Una liga adscrita a la Internacional de Resistentes a la Guerra, con la médico zaragozana Amparo Poch al frente, difundió con un éxito insuficiente en 1936 los principios antibelicistas que comenzaban a arraigar en amplias capas de la sociedad española.
«¿Qué debemos hacer las mujeres en este nuevo trance? (…) No mantengáis una pasividad inexplicable e inexcusable. ¿Dónde estáis? No hacen falta gritos, sino pasar delante. Llevar la luz y hundir todo lo que pueda despertar el odio. No aprendáis el gesto militar, mujeres. Hay que apresurarse, hay que apresurarse y acabar con todo eso«, defendía en 1935, con la tensión prebélica disparada, Amparo Poch, la médico y activista zaragozana que unos meses más tarde sería la primera presidenta de la Liga Española de Refractarios a la Guerra, una entidad afiliada de la Internacional Resistencia a la Guerra (IRG, WIF por sus siglas en inglés) que se empleó, sin éxito, en intentar evitar una guerra civil y que supone uno de los primeros ejemplos de organización del pacifismo y el antimilitarismo en España.
Sus integrantes, conocidos como «los refractarios», aunque era más común utilizar «las refractarias» por la amplia presencia de mujeres en la organización y su relación con el incipiente movimiento feminista, protagonizaron en los años 30 el poco conocido primer brote del antimilitarismo organizado en España, que reaparecería en los años 80 con el MOC (Movimiento de Objeción de Conciencia) y con los insumisos para languidecer a partir de la abolición de la mili y de su prestación sustitutoria con el cambio de siglo.
El pacifismo había comenzado a arraigar en España con la Segunda República, el artículo sexto de cuya Constitución recogía una esperanzadora «renuncia a la guerra como instrumento de política nacional» y durante la que, según explica el historiador Xavier Aguirre en En legítima desobediencia, surgió un movimiento antimilitarista al confluir «los ecos pacifistas que siguieron a la Primera Guerra Mundial en general y la Internacional de Resistentes a la Guerra como su expresión organizada en particular» con «la tradición autóctona de oposición al Ejército, tanto en formas espontáneas de evasión de quintas, como en su vertiente obrera organizada (oposición a las campañas de Marruecos, huelga general de Barcelona de 1909, círculos anarquistas, etc.)».
En ese ambiente funda José Brocca en 1932 la Orden del Olivo, la cual, dentro de la IRG y bajo la idea de que «la guerra es un crimen contra la humanidad», contaba dos años después con varios cientos de activistas que lograron que algunas organizaciones sindicales y sociales llegaran a reclamar la abolición del servicio militar obligatorio.
Una organización pacifista nacida en vísperas de una guerra
En la primavera de 1936, y como afiliada a la IRG, nacía la Liga Española de Refractarios a la Guerra, con Amparo Poch como presidenta y, entre otros, José Brocca como vocal. Para entonces, el país respiraba una «atmósfera tormentosa» y prebélica, explica la historiadora Fernanda Romeu en El Viejo Topo.
Era «una etapa de inestabilidad que los antimilitaristas españoles contemplarán con verdadero desaliento», anota Aguirre, ya que «con el país al borde de la guerra, se advierte que las peores consecuencias pueden surgir de una situación en la que por todas partes hay una explosión de odio y de amenazas».
Antes de eso, el pacifismo había vivido momentos convulsos, como el distanciamiento del Gobierno republicano por el uso de medios violentos contra la revuelta obrera de Casas Viejas (Cádiz) en 1933, y otros de avance, como la negativa de un piloto de Correos a participar en los bombardeos aéreos de las posiciones obreras asturianas en 1934, relata Aguirre, o la de un centenar de jóvenes catalanes a incorporarse al servicio militar al año siguiente en medio de una campaña de apoyo pacifista.
La Liga Española de Refractarios a la Guerra, en cuyos inicios «no representa más que un grupo de convencidos entusiastas», apunta Aguirre, puso en marcha «una intensa campaña de propaganda por los principios y tácticas de la resistencia a la guerra» que tuvo una buena acogida en los ambientes libertarios, también en la CNT, el principal sindicato de la época. Sin embargo, la sublevación militar frenó en seco esa labor.
De hecho, el «grandioso mitin internacional» antibelicista convocado en Barcelona para la tarde del 18 de julio de 1936, en el que iban a participar, además de Poch, representantes de la IRG y del Bureau Internacional Antimilitarista y de varias organizaciones anarquistas, «no pudo celebrarse porque se declaró la sublevación militar fascista«, reseña el historiador.
Los antimilitaristas optan por las labores humanitarias
En ese nuevo escenario, los antimilitaristas optan por desarrollar en la zona republicana acciones humanitarias como mantener escuelas, distribuir comida y ropa o promover el cultivo de la tierra, mientras el movimiento era literalmente barrido en la zona sublevada.
La sección española de la IRG también activó sus contactos internacionales, algo que permitió a Amparo Poch organizar la salida de 500 niños refugiadoshacia México, donde serían acogidos por pacifistas locales.
Paralelamente, la organización habilitaba un fondo «para recabar información sobre familiares y amigos a los que el estallido de la guerra les sorprende en el lado franquista, facilitar intercambio de prisioneros y apoyar la creación de un hogar para los niños refugiados en la localidad catalano-francesa de Prats de Molló», relata Romeu, que anota cómo esos fondos también permitieron a Brocca comprar en 1937 en Holanda 19.200 latas de leche condensada.
Tres años después, en la primavera de 1939, el movimiento refractario a la guerra quedó disuelto de facto con el éxodo de sus miembros a distintos países, principalmente latinoamericanos como México, Colombia, Cuba y Paraguay, donde serían acogidos por miembros de la IRG.
Los estrechos vínculos del feminismo y el pacifismo
La participación destacada de mujeres como Amparo Poch en los movimientos pacifista y feminista, como ocurriría en otros países europeos con Simone Weil(Francia), Vera Brittain (Reino Unido) o Lini de Vries (EEUU) no es casual, sino que responde a la estrecha vinculación entre ambos, que a su vez llevan más de un siglo conectados con el obrerismo.
De hecho, la oposición al servicio militar, a las levas para participar en guerras y a estas en general, que habían comenzado a arraigar en el movimiento obrero europeo en vísperas de la Primera Guerra Mundial y que se implantaron con fuerza en el periodo de entreguerras, se habían situado como uno de los ejes de actuación del feminismo desde el Congreso de Mujeres de La Haya, que reunió al sufraguismo en 1915.
Y España no era para nada ajena a ese escenario: un país enfrascado en varias guerras coloniales en el tránsito del siglo XIX al XX, cuando los destinos militares a los territorios en conflicto podían eludirse con dinero y cuyos ejércitos se nutrían fundamentalmente de jóvenes procedentes de familias que carecían de él, una situación que generó revueltas y episodios como la Semana Trágica, desatada en 1909 en Barcelona por el Gobierno de Antonio Maura al ordenar una brutal represión ante el rechazo social a enviar a Marruecos tropas reservistas que, en realidad, eran padres de familia en su inmensa mayoría.
«En los años 20, tres organizaciones internacionales, dos mixtas y una de mujeres, ya aúnan los valores del feminismo y el pacifismo», explica Sandra Blasco, historiadora de la Universidad de Zaragoza. Se refiere a la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad (WILPF, en inglés), al Comité contra la Guerra y el Fascismo y a la IRG, en el último de los cuales «Poch desarrolló su idea de la paz y de la cultura de la paz: rechazaba de plano cualquier guerra y consideraba que, por muy loables que pudieran ser los principios o los fines que se defienden, el uso de medio violentos los desvirtúa».
«Muchas mujeres le dieron la vuelta a los valores asociados a su género, como los cuidados y la atención, para armar un discurso contra la guerra, al que se añadirían otros componentes sobre la igualdad en las fábricas o la enseñanza, y para asociarse», añade Blasco.
La estereotipada imagen de la miliciana
«Si pensamos en las precursoras de ese pacifismo hay que ir a las librepensadoras» como Clara Campoamor, Carmen de Burgos, Ángeles de Ayala o Belén de Sárraga, que se vio obligada a exiliarse tras oponerse a una leva, anota Carmen Magallón, catedrática de Física en la Universidad de Zaragoza y expresidenta del Seminario de Investigaciones para la Paz y de WIPLF España.
«Se levantaron contra las guerras coloniales y el reclutamiento de sus hijos», señala, al tiempo que destaca dos hitos del feminismo: la entrega de seis millones de firmas en la Conferencia Pro Desarme que la Sociedad de Nacional celebró en Ginebra en 1932 y la propuesta, en el congreso de La Haya de 1915, de «un foro internacional de resolución de conflictos, que no existía. Por eso se les señala como las precursoras de la ONU». «Todas las organizaciones de mujeres tenían entre sus objetivos pelear contra una guerra que se veía venir», añade.
La imagen de la mujer pacifista, en cualquier caso, choca con la idealizada figura de la miliciana. «La imagen de la mujer en la guerra civil está muy estereotipada», indica Blasco, que pone como ejemplos de la fuerte implantación del feminismo en el periodo de entreguerras las multitudinarias manifestaciones del 8M de 1936 y la del año siguiente en Barcelona.
En ese contexto, explica Romeu, en sus textos Poch «se dirige a las mujeres, porque está convencida de la fuerza que ellas pueden tener para detener esta trágica guerra, y por otro lado rompe con el arquetipo de la mujer combatiente, la miliciana, que con gran proliferación se representaba en los carteles de la época, como si fuera el símbolo dominante de las mujeres republicanas».
Nacemos con un sexo y nos asignan un género en función del primero. Esa es la base del sistema patriarcal. De manera que hombres y mujeres son separados desde el nacimiento (hoy en día incluso antes) por el Patriarcado en compartimentos estancos. Unos destinados a dominar y otras a someterse.
La estrategia para ello es la división sexual del trabajo. Por un lado, dando valor económico a las actividades masculinas al tiempo que se niegan a las realizadas por las mujeres, garantizando así su supeditación económica y el acceso de cada hombre a la sexualidad, la reproducción y los cuidados gratuitos de “su” mujer. Además, debiendo desarrollarse estas actividades en el ámbito de lo doméstico, se aprovecha el viaje para excluirlas del ámbito público, exclusivo -hasta hace un tiempo asombrosamente reciente- de los hombres. Eso permite explicar que, cuando una mujer es violentada en la calle, en el ámbito laboral, en las redes, lo que en realidad se está haciendo es “disciplinarla” para devolverla al ámbito doméstico, al silenciamiento social.
El sistema patriarcal fija así, como centralidad, el sexo masculino; relegando a la alteridad a las mujeres. Eso posibilita la cosificación e instrumentalización de las mujeres, de manera que -al tiempo que se le niega su condición plena de persona- se “aprovechan” todas sus capacidades. Me refiero a las capacidades sexuales y reproductivas que se ponen a disposición de los hombres en general (por medio de la pornografía, la prostitución y la trata, así como los vientres de alquiler), o de cada hombre en particular (con la institución matrimonial o de pareja). Así, los hombres tienen garantizado el acceso a una mujer en privado, y a todas las que sea capaz de pagar, en público. Este orden se mantiene por medio de la violencia, tanto en el terreno de lo privado (violencia en la pareja), como en lo público (por medio de variadas modalidades de acoso: ridiculización, minoración, silenciamiento, invisibilización, agresiones verbales, físicas, violación, asesinato…). También contribuye decisivamente a mantener el sistema la religión, lo que explica que las instituciones religiosas impacten en mucha mayor medida en las mujeres, y ello a pesar de ser evidente su fuerte estructura patriarcal y su misoginia declarada.
Tan profunda es la conexión sexo/género que, en poco tiempo, resultan indisolubles y es prácticamente imposible separar uno de otro, al formar un entramado complejo que –además- cada persona según su sexo- procesa de una manera: integrando muchos estereotipos (los mandatos de género son muy poderosos), aceptando algunos con reticencia o, finalmente, rechazando unos pocos (normalmente por suponer una flagrante vulneración de derechos humanos). Podemos ver entonces cómo la construcción de los estereotipos de género produce diversos “ruidos” que el sistema patriarcal se empeña en silenciar con mayor o menor brutalidad según el nivel de democracia alcanzada en zonas, países y tiempos.
la construcción de los estereotipos de género produce diversos “ruidos” que el sistema patriarcal se empeña en silenciar con mayor o menor brutalidad
Pero que el género -hoy por hoy- esté indisolublemente unido al sexo no le resta ninguna validez a la afirmación de que es un constructo cultural: el mejor ejemplo, sin duda, es cómo cambia y se adapta en según qué épocas y lugares. Otro ejemplo -igualmente ilustrativo- es su impacto en la orientación sexual: Así, siendo el patrón en el Sistema patriarcal la heterosexualidad, una de las más frecuentes disidencias en este terreno es la homosexualidad. Aunque conviene advertir que se trata de una disidencia exclusivamente referida a dicha orientación sexual, sin comprometer ni cuestionar otros aspectos del Patriarcado. Eso explica, por cierto, por qué las mujeres vuelven a tener un papel subordinado respecto de los hombres en ese colectivo. Pero sin duda la mayor disidencia que enfrenta el Patriarcado es el Feminismo que, al conceptualizar las bases injustas de la dominación masculina, crea un movimiento reivindicativo de muchos siglos que se le opone, aunque sólo adquiere cuerpo a partir de la ilustración como planteamiento teórico y del sufragismo como vertiente práctica.
la homosexualidad: una disidencia exclusivamente referida a la orientación sexual, sin comprometer ni cuestionar otros aspectos del Patriarcado. Eso explica por qué las mujeres vuelven a tener un papel subordinado respecto de los hombres en ese colectivo.
El Feminismo se da cuenta pronto de la necesidad de impugnar toda la construcción de género, al identificarlo como la principal herramienta de dominación patriarcal, y reconoce, no sólo el sufrimiento y la injustica que genera a las mujeres por haber nacido hembras de la especie, sino también el sufrimiento que genera en los hombres, aunque no es menos cierto que lo soportan mucho mejor debido a los mayores privilegios que les reporta. Por eso, lo que el Feminismo reivindica es la abolición del género. No se trata de multiplicar el género sino de impugnarlo. No se trata de cambiar el género, sino de suprimirlo.
La impugnación feminista del patriarcado nos hizo aliadas del movimiento LGTBi frente al enemigo común, pero no creo que ocurriera lo mismo en reciprocidad. El movimiento LGTBi no ha sido –globalmente considerado- feminista. Con la obvia excepción del lesbianismo que, además, constituye una gran y riquísima fuerza dentro del Feminismo. De hecho, sólo ha hecho falta la emergencia el movimiento “trans”, para que una mayoría del colectivo LGTBi se haya alineado con las reivindicaciones de este o, al menos, permanezca en silencio; y pocas son las voces en su seno que lo interpelan ante la alarma feminista por la pérdida de derechos de las mujeres que algunas de sus reivindicaciones pueden llegar a comportar.
En cuanto a la realidad trans, tenemos claramente que diferenciar entre transexualidad y transgenerismo. La transexualidad impugna el cuerpo con el que se ha nacido, y necesita adaptarlo al que realmente identifica como suyo ya que lo contrario le genera un terrible sufrimiento. Es un impulso que no nace sólo de identificarse con estereotipos de género, sino que, primordialmente, tiene su origen es un malestar corporal que le impulsa a un cambio físico.
En cambio, el transgenerismo lo que plantea es la sacralización de los estereotipos de género hasta el punto de que, en un eventual desajuste sexo/género, debe sacrificarse el primero al servicio del segundo. Ese esencialismo no se sostiene si no se percibe y se justifica como innato el género. Se pretende, por tanto, que nacemos con cerebros rosas o azules y esos cerebros pueden estar albergados en un cuerpo equivocado que habrá, por tanto, que disciplinar hormonal y/o quirúrgicamente para ajustarlo al género sentido. Pero, curiosamente, sólo cuando se trata de niños, niñas o personas transmasculinas. Porque, a menudo, las personas transfemeninas no pretenden cambiar el cuerpo para cambiar su sexo (lo que, por otra parte, es biológicamente inviable), sino que performan ser mujer a golpe de estereotipos (y a eso lo llaman identidad de género o género sentido). Y no lo digo yo, lo dicen las propias personas transfemeninas cuando les preguntamos por qué afirman y en qué se basan para decir -no ya que se sienten mujeres, sino que SON mujeres. A menudo responden a esa cuestión con afirmaciones del tipo “Siempre me gustaron los juegos de niñas, los vestidos, los tacones, el carmín, los gestos y el suave hablar de las mujeres…”. En una palabra, se identifican con la construcción patriarcal de la femineidad. Y por eso, al sentir una mayor identificación con los estereotipos asignados al sexo contrario, no impugnan esos estereotipos, sino que se los apropian. Bajo una apariencia de transgresión, lo que hacen es ratificar el sistema patriarcal: El Patriarcado, a su parecer, nunca se equivoca: quienes se equivocan en todo caso, son los cuerpos.
Yo, sin embargo, permítanme que al menos dude sobre cómo alguien puede sentirse mujer sin tener las vivencias corporales y la socialización de género que recibimos por serlo, dado que obviamente descarto el neurosexismo implícito en la doctrina queer, como –por otra parte- ha demostrado la ciencia. ¿Cómo saben que se sienten mujeres sin esas fundamentales vivencias del sistema sexo/género que nos han hecho interiorizar a nosotras desde la más tierna infancia? Con todo, nada de eso preocuparía demasiado al Feminismo, que siempre ha defendido que las personas se comporten como deseen prescindiendo de los estereotipos patriarcales, si no fuera porque:
Negar que la fuente de la opresión de las mujeres es el sexo con el que nacen es impugnar el Feminismo pretendiendo invalidar su lucha política.
Negar, excluir o invisibilizar el cuerpo de las mujeres, sus procesos biológicos, las enfermedades propias de su sexo, es una falta de respeto y reconocimiento a las mujeres y es, por tanto, atacar al Feminismo.
Afirmar el género como identidad –además elegible a voluntad- es, también, impugnar el Feminismo ya que éste lucha por su abolición, no por su reforzamiento.
Hacer desaparecer el sexo en las estadísticas es impedir la medida de la opresión que sufren las mujeres y, por tanto, es contraria al Feminismo al impedirle reclamar las políticas que pongan fin a esa opresión.
Invadir los espacios reservados a las mujeres por razón de su sexo (lavabos, vestuarios, viviendas protegidas, cárceles…), es contrario a los derechos humanos de las mujeres al comprometer su seguridad y, por tanto, es contrario al Feminismo.
Ocupar los espacios deportivos de las mujeres invisibiliza y hace inútiles los esfuerzos de estas en las competiciones deportivas, llegando incluso a hacer peligrar su integridad física. Por tanto, es contrario al Feminismo.
Ocupar las cuotas de presencia y poder de las mujeres, reservadas a compensar su histórica discriminación por razón de sexo, es una burla a las reivindicaciones del Feminismo.
Dar por buena la apropiación patriarcal del cuerpo de las mujeres y de sus capacidades (pornografía, prostitución, vientres de alquiler, comercialización de óvulos…) es frontalmente opuesto al Feminismo.
Por eso la agenda queer no es Feminismo, sino todo lo contrario. Es misoginia, es delito de odio. Invito, pues, a la reflexión a aquellas mujeres y hombres que se dicen feministas mientras contradicen algunos o muchos puntos de la agenda del Feminismo. E invito a las personas transgénero a impugnar el Patriarcado contribuyendo a abolir el género. Porque, a mi juicio, no se trata de ser hombres o mujeres transgénero, sino hombres y mujeres libres.
Cuatro mujeres que han sufrido violencia machista cuentan su historia. No como víctimas sino como supervivientes de una sociedad y un sistema que las ha cuestionado y las ha convertido en ello.
«Lo siento, chica, la vida es dura. Yo no sé cómo estás ni quiero un informe del amigo de papá que diga que la niña no está bien». Esta fue la respuesta de la jefa de estudios de la facultad donde Jèssica, de veinticinco años, está estudiando. Hacía poco más de un año que había sido violada por dos desconocidos en los alrededores de esta facultad, de noche, cuando iba a buscar el coche para volver a casa. Cuando acabe la carrera llevará estos hechos a los tribunales. Mientras se reserva, comienza a narrar su historia: «Caminaba sola y sentí que me llamaban pero no hice caso. Ni me giré, pero eran muy insistentes y me puse nerviosa y caminaba más deprisa. De repente noté que me tiraban del pelo y el cuello. Fue muy rápido. Me estaban ahogando y me empezaron a pegar; primero, en la cara, y después por todo el cuerpo». Inspira y continúa: «Me decían que no me girara y cuando intentaba defenderme me pegaban más fuerte. Me destrozaron la cara, la mandíbula, un ojo, y el cuello me quedó marcado. No les vi la cara». Pausa larga: «Me arrancaron la ropa y me agredieron sexualmente». Con los ojos anegados, baja la mirada. «Notaba que tenía mucha sangre en la cara, todavía no sé cómo, di una patada y huí corriendo sin mirar atrás. Subí al coche y, hasta llegar a mi pueblo, no recuerdo nada más».
Desde entonces no ha dejado de luchar ni un solo día para salir del infierno en el que la hundieron aquellos dos hombres. A pesar de la insistencia de la familia, no quiso denunciarlo y reconoce que no sabe muy bien por qué, que tal vez tenía miedo de tener que admitir los hechos. Y conocía casos de chicas que no se habían sentido bien tratadas durante todo el proceso y en ese momento no se sintió capaz de afrontarlo. A los dos meses inició terapia con un psicólogo e intentó seguir la vida que llevaba con normalidad. Un año después, sin embargo, la violencia sufrida se manifestó en una depresión que la llevó a tener pensamientos suicidas. Explica que el trato que recibió de la facultad, la mala atención del departamento de psiquiatría del Centro de Atención Primaria (CAP) de su pueblo, así como comentarios del entorno, la hundieron aún más. La jefa de estudios negó el cambio de grupo porque consideraba que las razones de Jèssica no tenían suficiente peso: «La vida es dura, pero es que ya hace un año de todo eso», le respondió. Ir al grupo de tarde le suponía tener que hacer, de noche, el mismo recorrido del lugar donde la agredieron. Finalmente, a medio semestre le concedieron el cambio, no sin recordarle: «Ya veremos si apruebas esta asignatura». Terminó el semestre, aprobando la asignatura, y aquel curso no se volvió a matricular. En plena depresión, era incapaz de levantarse de la cama y no podía dormir. El psicólogo le recomendó que fuera al CAP para que le dieran medicación. Allí se encontró otro muro: «Me recetaron una medicación que me hizo una mala reacción. Intenté volver a ver a la psiquiatra, hasta que fui personalmente y la recepcionista me dijo: “¿Crees que la gente no tiene vida social? Cuando pueda ya te llamará”». Y nunca la llamaron.
«No están nada preparados para tratar con víctimas de agresiones sexuales. Las personas que trabajan en servicios públicos o instituciones deberían tener unos mínimos. Me estaban hundiendo, ¡me hacían sentir culpable por estar mal!», exclama ahora con la mirada oscurecida. «Yo solo quiero volver a ser la de antes, no quiero estar marcada por este hecho. Lucho cada día para salir adelante, pero la sociedad no me ayuda». Y remarca: «Hoy estoy aquí gracias a mi pareja, a mi familia y a mí misma, que soy la persona más valiente del mundo. Si fuera por el trato externo, me habría quedado encerrada en esa habitación sin ganas de vivir». Reflexiona que se siente mal por no haberlo denunciado y que todas las mujeres deberían hacerlo, pero que, después de todo a lo que ha tenido que enfrentarse, no sabe qué haría ahora: «Y es triste pensar así, pero quiero que se sepa cómo me siento y cómo me han tratado unos servicios que de alguna manera, dentro de su ámbito, tienen una parte de responsabilidad porque tienen que acompañar, ayudar, sanar. Y no juzgo a las personas, sino que critico el sistema. Se me ha victimizado constantemente cuando yo necesito justo lo contrario para poder superarlo».
En España se denuncia una agresión sexual cada ocho horas. Según los datos oficiales del Ministerio de Interior, en el año 2016 se computaron 1127 agresiones sexuales con penetración, tres al día. Se estima que la cifra negra en torno a este delito es muy alta ya que solo un 20 % de la mujeres que han sufrido una violación lo denuncian. Cuando una mujer ha sido víctima de una agresión machista, necesita un proceso de recuperación. Una de las consecuencias más frecuentes es que desarrolle un trastorno de estrés postraumático que en el peor de los casos puede ser crónico. La respuesta de los equipos profesionales que tratan con la víctima, policía, SEM, judicatura, servicios sociales, es muy importante para esta recuperación, así como la de responsables de centros públicos donde la víctima tiene un vínculo fundamental para su desarrollo social. La realidad, sin embargo, es que muchas mujeres tienen que tratar con personas que no están preparadas para atender a víctimas de violencia machista. No entienden el impacto psicológico que supone haber sido agredida sexualmente en el portal de casa, golpeada y forzada por dos desconocidos en una calle oscura o anulada, maltratada y violada día tras día durante años.
En Europa un tercio de las mujeres han sufrido violencia sexual a manos de una pareja o expareja, siendo las agresiones a manos de desconocidos las que representan el porcentaje más bajo. «Después de una agresión se pide a las víctimas que, de manera casi inmediata, cuando están todavía con una grave afectación por la agresión sufrida, lo denuncien», dice Carla Vall, abogada penalista y miembro de Mujeres Juristas de Cataluña. «Pero la denuncia no tendría que estar al principio del camino sino al final del proceso de recuperación. Las mujeres saben que el procedimiento judicial es lento, complicado y lleno de dificultades, por lo que no se puede exigir que atraviesen dos procedimientos llenos de agravios y paralelos». Y añade: «La sociedad debe aspirar a destruir el estigma de ser víctima de violencia sexual y atribuir una nueva identidad, llena de reconocimiento, la de supervivientes».
Angie es enfermera y tiene veinticinco años. Una noche fue agredida por un desconocido en el ascensor de su casa. «Subió conmigo, me agarró por detrás y me empezó a dar golpes muy fuertes. Me defendí con todas mis fuerzas. Me arrancó la ropa y me tocaba por todas partes y le dije con furia: “Antes me matas que me violas”. Me hacía mucho daño, pero yo no dejaba de luchar. Finalmente, se abrió la puerta y con una pierna la pude aguantar. Yo gritaba mucho y los vecinos salieron a la escalera y al ver la situación reaccionaron y redujeron al agresor hasta que llegó la policía. No sé cuánto tiempo duró». Explica que la actuación de la policía y la ambulancia fue correcta, y denunció la agresión. Esperó más de un año para el juicio. Los días posteriores al ataque quiso hacer vida normal creyendo que «estaba bien», pero cuando comenzó un tratamiento psicológico —en el servicio de la Oficina de Atención a la Víctima del Delito de los juzgados de Barcelona (OAVD)— se dio cuenta de que no lo había superado. Cuatro años después, cuando ve a un hombre por la calle con características similares a las de su agresor se angustia. «La policía me contó que el chico no había conseguido penetrarme porque era un principiante y me molestó que nadie, ni de mi entorno, señalara la posibilidad de que no lo hubiera hecho porque me defendí mucho. Y tuve que oír comentarios que cuestionaban por qué volvía a casa de madrugada o me preguntaban cómo iba vestida». Cuando recuerda el proceso judicial, se inclina hacia la mesa y explica, indignada: «Fue muy lento, frío y estuve muy poco informada. Al abogado de oficio solo lo vi una vez y no estaba especializado en casos como el mío. No tenía ni idea de cómo me sentía yo. Además, el juez denegó la petición de poner un separador en la sala del juicio. Sentí mucha angustia pensando que tendría que volver a ver al agresor y, peor aún, si él no recordaba mi cara, entonces la tendría muy presente. No puedo describir cómo me hizo sufrir eso». Y destaca una desazón que tendrá que afrontar durante muchos años: «A mi agresor, aparte de prisión, lo condenaron a pagar una indemnización fraccionada, y durante treinta años, cada mes, tendré que recordar que fui agredida sexualmente en el portal de mi casa. Treinta años».
Rubén Sánchez, psicólogo de la OAVD y agente de igualdad, explica el impacto sobre las víctimas cuando se deniega una mampara en un juicio: «Puede afectar la declaración judicial. La inquietud, la angustia, el malestar pueden condicionar el estado de la víctima durante las preguntas y llegar, incluso, a bloquearla y perjudicar la declaración. En algunas ocasiones he sido testigo de situaciones que han desembocado en una crisis de ansiedad y se ha tenido que detener el juicio. La mampara es un medio, junto con la videoconferencia, que tiene que estar dentro del procedimiento de manera ordinaria, no puede ser excepcional».
Xihui ha tenido que afrontar un proceso judicial largo durante el cual se tuvo que defender a sí misma porque nadie le informó verbalmente de su derecho a disponer de un abogado de oficio. A pesar de que en el atestado policial sí consta que la víctima había sido informada de ello. Xihui, de veintidós años, hacía un año que estudiaba en Barcelona, había venido de Alemania y no entendía de procesos judiciales, pero tuvo que aprender deprisa. El agresor la atacó de madrugada: «Estaba entrando en el portal de casa y él se hizo pasar por un vecino más. Me agredió por detrás. Me siento muy orgullosa de mí misma, luché muchísimo». Se retira el pelo negro hacia un lado con un gesto de confianza y continúa: «Me hacía mucho daño, estaba tirada en el suelo y luchaba por mantener la puerta abierta del ascensor. Él me hacía de todo y me arrancó la ropa y… Bueno, en ese momento entendí cómo soy de fuerte. Me defendí tanto que se asustó y huyó». Corrió a cerrar bien el portal y, escondida y muy asustada, llamó a una amiga. «No quería que me viera nadie, no quería causar problemas a la comunidad y, sobre todo, a la señora mayor con quien vivía. Mi amiga me convenció de avisar a la policía. Llegaron enseguida y ya dentro de la ambulancia les hice la descripción del agresor. Lo encontraron dos semanas más tarde». «Durante todo el procedimiento me sentí sola e impotente. Pero entendí que el juicio era una oportunidad que tenía para defenderme y lo hice enérgicamente». También le denegaron un separador: «Notaba su mirada fija pero no me giré en ningún momento. Estaba muy nerviosa y sentía rabia por dentro, pero contesté todas las preguntas que me hizo el abogado defensor, incluso las más insultantes y humillantes. Casi no me dejaba hablar e insinuaba con firmeza que yo estaba confundida y que seguramente no era cierto que había habido penetración digital. Eso me ofendió mucho». Y añade, agravada: «Sobre el tema de la penetración, aunque no sea de pene, es una penetración. Pero tuve problemas con el informe forense que me hicieron en el hospital porque omitieron este hecho y me sentí muy mal. Cada detalle era muy importante. Y en el juicio, aunque insistí en los hechos, no lo tuvieron en cuenta». Llorosa y con un tono de rencor recuerda las muchas veces que fue a la Audiencia Provincial de Barcelona a pedir información sobre el estado de su caso. «Salí llorando de allí tantas veces… Ni un solo funcionario de aquel edificio me trató con atención. No conseguí nunca nada».
Dos años después del juicio recibió una carta de la OAVD de los juzgados de Barcelona en la que le informaban de que tenía derecho a recibir atención psicológica. Habían pasado tres años de la agresión. Sánchez subraya la importancia de recibir atención psicológica inmediata: «Una superviviente de una agresión machista puede desarrollar un trastorno de estrés postraumático crónico con graves consecuencias para la salud mental y la calidad de vida. Se puede hacer prevención y evitar que pase de agudo a crónico con una buena intervención lo antes posible».
Xihui explica que a raíz de lo que le pasó entró en contacto con otras víctimas de violencia sexual, y constató la falta de apoyo social y humano que reciben. «En este país me he dado cuenta de que las personas no son educadas para tener la capacidad de defenderse», reflexiona. Y añade que «las víctimas no deberían sentirse avergonzadas ni culpables por haber sido agredidas, sino que deberían defenderse en un juzgado y si es necesario también de la sociedad».
Silvia. «Llegué al CAP y cuando la médico me hizo un reconocimiento y vio las lesiones internas y externas que tenía, me dijo: ¿Lo denuncias tú o lo hago yo?». El cuerpo de Silvia delataba la violencia que había estado sufriendo durante dieciocho años a manos de su pareja. Con el informe médico que concluía que padecía «síndrome del maltrato», fue a interponer una denuncia a su agresor. No se la admitieron por falta de pruebas. «¿Quieres decir que si vuelvo otro día con la cara destrozada o el brazo roto me la aceptaréis?», le dijo a la mosso de esquadra que la atendió. «Sí». En ese momento su agresor la llamó, le pedía que volviera a casa. «Me das miedo», respondió ella temblorosa. «Tú no tienes ni puta idea de lo que es tener miedo, ahora lo sabrás». Aunque la mosso fue testigo de la amenaza, la respuesta fue la misma. La negativa se repitió en una segunda ocasión. Era el año 2009. Silvia, de cincuenta y un años, licenciada en Derecho, entendió enseguida la situación: «Estaban vulnerando mis derechos como ciudadana». Escribió a la Consejería de Interior de la Generalitat de Cataluña y el propio conseller se puso en contacto con ella y se aseguró personalmente de que pudiera tramitar la denuncia.
Relata una odisea judicial e institucional, a ratos airada, a ratos se le entrecorta la voz y pide perdón porque llora, y en otros le sale aún más la rabia por todo el dolor que esta situación le está causando. «Cuando caí en manos de las instituciones, vi claro que de entrada yo era culpable y tenía que demostrar que el culpable era él», dice. Durante los años de horror en los que su pareja, poco a poco al principio y desenfrenado los últimos tiempos, la estuvo anulando, humillando, controlando, le estuvo pegando y abusando de ella físicamente, nadie de su entorno la ayudó. La hacían sentir responsable. Y ella, confundida, cedió a su agresor y aceptó aquella culpa. «Me disocié: en casa era una mierda, una mujer que se merecía esa violencia porque no era digna de ser tratada de otra manera, y en el trabajo ocupaba un cargo de responsabilidad como international manager y me valoraban. Eso fue un detonante de la agresividad de mi expareja». La violencia que ejercía sobre Sílvia era sobre todo psicológica, pero también física: las palizas y los golpes siempre parecían accidentes, excepto las agresiones sexuales. «Cuando me pegaba, él siempre justificaba cada golpe y yo lo aceptaba. Tenía cinco perros a los que quería por encima de cualquier cosa —ahora sólo le queda Shy— y él les pegaba mucho, los maltrataba para hacerme daño a mí y, cuando me ponía delante para protegerlos me pegaba a mí, muy fuerte: “¿Lo ves? Has recibido golpes porque te lo has buscado”, me decía». Sílvia estaba tan anulada que, por una parte, reaccionó a aquel infierno asumiendo que no podía ver sufrir más a sus animales, mientras que, por otra, comenzó a tener «pequeñas alarmas» que le hacían ver que «realmente él era muy peligroso». Explica tensa: «Una noche volvió muy colocado, comenzó a insultarme, me agarró mientras me amenazaba con un objeto contundente con mucha furia, estaba fuera de sí. Aterrorizada, me encerré en una habitación y puse un mueble delante de la puerta. Me pasé horas ahí. Estaba a oscuras y él gritaba: «¡No me hagas esto!». Como pude me escapé y corrí al coche. Cuando estaba a punto de entrar, él me atrapó y me suplicó que no me fuera, que no me haría nada. Yo no sabía dónde ir y ni siquiera llevaba la documentación encima. Me quedé. Durante una semana hice como si nada y un día me miré al espejo y, literalmente, no me vi. Me asusté tanto que mi cerebro hizo una especie de clic y entendí que tenía que ponerle fin. Pero todavía tenía una percepción sesgada porque entendía que era culpa mía, hasta que un día vi un vaso sobre la mesa y me di cuenta de que no tenía la distancia que él querría con el borde de la mesa y lo moví. «Lo mueves porque tienes miedo», pensé. Decidió que la mejor salida era la muerte. Mientras preparaba el suicidio, en silencio, de repente alguien la rescató: «Una amiga me llamó y me dijo que al día siguiente venía a comer. Pensé que era una buena ocasión para darle mi testamento». Pero la amiga tenía otros planes: apenas abrió la puerta se encaró al agresor mientras Sílvia, con un ataque de ansiedad, se encerró en la habitación hasta que, finalmente, esa mujer se la llevó mientras de fondo se oían los gritos del agresor: «¡Si te vas haré que te pegues un tiro!».
Se instaló en casa de la amiga. Y poco a poco comenzó a asumir qué había estado pasando durante todos esos años y por primera vez habló de ello. Inmersa en un desconcierto absoluto, vio cómo enfermaba gravemente y perdía el trabajo, mientras su agresor continuaba viviendo en su casa y le vaciaba la cuenta corriente. Confiada en que el sistema judicial la ayudaría, sacó fuerzas de donde creía que ya no quedaban y luchó para recuperarlo todo. Su casa, su vida, a ella misma. Pero no fue así. «A pesar de que estaba de baja, constaba que tenía trabajo, así que no tenía derecho a abogado de oficio y, haciendo investigación, supe que había un servicio de atención a la mujer en Barcelona, el PIAD (Punt d’Informació i Atenció a la Dona). Allí me proporcionaron una abogada especializada. Confié en ella, pero no me ayudó nada. Casi no estuvo pendiente de mi caso, no me contestaba los correos, las llamadas y, peor, insistió para evitar el juicio y pactar con el agresor. Yo no entendía nada. Estaba absorta». Y tuvo que sacar todavía más fuerzas, de no se sabe dónde, para defenderse a sí misma; de todo y en los tribunales.
Se enciende un cigarrillo, toma un trago de café y relata pausadamente: «En el juzgado de la mujer primero me juzgaron a mí y tuve que demostrar que yo era la víctima. Durante la fase de instrucción, que se prolongó muchos meses, el día a día de mi agresor como imputado no se alteró: tenía su trabajo, continuaba viviendo en el mismo domicilio, malgastaba mi dinero y estaba obsesionado conmigo. ¿Quién me protegía? El fiscal, durante la vista en la que se decidía si se daba credibilidad a mi denuncia, me preguntó si me constaba que mi expareja tuviera arma de fuego en casa. “No”, dije. Y no consideraron mi caso como una situación de riesgo para mi vida. Durante la entrevista clínica, el forense al principio fue muy brusco y me cuestionaba y me tenía que defender de él, pero enseguida vio mis secuelas, sobre todo psicológicas, y cambió de tono, fue amable y pidió un separador para el juicio». Y añade: «El proceso se ralentizó mucho por incompetencia del sistema e incluso algunos funcionarios me lo admitieron. Tuve que insistir para estar informada y menos mal que soy abogada y entendía los procesos, pero pensaba en las mujeres que no saben nada de esto y van perdidas por ahí, no están bien asesoradas, no conocen sus derechos. El día del juicio fue horrible. De entrada estaba confinada en una habitación muy pequeña, sin ventilación ni agua, es la sala de víctimas. Desde allí se oyen los gritos de presuntos agresores que esperan en celdas. Muy desagradable. Pasas horas ahí. Sin saber nada. En una ocasión entró una funcionaria y llamó a una mujer diciendo: «La de la agresión sexual, ¡te toca!». Y los imputados están en una sala de donde pueden entrar y salir libremente y tienen servicios como máquina de refrescos y snacks». Explica que al inicio del juicio, durante el cual una funcionaria estuvo haciendo papiroflexia, el juez le dijo: «Que sepas que tengo muy buen olfato para las denuncias falsas» (según un estudio del Consejo General del Poder Judicial, las denuncias falsas por violencia de género no llegan al 0,2%.), se quedó helada. A medida que iba avanzando el juicio, sin embargo, el juez fue mostrando interés por el caso. En un momento de receso, Silvia fue al servicio y allí, abatida por la ansiedad y el dolor, se desmayó. Al agresor lo condenaron a una Medida Penal Alternativa, y así evitaba prisión, y tiene una orden de alejamiento. Habían pasado dos años de la denuncia. Hace poco Sílvia se enteró de que su expareja se había empadronado en una vivienda a pocos metros de su domicilio actual y añade con la voz cansada: «Y sé que me sigue». Mientras se despide en la puerta añade con un desaire tierno: «Necesitaría descansar y recuperarme de todo, pero ahora no tengo tiempo, estoy preparando escritos y denuncias. El sistema no nos protege, a las mujeres, y no puedo permitir que ni una más pase por lo que he tenido que pasar yo. La estructura falla y yo me pregunto: ¿quién es el responsable?».
Un tal Abuy Nfubea nos explica tranquilamente lo malas que somos las feministas blancas (Diario Público del 09/05/2021)
Empieza dando a entender que, hasta que no llegó el colonialismo, las sociedades autóctonas de África no eran patriarcales (o solo lo eran someramente). Lo suelta y se queda tan fresco.
Luego, asegura que nadie (ojo, nadie) en el mundo occidental, cuestiona el racismo-colonialismo … Y también se queda tan fresco.
Más adelante, añade textualmente:
“No creo que haya una lucha de los hombres y otra de las mujeres, porque ambos combaten por lo mismo, lo que sucede es que a algunos la situación les afecta de una forma más profunda”.
De sus palabras deducimos, pues, que el patriarcado nos oprime por igual y estamos ante una mera cuestión de profundidad … O sea, que las diferencias existentes entre hombres y mujeres en lo relativo a tiempo dedicado al hogar y los hijos (y más generalmente a los cuidados de otros), las de salario y pensiones, el acceso a trabajos bien pagados, etc. son solo cuestión de profundidad. Pregunto, por ejemplo: en los países en los que durante siglos se ha practicado (y se sigue practicando) la ablación del clítoris ¿a los hombres también les cortaban el pene, aunque de forma no tan profunda? ¿Acaso, en España, tres hombres son violados cada día, aunque de manera más “superficial? Y así podríamos seguir preguntando durante bastantes páginas.
Si, según Abuy Nfubea, hombres y mujeres combaten por lo mismo: ¿feminismo somos todas, todos y todes?
En algo tiene razón Abuy Nfubea: como sigue imperando el capitalismo y el patriarcado, sigue habiendo clases sociales, países ricos y pobres y otros vectores de desigualdad, las mujeres emigrantes son, en su conjunto, las que peor parte llevan. Y, ciertamente, si son negras o tienen rasgos no europeos, sufrirán un plus de racismo.
Pero Abuy Nfubea no analiza la opresión de esas mujeres estudiando tal complejidad ni profundizando en la intersección de desigualdades que crea sino acudiendo al conocido mantra: las mujeres blancas se aprovechan de las negras para que limpien “sus casas” (obsérvese que las casas han pasado a ser de las señoras, no de los señores; ellos, pobrecillos, no tienen casa). Y añade: “Eso no significa que esas mujeres blancas sean racistas, sino que el sistema colonial les favorece y no van a promover ninguna ley para que la señora que limpia su casa cobre más o goce de mayores libertades, aunque siempre tienen en la boca palabras como «derechos» o «libertades»”.
Abuy Nfubea no analiza la opresión de esas mujeres estudiando tal complejidad ni profundizando en la intersección de desigualdades que crea sino acudiendo al conocido mantra: las mujeres blancas se aprovechan de las negras para que limpien “sus casas”
Y claro, las señoras no van a promover ninguna ley para que la limpiadora “cobre más o goce de mayores libertades”. Las mujeres (y concretamente las que reclamamos “derechos” y “libertades”, o sea, las feministas) somos, pues, las responsables de la explotación laboral y, además, no luchamos contra ella.
Los hombres, como no son responsables ni del sistema patriarcal ni del capitalista (ni siquiera tienen casa, como ya notamos) pueden estar tan tranquilos mientras miran cómo nos maltratamos unas a otras…
Supongo que, cuando Abuy Nfubea dice que las mujeres no somos racistas, pretende dulcificar sus acusaciones, pero solo consigue añadir otra tontería más, porque sí, claro que hay mujeres racistas, igual que hay mujeres que luchan contra el racismo, la explotación laboral, la xenofobia…
Conclusión: otro señor más que nos “explica cosas” y, encima, falsedades porque:
Se puede analizar toda la crueldad e injusticia del sistema colonial sin dulcificar, ocultar ni embellecer el patriarcado “autóctono”.
No son precisamente las mujeres quienes implantaron el colonialismo, la explotación capitalista, el sometimiento ni la esclavitud. Ni en tiempos pasados ni ahora.
De la carencia de derechos laborales y sociales que sufren ciertas capas de la población -y concretamente de las empleadas de la limpieza- tampoco son responsables las mujeres: las estructuras de poder (que son las que pueden actuar eficazmente contra los abusos) siguen siendo básicamente masculinas (aunque haya alguna que otra “artista invitada”).
Quienes se aprovechan en mayor medida de la existencia de mujeres subpagadas y explotadas en los hogares son los hombres, esos que no asumen la responsabilidad de las tareas domésticas, ni siquiera la de contratar o pagar a la empleada (aunque, por supuesto, repito, son los que más provecho obtienen).
Sabemos que hay personas oprimidas por varios sistemas complementarios y solidarios entre sí: racismo, capitalismo, colonialismo, patriarcado… Y sabemos que hay mujeres que se benefician de alguno de esos entramados, pero, insisto: no son mujeres quienes los controlan ni dirigen.
Y, por último, la gran pregunta: ¿Cómo es posible que un señor, tan sensible a los padecimientos de las mujeres negras, no tenga ni una palabra de condena hacia las que viven esclavizadas por las mafias puteras? ¿No sabe que hay muchas más mujeres negras –pero muchas, muchas más- humilladas, sobadas y penetradas por puteros blancos que tiranizadas por mujeres españolas?
Exhibir un cartel con “Stop feminazis” no es libertad de expresión, es actuar libre e impunemente para negar la VG y contra quienes buscan erradicarla. Hay que hacer stop al “Stop feminazis”.
Hay que poner fin a ese machismo exhibicionista que vive asentado a las puertas de determinados juzgados o que acude a ciertas citas para levantar sus pancartas y carteles con las que reivindican la impunidad de la violencia contra las mujeres y el rechazo a las políticas de igualdad y al feminismo.
Me refiero a ese grupo de hombres que lleva años aprovechando cualquier caso o situación para mostrar sus pancartas con el mensaje de “Stop feminazis” ante alguna cámara de televisión sin que nadie haga nada.
Ante esta situación surgen varias cuestiones.
No creo que ninguna organización pudiera estar asentada libremente alrededor de los edificios judiciales con sus pancartas preparadas en espera de que llegue alguien que haya levantado interés mediático, para situarse detrás y levantar sus carteles que critican que se actúe contra la violencia que sufren las mujeres. ¿Piensan que sería posible que hubiera grupos similares que atacarán a quienes luchan contra el racismo, contra el terrorismo, o contra el narcotráfico?
¿Creen que sería factible que, además, lo hicieran considerando como nazis a quién trabaja contra el racismo, el terrorismo o el narcotráfico, y los llamarán “anti-racisnazis”, “anti-terronazis” o “anti-narconazis?
Con esa estrategia lo que en realidad hacen es propaganda del nazismo al legitimar sus argumentos. La situación es sencilla, si ellos legitiman que existen estrategias “nazis” por parte del feminismo, lo que en realidad están legitimando es que se utilicen ese mismo tipo de estrategias nazis en contra de estas iniciativas, que es justo lo que luego lleva a cabo la ultraderecha y sus grupos afines al cuestionar la existencia de la violencia de género, y al decir que las propuestas a favor de la Igualdad son un ataque al orden social y a la libertad de las familias, presentándolas como una especie de “ingeniería social” a la que llaman “adoctrinamiento de género”.
Al llamar “feminazismo” al feminismo presentan la igualdad como un instrumento de opresión dirigido contra aquel grupo de personas que no comparte la condición defendida por el feminismo. Y para hacerlo creíble afirman que el feminismo va contra todos los hombres, al igual que dicen que las leyes de violencia de género van también contra todos los hombres. Una estrategia que en realidad busca aumentar el odio contra aquellas organizaciones y personas que trabajan para corregir la desigualdad y erradicar la violencia de género, y, de paso, mantener la misoginia original del machismo.
Actuar contra el feminismo es defender la realidad que pretende transformar el feminismo, es decir, el machismo. Y, por tanto, significa darle valor a la construcción androcéntrica levantada sobre la idea de que la condición masculina es superior a la de las mujeres, y que el orden que debe definir la realidad social es el de la desigualdad con los hombres dirigiendo el destino de nuestros días. Todo ello demuestra que se busca perpetuar los privilegios históricos de los hombres, entre ellos el hecho de utilizar la violencia contra las mujeres sin que la inmensa mayoría de los agresores sean denunciados (aproximadamente el 75% no es denunciado), y que sólo se condene alrededor de un 22% del 25% que se denuncia. Esta situación lleva a que en la práctica la violencia de género resulte prácticamente impune para quienes la ejercen, lo cual no deja de ser un gran privilegio.
Presentarse con carteles defendiendo esas ideas es incitar al odio y a la violencia,pues, además de defender el orden actual con su violencia impune, también aprovechan para mandar el mensaje de las “denuncias falsas” y de que las mujeres arruinan la vida a los hombres al “quitarle los hijos, la casa, y la paga”; o lo que es peor, diciendo que bajo estas circunstancias son abocados al suicidio, como también plantean desde estas posiciones.
Al igual que no se puede defender el racismo, ni el terrorismo, ni el narcotráfico, ni la xenofobia, ni ningún planteamiento de este tipo exhibiendo carteles en lugares públicos, no debería permitirse que estos hombres paseen con sus carteles por las puertas de los juzgados y otros lugares donde aparezca una cámara de televisión para exhibirse, como hemos visto estos días con Rocío Carrasco. Y da la sensación de que deben tener algún contacto interno cuando saben qué día, a qué hora y en qué juzgado aparecerá la persona mediática junto a la que mostrar sus pancartas.
Exhibir un cartel con “Stop feminazis” no es libertad de expresión, es actuar libre e impunemente para negar la violencia de género y contra quienes buscan erradicarla. Quienes tienen la responsabilidad de evitar que se incite al odio deben actuar para hacer stop al “Stop feminazis”.
La resistencia tiene muchas formas de evitar el avance, puede cavar rampas, poner obstáculos, cortar caminos, presentar desvíos inexistentes, negar el destino… en cambio, la acción solo puede avanzar hacia el objetivo pretendido a través de los cauces que nos demos como sociedad.
uando de lo que se trata es de avanzar para dejar atrás las grandes injusticias de una cultura androcéntrica hecha a imagen y semejanza de los hombres, las posibilidades de la resistencia son aún mayores, pues no sólo se pueden utilizar elementos objetivos como los que hemos nombrado, sino que basta con la manipulación de la normalidad para crear una falsa conciencia de realidad, o directamente generar confusión para llevar a la gente al distanciamiento y a la inacción.
Es lo que ocurre con la violencia de género, una violencia tan objetiva que se traduce en 60 homicidios de media al año y en cientos de miles de mujeres maltratadas, a pesar de lo cual se sigue negando de forma explícita desde la ultraderecha, y de manera indirecta desde la derecha y sus juegos de palabras nada inocentes.
Es lo que ahora vemos en Madrid cuando la candidata Díaz Ayuso, al preguntarle por la violencia contra las mujeres dice que los hombres sufren más violencia y que hay que hablar de “todas las violencias”, o cuando el presidente de su partido, Pablo Casado, comenta que hablar de violencia de género es enfrentar a los sexos.
Todo ello se integra en su estrategia para generar confusión. De manera que ya tienen tres estrategias: el negacionismo, el “afirmacionismo”, y ahora el “confusionismo”. Y en esta estrategia “confusionista” de la violencia de género sin duda la referencia a “todas las violencias”ocupa el protagonismo.
La idea no es nueva, cuando alguien tiene que posicionarse ante diferentes posibilidades y no quiere hacerlo, pero tampoco quiere reconocer aquello por lo que se le pregunta, acude a la táctica inclusiva de englobar en su respuesta todas las opciones. Por ejemplo, si hay diferentes trabajos y se pregunta a alguien cuál es el mejor, pero esta persona no quiere reconocerlo, contesta que “todos son buenos”. Sí hay varias películas y le preguntan por cuál es la de más calidad, dice que “todas están bien”. Si se trata de varios sillones y preguntan por cuál es el más confortable, responde que “todos son muy cómodos”.
Con esta estrategia “globalizadora” se oculta el factor que define la realidad de cuál de los elementos es el más destacado entre los que no tienen la calidad o características sobre las que se preguntan. O sea, lo que se hace es una manipulaciónque evita destacar lo importante y necesario para poder adoptar una posición, al tiempo que impide descartar y rechazar aquellas opciones o situaciones cercanas que están dificultando abordar la realidad, debido a su proximidad con el elemento sobre el que hay que actuar y a la confusión que originan.
Es lo que sucede cuando se pregunta sobre violencia de género y se dice que “todas las violencias son importantes”. Con esa respuesta lo que en verdad se dice es quela violencia de género no es importante, pues se equipara a otras violencias que no tienen las características etiológicas basadas en la construcción cultural, ni generan el impacto objetivo de 60 homicidios anuales, cientos de miles de mujeres maltratadas, y más de un millón de niños y niñas sufriéndola en sus hogares.
A nadie se le ocurriría decir ante la pandemia que “todos los virus son importantes”, o ante los accidentes de tráfico que “todos los accidentes son importantes”, menos aún si tienen responsabilidades sobre esas áreas. En cambio, en violencia de género es una de las respuestas habituales para que no se hable de ella, que repiten, incluso, quienes tienen responsabilidades políticas.
La perversión es mayor cuando junto con esa afirmación se manda el mensaje que hace creer que hablar de violencia contra las mujeres significa desconsiderar al resto de las violencias.
Referirse a todas las violencias debe ser el punto de partida para abordar cada una de ellas con su especificidad y sobre sus elementos, no el destino para mezclarlas, confundirlas y ocultar la que históricamente ha sido invisibilizada y negada, como ha sucedido con la violencia de género.
En medicina se tratan todas las enfermedades, pero cada una sobre sus elementos etiológicos y fisiopatológicos. A nadie se le ocurre decir ante una campaña contra la hepatitis C que todas las hepatitis son importantes, que hay órganos que sufren más patologías que el hígado, o que al hablar de hepatitis C se está discriminando a las personas que tienen otro tipo de hepatitis.
Resulta curioso que quienes hacen referencia al argumento de “todas las violencias” para ocultar la violencia de género, son los mismos que cuestionan que se hable de “todos los hombres” como elemento común y posición de partida de todos aquellos hombres que deciden ejercerla dentro de la normalidad de la cultura androcéntrica.
La conclusión es sencilla, el machismo necesita a “todas las violencias” y a “todos los hombres” para ocultar la violencia de género y a cada uno de los maltratadoresque la llevan a cabo.