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martes, 21 de octubre de 2014

La mujer soldado, Flora Sandes (1876-1956)


El papel que jugaron las mujeres durante la Primera Guerra Mundial se circunscribió básicamente a la sustitución de los trabajadores en las fábricas y a ejercer de enfermeras en los hospitales de campaña. Pero que una mujer estuviera en la primera fila del campo de batalla y fuera reconocida con destacadas condecoraciones no era en absoluto normal. De hecho, a excepción de las mujeres serbias que sí podían ingresar en el ejército, solamente una inglesa, con espíritu aventurero, sorprendió al mundo al convertirse en la primera mujer soldado de la Gran Guerra. Fue precisamente en aquel frente serbio en el que Flora Sandes pudo cumplir su sueño de luchar en el campo de batalla. Lejos estaban las aspiraciones familiares y sociales de convertir a esta hija de un párroco inglés en una dama dedicada a bordar y cuidar de su familia.

Flora Sandes nació el 22 de enero de 1876 en Nether Poppleton, Yorkshire, en Inglaterra en el seno de una amplia familia de clase media de origen irlandés. Flora era la pequeña de los ocho hijos del reverendo Samuel Dickson Sandes y su esposa Sophia Julia. Instalados de manera definitiva en Suffolk cuando Flora tenía nueve años, ella y sus hermanas recibieron la típica educación destinada a las niñas. Con una gobernanta dirigiendo su formación, Flora no se veía en el papel que la sociedad le tenía preparado de ser una dama elegante, apocada, dedicada a las labores del hogar. En sus ratos de estudio, la pequeña soñaba con montar a caballo, vivir aventuras y participar en batallas como un aguerrido soldado más.


Flora empezó a ver cumplidos sus sueños cuando heredó una importante suma de dinero de un tío rico y decidió invertirlo en viajar por el mundo. El Cairo, Canadá o el continente americano fueron algunos de los destinos de la joven aventurera.

De vuelta a Inglaterra, Flora empezó a dedicar su tiempo libre a colaborar con el cuerpo de primeros auxilios conocido como FANY fundado en 1907. Con tintes de organización paramilitar, allí aprendió algunos rudimentos de enfermería, a montar a caballo y algunas tareas pensadas solamente para los hombres.

En 1910 se unió al Women’s Sick & Wounded Convoy, otra organización de ayuda en el frente que dos años después tendría un importante papel en la primera guerra de los Balcanes.

Cuando la Primera Guerra Mundial estalló, Flora era una mujer de treinta y ocho años que vivía con un sobrino adolescente y con su anciano padre en Londres. Sin pensárselo dos veces se enroló como voluntaria en el servicio de ambulancias Saint John y ocho días después, el 12 de agosto de 1914, marchaba con el primer convoy británico de ayuda al frente serbio junto a una treintena de mujeres. 


En la ciudad en la que se instalaron, Kragujevac, Flora empezó a colaborar con la Cruz Roja serbia. Su periplo con las ambulancias siguiendo el frente de guerra la llevó hasta Albania donde aprovechó una ocasión en la que fue separada de su grupo para enrolarse como soldado en el ejército serbio. Flora no tuvo ningún problema pues este era el único que aceptaba mujeres soldado en sus filas.

Su carrera militar fue entonces imparable. Pero en una batalla, una granada la hirió gravemente y salvó su vida gracias a un soldado lituano que la rescató del frente. Su heroicidad fue premiada con una medalla de honor serbia y con el rango de sargento mayor y de oficial pero el precio fue muy elevado, pues el lado derecho de su cuerpo quedó malherido para siempre. Incapacitada para volver al frente, Flora no volvió a casa, sino que permaneció en Serbia organizando un hospital de campaña. 

Cuando a finales de 1922 Flora Sandes fue desmovilizada se encontró perdida sin saber muy bien cómo reconducir su vida. Fue gracias a un joven soldado ruso doce años más joven que ella y que en la guerra estuvo a sus órdenes, quien le dio un nuevo sentido a su vida. En 1927 Flora y Yuri Yudenitch se casaron y marcharon a vivir a la recién formada Yugoslavia.

La pareja vivió tranquila hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial cuando Flora, ante la invasión Alemana, volvió a enfundarse sus botas y su traje de militar para volver a filas. El control de Yugoslavia por parte de los nazis no tardó en producirse. Flora, que entonces tenía sesenta y cinco años fue detenida por la Gestapo y liberada pocos días después. En aquel tiempo sufrió también la tristeza de perder a su amado Yuri.

Para ahuyentar la soledad, Flora, a pesar de su edad y de las secuelas dejadas por la guerra, marchó con su sobrino a viajar por el mundo como ya hiciera años atrás. De vuelta a Suffolk y postrada en una silla de ruedas, la nostalgia de los tiempos como soldado la hizo estar vinculada hasta el fin de sus días a la Asociación de Salonika, en la que siempre fue tratada como una auténtica heroína. 

El 24 de noviembre de 1956 fallecía en el hospital de East Suffolk a la edad de ochenta años. Pocos días antes, había renovado su pasaporte. Dos textos autobiográficos escritos en distintos momentos de su apasionante existencia permanecen como testimonio de una vida excepcional.

Por Sandra Ferrer

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