranía del discurso feminista, cuyos líderes se reservan el derecho de prohibir el desacuerdo incluso contra los de su propia “cuerda”. El problema con muchos de estos ensayos es que, tales defensas se desvían del tema, la relación con el debate feminista es frecuente y estrictamente periférico; cualquiera se podría perder al asumir que uno de los objetivos principales de este trabajo es realizar una reclamación de la identidad “feminista”. Joseph Boone es uno de estos autores que se ve a sí mismo como feminista, una reclamación que engendra la absurda conjunción “mujeres feministas” (en adición a “hombres feministas”), a través de todo el curso de sus ensayos. Es interesante dilucidar por qué estos hombres no están contentos de ser “pro-feministas”, o “anti-patriarcales”, y por qué, además, tiene que estar en juego la cuestión del derecho a una identidad feminista. Durante el desarrollo de esta discusión asumiré, como de hecho lo hago a lo largo de todo el libro, que las feministas son mujeres, y nombraré “hombres feministas” entre paréntesis para indicar su naturaleza problemática.
Muchos “hombres feministas” usan además la doctrina del primer feminismo contra las teóricas actuales: suelen adoptar el modo de expresión en “confesión” tan favorecido por las radicales, estudiando las identidades personales que señalan la inadecuación de la homogeneizadora significación del término “hombre”. Por ejemplo, Terry Eagleton, en respuesta a un artículo de Elaine Showalter, en “Los hombres en el feminismo”, afronta su estatus social como joven audaz marxista de clase obrera en Cambridge: así describe su orgullo de clase trabajadora al enfrentarse a la “chapucera y bien intencionada Alisidairs”, y todo nos recuerda su propia “otreidad” cultural. (Eagleton en Jardine y Smith, 1987; 133-5). Podría parecer que el motivo al que achacar esta homogeneización del término “hombre”, sería el estilo tan agresivo sostenido por las mujeres de comienzo de la segunda ola, pero la mayoría de las feministas estarían de acuerdo en que la masculinidad/virilidad como categorías cultural/biológica están listas para una reinterpretación; además, es justo recordar que para las feministas, allí donde una identidad pudiera ser establecida para garantizar la autoridad, y para evitar la disidencia, esta técnica se demostró impugnadora. Se necesita reiterar que la categoría “hombre” no es el reverso simple de “mujer”. “Hombre”, la homogeneizadora identidad para la mitad de la población humana, cuando menos garantiza la visibilidad cultural/social/económica para los hombres blancos heterosexuales; el genérico “hombre” el sujeto existente de la epistemología occidental, negó los privilegios materiales e ideológicos a todas las mujeres durante siglos. La cuestión central es si el feminismo debe mantener una política así como una polémica, una estrategia de oposición así como una exitosa historia académica en términos de su explosión discursiva académica. Entonces, ¿Cuáles son las consecuencias del “feminismo de hombres”? Esta pregunta es ética y va desde el tema de si la voz de las mujeres será de nuevo suprimida en favor de la voz autorizada de los hombres, o si en la institución académica (el último bastión del crecimiento del feminismo), las pertenencias de las mujeres -incluso dentro del “guetto” de los “Estudios de la mujer”- encararán las renovadas amenazas.
Tania Modleski ve la amenaza no sólo en la “cooptación”, sino también en la trivialización de las agendas feministas: “Estos libros están haciendo retornar a los hombres al centro del escenario y distrayendo a las feministas de desafíos mucho más apremiantes que el decidir sobre la conveniencia de la etiqueta “feminista” para los hombres” (Modleski, 1991, 6). Unido a esto, recalca el heterosexista calzador de la noción de “diálogo” entre hombres y mujeres, acompañado de una tácita asunción de que este “diálogo” puede proclamar una igualdad formal entre mujeres y hombres (incluyendo el equilibrio de autores/as de artículos en el citado volumen), que obviamente no existe ni en la arena académica ni en el mundo en general. Modleski, señala que Lee Edelman, un autor de “Género y teoría” desarrolla esto. Del título de la obra, Edelman comenta:
El “y” identifica el diálogo en sí mismo como un tipo de unión o matrimonio, además lo inscribe dentro del amplio marco de la discusión: la heterosexualidad esencial del proyecto -un proyecto que debe siempre suplir los idealizados emparejamientos del “y” con una reproducción de la sublime confrontación que opera el “entre” (Kauffman, 1989a, 215).
El problema con los textos de “los feministas” podría ser, después de todo, más pragmático. Lo que puede hacerlos tan sumamente irritantes para las autoras feministas es precisamente el grado de desviación del espacio textual, y que se esfuerzan en dedicarse a cuestionar los términos mediante los que pueden entrar en el feminismo, mientras bloquean efectivamente cualquier respuesta al identificar como tiránicas las formas mediante las que las feministas les niegan el libre acceso a la teoría feminista. Además construyen fronteras artificiales alrededor del feminismo que son contraproducentes.
La mayoría de las investigaciones académicas feministas han estado más en la línea de romper las barreras del discurso masculino que en crear un tipo de discurso que sea, para los propósitos políticos y académicos, específico de las mujeres. No puedo apoyar pero si sospechar que algunos de los actuales “hombres feministas” están intentando hacer lo contrario -dado que, por supuesto, una inversión de los roles presupone por lo menos que aquellas posiciones son diferentes pero de igual valor-. Para muchos hombres parece ser una cuestión de a quién pertenece el feminismo (un tema contestado subliminalmente entre los grupos rivales de feministas), si bien el resultado principal ha sido alejarse de la retórica de la pertenencia de todos -dentro de una posición de celebración y aceptación de la heterogeneidad-. Esta heterogeneidad parece ser el tema más difícil para los “hombres feministas”, y el lugar del feminismo que implica un conocimiento de la diversidad de feminismos mucho más allá de la teorización postestructuralista. De acuerdo con Paul Smith, “el desafío intelectual de comprender la teoría feminista no es problema desde que la teoría feminista está situada dentro del abanico de discursos postestructuralistas con los que muchos de nosotros estamos más que familiarizados” (Smith en Smith y Jardine, 1987, 35). Para muchas feministas esta observación tiene dos puntos de discusión inmediatos: (a) que la teoría feminista reside dentro del postestructuralismo, una tendencia dominada por “popes” varones; (b) que, siendo este el caso, y estando los autores más que familiarizados con esta metodología, el problema de los hombres en el feminismo no es seguramente de comprensión. En realidad, la construcción de Smith sitúa la teoría feminista en los hombres, y proscribe o repudia otras líneas de feminismo, por lo que podríamos olvidar cuestionar si este interés masculino en el feminismo tan reciente, no está engendrado primariamente por su aparente “matrimonio” con el post-estructuralismo.
Sin embargo, “los hombres tienen una necesaria relación con el feminismo” (Heath en Jardine y Smith, 1987, 1), si se supone que los hombres son igualmente modificados por sus postulados. Como Judith Mayne observa, “”Los hombres en el feminismo” no es más que una nueva formulación” (Jardine y Smith, 1987, 62); las feministas han asumido ampliamente como parte de sus desafíos la necesidad del crecimiento y la toma de conciencia de hombres y mujeres al mismo tiempo. Lo que lo distingue como “diálogo” es entonces su dimensión teórica y los autores bien podrían estar repitiendo uno de los errores de los pioneros de la segunda ola al asumir que pueden hablar por todos los hombres. Esto implica que el principal problema del feminismo es “otras feministas” -no las mujeres ni los hombres (como si auto representasen en estos debates como sumamente dispuestos a, en exclusividad, aprender y admirar)-. Joseph Boone admite el punto de vista de los hombres que hablan de los hombres en el feminismo”“Género y teoría”: “De los citados autores, Jacques Derrida, Robert Scholes, Denis Donoghue (en letra pequeña) y Terry Eagleton (en una réplica a Showalter), critican que su relación con el feminismo no ha sido nunca, con riesgo de quedarse corto, no-problemática” (Boone en Kauffman 1989a, 168). Sugiere que la importación de grandes nombres en la teoría combate contra la consideración seria de los “hombres feministas” como él, cuyas intenciones/intervenciones son absolutamente honestas. Curiosamente recalca el heterosexismo que ha acompañado tales proyectos, afirmando que “un reconocimiento de la presencia e influencia de los gays trabajando en y alrededor del feminismo, tiene el potencial de reescribir los miedos feministas en “Los hombres en el feminismo” como un gesto de apropiación estrictamente heterosexual” (Boone en Kauffman, 1989a, 174). Esta observación podría ser loable al identificar a los gays como portadores de una posible clave para resolver el problema del posible mal recibimiento de la atención de los hombres al feminismo, pero Boone implícitamente identifica el problema como subyacente en los temores feministas de la penetración simbólica de sus discursos. De otro golpe de mano ignora la realidad de que las lesbianas han estado durante mucho tiempo exponiendo muy efectivamente, en debates cara a cara, el heterosexismo de la corriente principal del feminismo. En su ensayo Boone ha relegado con un audaz “molinete” (golpe de esgrima) el término “feminista” a un estatus neutral de género. Toril Moi en su respuesta a este ensayo no trata esta cuestión con el deseo de usar “feminista” como una adscripción para su propio trabajo, sino con la intención de sugerir que las feministas necesitan forzosamente de los hombres, una clara convicción de que están trabajando contra los intereses del patriarcado, y que no están luchando entre ellos -una sensación que permea entre los ensayos de Boone (ver Moi en Kauffman, 1989a, 181-90).
Gran parte del antagonismo de las feministas a ciertos aspectos del debate de “Los hombres en el feminismo” resultan del contenido de los ensayos, y del deseo de apropiarse del término “feminista”, más que de la sola idea de los hombres en el feminismo -que después de todo no es particularmente chocante-. Pocas feministas desearían trabar el progreso de los trabajos de éstos, o negarles el derecho al acceso al pensamiento feminista; pero su insistencia en el “derecho” al “acceso” a ser “armados caballeros feministas”, más que a ser “pro-feministas” o algún otro término que podría indicar su interés en el género, sigue siendo problemático. Reservar “feminista” para las mujeres reconocería que las mujeres retuvieran el más importante impacto del término feminismo -que ha venido a significar una presencia femenina después de siglos de invisibilidad en términos materiales como ideológicos. El feminismo es, después de todo, construido como un trabajo progresivo, un debate destinado a acabar con la subordinación de las mujeres y realmente es la única identidad no patriarcal que las mujeres pueden reclamar. Al deconstruir el binarismo occidental, estos hombres parecen creer que los hombres pueden escribir el “femenino”; como las feministas francesas reclaman, es cierto que si bien, escribir no está “marcado por el género” en un sentido directo, las feministas lo han encontrado políticamente conveniente para caer en la cuenta de la identidad del autor, como hacen los teóricos gays, lesbianas y negras. Mientras los hombres perciban que el centro del debate gira en torno a las relaciones de autoridad/subordinación, las mujeres resistirán contra sus intervenciones: los términos están en si mismos preparados para su deconstrucción.
El hombre nuevo, el hombre salvaje y el hombre anti-feminista.
Si bien, como he discutido anteriormente, hay cierta incidencia de grupos de hombres que identifican sus intereses directamente como anti-sexistas, y que frecuentemente construyen sus consecuentes posiciones políticas desde la izquierda, no hay un único significado asociado al término “grupos de hombres”. Un ejemplo de grupo de hombres que adopta una perspectiva bien diferente a los grupos anti-sexistas, podría ser los grupos “Iron John” creados por Robert Bly en los Estados Unidos, y también en el Reino Unido. La concepción de Robert Bly de la necesidad para el hombre moderno de volver a tomar contacto con su fondo “salvaje” refleja la creciente inquietud en las respuestas populares al fenómeno del “hombre nuevo” en los medios de masas. El feminismo, directa o indirectamente, es hecho responsable del temido amaneramiento del hombre contemporáneo. El hombre, desnudo de su corteza machista, es concebido como sufriendo una crisis de identidad, de hecho en el imaginario popular, el cuestionamiento de las formas de comportamiento asociadas con la masculinidad acapara el repudio de la virilidad per se.
En junio de 1990, el periódico “The Guardian” dedicó dos días de su sección “Mujeres” al fenómeno del “hombre nuevo”, contribuyendo enormemente a sostener la perspectiva de que ser un hombre nuevo era evitar la reclamación de la emancipación (autonomía). Kimberley Leston, redactora del “The Guardian” también señaló que la imagen del “hombre nuevo” había sido utilizada principalmente en la publicidad para sugerir que si los hombres tomaban obligaciones femeninas, actuarían inevitablemente mejor:
En un anuncio en la televisión, un paciente y compasivo padre vuelve apresuradamente a casa durante las horas de trabajo en la Oficina, en el salón de alto-standing intenta disuadir a su hijo de cuatro años para que no abandone la casa. La situación pasa por creíble, cuando no por improbable, pero el mensaje esencial permanece camuflado bajo el subtexto aportado por el personaje secundario de la madre del niño. “No quiere escuchar”, admite ella con bovina cara de resignación, implicando que el cuidado compartido de los niños -el tema clave de la nueva masculinidad- trae algo más deseable que la recompensa emocional, trae un incremento de la base de poder masculina. (The Guardian, Jueves, 21 de junio de 1990).
Como Leston señaló, la representación de un “nuevo hombre” es utilizada primariamente como una forma nueva de castigar a las mujeres, al crear una ilusión de cambio cultural pero que no se encamina a iniciarlo realmente en una esfera política más amplia. Parece como que el “nuevo hombre” existe fehacientemente en los portafolios de los creativos de las compañías de publicidad y que es otra forma de reafirmar el poder de los hombres. (Ver también Christian, 1994, 3); es más corriente la parodia de los requerimientos feministas que la respuesta a éstos. Como Harry Christian señala, las aproximaciones de los hombres al feminismo tienden a ser activas si están orientadas hacia el futuro, y se necesita hacer una distinción entre las reacciones antisexistas y no-sexistas: “Ser anti-sexista significa tener una posición activa opuesta al sexismo, mientras que el término no-sexista indica una forma ideal de relación con las mujeres, a la que los hombres anti-sexistas aspiran, que no es por completo ni necesariamente alcanzable” (Christian, 1994, 3). Creo que en Christian el término no-sexista puede también implicar una ausencia de conciencia pro-feminista, o cuando menos una inercia política en la que el comportamiento personal propio es el único indicador.
El movimiento “Iron John” de Robert Bly representa el ala de los grupos de hombres que tienen poca o ninguna conexión con el movimiento de liberación de las mujeres. Si bien no atacan, precavidos, al feminismo directamente, Bly infiere que “el feminismo de los 70 “suavizó” al hombre moderno en contra de la integridad masculina”-”ellas son preservadoras de la vida pero no exactamente dadoras de la vida” (Bly, 1991, 3). El movimiento mítico-poético de hombres de Bly, está originado en el cuento “Iron John” recogido por los hermanos Grimm. Es la historia de un hombre salvaje, capturado y hecho prisionero por un rey, que más tarde será liberado por el hijo del Rey. Bly utiliza esta historia como una metáfora para sugerir que los hombres contemporáneos tienen un “hombre salvaje” encerrado dentro de ellos y que necesita ser liberado para que los hombres puedan experimentar el auténtico sentido de su propia masculinidad. Toma prestado claramente un modelo esencialista de los impulsos masculinos sugiriendo un retorno a la “prehistoria” patriarcal más que un futuro en el que la virilidad y la masculinidad sean renegociadas. Como Christian observa:
Mientras que Bly no reclama hostilidad hacia el feminismo, su movimiento no pone énfasis en ayudar a la batalla contra la opresión de las mujeres, y parece formar parte de una serie de actividades de introspección de liberación masculina que pueden quizás ser beneficiosas para algunos hombres pero que apenas parecen beneficiar a las mujeres, y pueden incluso ser parte del movimiento anti-feminista de retroceso. (Christian, 1994, 11).
Las feministas tienden a ver la prospectiva del movimiento de hombres con sentimientos contradictorios, a la luz de las tendencias como aquellas demostradas por Bly y sus adhesores. Así como con el movimiento de mujeres no puede haber garantía de que todos los individuos y grupos bajo tal denominación, estén de acuerdo sobre la perspectiva política entre sí, así el término “movimiento de hombres” podría comprender desde un grupo de toma de conciencia manifiestamente pro-feminista, a un taller del “hombre salvaje” de Robert Bly, que en su identificación con la figura del guerrero, podría ser visto como celebrando lo masculino en una forma no-reconstruida (ver Eisler, Adair en Hagan, 1992, 43-53, 55-66).
No es sorprendente que esfuerzos como el de Bly sean mirados con escepticismo por muchas feministas como un “efecto yo-también” cultural, que no se compromete necesariamente en el debate crítico sobre las polaridades de género en la sociedad, o sobre los continuos beneficios que los hombres reciben desde sus privilegios masculinos.
Necesitamos un movimiento de hombres que sea parte de un movimiento feminista revolucionario. Si las masas de hombres en nuestra sociedad no han desaprendido su sexismo, no han abdicado de sus privilegios masculinos, entonces sería obvio que un movimiento de hombres dirigido sólo por hombres, con sólo hombres participando en tal, se corre el riesgo de que siga modelos diferentes pero que sigan siendo opresivos dentro de la cultura patriarcal. (Hagan, 1992, 117).
No sólo es que algunos grupos trabajen directamente en contra de las bases filosóficas del feminismo, sino que ciertos hombres periodistas se han granjeado reputación públicamente como detractores del feminismo. Neil Lyndon es una de estas figuras, pero el libro más sólido de David Thomas “No soy culpable” (1993), proporciona un ejemplo aún más reciente de retroceso en la contra del feminismo, y que se apoya en estadísticas amañadas para probar que la suerte del hombre es más dura que la de la mujer y que la “sociedad occidental está obsesionada con las mujeres hasta el punto de la neurosis de masas” (Thomas, 1994, 2). El libro de Thomas está a la defensiva, concebido para afirmar que los hombres son las víctimas en nuestro orden social actual. Predeciblemente cita los casos en los que los hombres son sujetos de violencia psíquica o sexual como si este hecho aislado contrarrestase las horripilantes imágenes acumuladas por las feministas que muestran que las mujeres han sufrido la violencia y la muerte a manos de hombres durante siglos hasta el genocidio. Thomas concibe un mundo donde mujeres y hombres están en competición directa por el acceso a cuidados de salud y de apoyo personal, y donde los hombres están oprimidos por la carga de su deseo de poder (Thomas pregunta al lector: ¿Desearías realmente ser George Bush?; Thomas, 1993, 8; un ejemplo primario del non sequiturs utilizado para dar a sus argumentos una impresión de dirección). Identifica lo que percibe cruciales diferencias entre los hombres y las mujeres, y en común con los patriarcalistas más actuales, busca sus justificaciones en la “evolución”:
Los hombres son capaces de analizar objetos tridimensionales moviéndose en el espacio porque es lo que los cazadores tienen que hacer con su diana. Las mujeres son capaces de recordar el orden de los objetos porque esto es lo que recogen, buscando en el suelo plantas comestibles, necesitan poder recordar entre un viaje de recolección y otro. Para el hombre moderno resulta más fácil que para la mujer conducir el coche en una vía estrecha, pero a diferencia de las mujeres, ellos nunca pueden recordar dónde está nada dentro de casa. (Thomas, 1993, 48).
Thomas pretende revisar los hechos bajo una luz de progreso y objetividad, pero sus conclusiones reflejan el profundo conservadurismo de los hombres que se siente aterrados por el movimiento de las mujeres, más que desafiados por éste, y únicamente pueden responder presentándolo como si les acusara personalmente.
Muchas feministas se siente preocupadas de que mientras un movimiento autónomo de hombres pudiera ser justificado mediante un “juego limpio” (ya que ha llegado el momento para que los hombres tomen su espacio con el objetivo de avanzar con concepciones de cambio de los roles de género ofrecidos por las feministas), continuase la supremacía masculina -ya sea huyendo o escondiéndose como miembros de un movimiento de hombres o no- desplegando una profundamente atrincherada falta de juego limpio en todos los influyentes sistemas sociales y económicos de nuestro mundo. La presencia continuada de “Achilles Heel” en el Reino Unido y de NOMAS (the National Organization of Men Against Sexism -organización nacional de hombres contra el sexismo) en los EEUU, nos muestra que hay bastantes hombres preparados para traducir su anti-sexismo en un activismo político y en un cuestionamiento de los presupuestos y comportamientos asociados con la masculinidad. Todavía necesitamos recordar que la corriente hegemónica en la política y los media, observa el feminismo con el interés de caracterizarlo como una amenaza a los estimados y vividos derechos del hombre. Thomas, entre otros, regresa a la retórica del primer liberalismo para mostrar las políticas sexuales como un campo de batalla, donde la “naturaleza” está bajo asedio. Vic Seidler nos proporciona una razón de por qué los hombres como Thomas pueden estar embistiendo a la defensiva:
Creo que una de las razones por las que muchos hombres se han sentido al mismo tiempo profundamente celosos y desenmascarados ante el feminismo y las políticas de lo personal, es que ha habido una sensación de que el instrumentalismo de la vida ha sido roto, de alguna forma, por las mujeres; y se ha tenido la sensación de que había sido redescubierto lo que es importante en la vida a través del cuestionamiento realizado por el movimiento de las mujeres. (Seidler, 1991b, 46-7).
Y está forzando a que escritores como Bly, Lyndon y Thomas estén de hecho enfrentándose contra la aplastante experiencia de alienación de los hombres en un sistema de capitalismo avanzado, creado a imagen de éstos y concebido para funcionar en función de sus intereses exclusivamente.
Capítulo: “Hombres en el feminismo”
Imelda Whelehan (1995) “Modern feminist thought: From the second wave to “Post-feminism””.Edimburgh University Press. 1995.
(Traducción: José María Espada Calpe. 1998)
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