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viernes, 4 de abril de 2025

Las condiciones materiales que perpetúan la dominación sobre la mujer





¿Por qué la dominación sobre las mujeres sigue vigente a pesar de tantos cambios históricos? ¿Qué condiciones se resisten a transformarse, para así posibilitar nuestra emancipación? ¿Cómo el capitalismo consigue adaptar las relaciones de dominación anteriores para favorecer su ciclo de acumulación? ¿Qué podríamos hacer para derribar esas condiciones?

Es fundamental debatir sobre todas estas preguntas ya que la explotación, opresión y violencia contra las mujeres no son problemas nuevos, sino penosas continuidades ancladas al pasado. El que antes no existieran registros y estadísticas adecuadas, no esconde una realidad que era descarnadamente visible -y audible- en todos y cada uno de los barrios y veredas de Colombia. El menosprecio, los insultos y los malos tratos contra las esposas eran el pan de cada día en buena parte de los hogares del campo y la ciudad. Es, por tanto, una lacra que viene de muy lejos en el tiempo. No arranca con el imperialismo y sus influencias culturales, aunque a través de algunas de ellas se muestre de la forma más grosera. Tampoco comienza con el capitalismo, aunque se aproveche de las estructuras de dominación anteriores, configurándolas a su favor e intensificándolas en los aspectos que le interesa. Ni tan siquiera empieza con el sistema colonial, absolutamente machista y opresor.

La dominación sobre las mujeres es muy anterior a estas épocas históricas. En muchas sociedades anteriores al neolítico, donde incluso la propiedad era todavía comunal, existían ya formas de dominación masculina para controlar el papel de las mujeres en la reproducción de la comunidad. Por tanto hay que prevenir la tentación de buscar salidas hacia atrás, que además de ilusas son irremediablemente conservadoras y contrarrevolucionarias. En realidad, como pasa con el resto de las relaciones de dominación y explotación, su superación sólo se puede acometer enfilando camino hacia adelante, hacia una sociedad que acabe con todas las formas de explotación, opresión y discriminación.

Y es que la tarea política de la emancipación femenina -que va de la mano de la emancipación proletaria- no permite idealizar el pasado, ni naturalizar las viejas costumbres, si no que implica actuar con audacia y resolución, siguiendo la máxima de “Para atrás, ni para coger impulso”. Al fin y al cabo en eso consisten los proyectos revolucionarios, en transformar radicalmente el presente y el pasado para construir un futuro basado en relaciones libres e igualitarias que rompan el calabozo de las tradiciones milenarias, las ideas conservadoras y las prácticas añejas. Como dijo Marx al inicio del Dieciocho de Brumario, la tradición de todas las generaciones muertas pesa como una pesadilla sobre el cerebro de los vivos, y podemos afirmar sin temor a equivocarnos que esas tradiciones pesan doblemente sobre el cerebro y la espalda de las mujeres.

Pero, además de las condiciones que tradicionalmente habían apuntalado la opresión de la mujer y que siguen recargándose sobre nuestros hombros, con el desarrollo del capitalismo surgieron otras prácticas y medidas legales que buscaban mantener y redireccionar las relaciones patriarcales en su provecho. Estos determinantes de subordinación de las mujeres se afianzaron durante el siglo XIX y buena parte del siglo XX, cuando las mujeres fueron apartadas de la producción mercantil o relegadas en ella a un papel marginal, circunstancial e infravalorado.1 A la vez, se construyó un entramado social que volvió a encerrarlas parcialmente en el hogar, condenándolas al trabajo de la reproducción y cuidado del conjunto de la unidad familiar, trabajo que además de no remunerado, tampoco es reconocido socialmente. Este papel devaluado de la mujer le vino muy bien al capital, ya que a través del trabajo gratuito de la mujer en el hogar pudo comprar la fuerza de trabajo por debajo de su costo social de reproducción. Adicionalmente el capital usaba la fuerza de trabajo femenina como ejercito de reserva “basculante”, favoreciendo o dificultando su entrada al mercado laboral a través de diversas legislaciones, pero siempre manteniéndola como fuerza de trabajo de segunda categoría2. Al etiquetarlo como de segunda, los capitalistas pasaron a pagar un precio menor por el mismo trabajo, de tal forma que esa segregación laboral se convirtió además en una fuente de salvajes sobre-beneficios para los capitalistas.

Convertidas en una subclase dentro de la clase proletaria, utilizadas por el capital para abaratar la fuerza de trabajo y reducidas a ser un “cómodo” colchón con el que amortiguar los efectos más conflictivos de sus crisis periódicas, las mujeres no sólo quedaban bajo las sujeción y dominación del sistema capitalista de forma más precaria y deprimida, si no que además quedaban sometidas a la brutalidad y al menosprecio de las relaciones patriarcales dentro de la familia. Estas relaciones autoritarias y machistas dentro del hogar afianzan la devaluación y resometimiento histórico de la mujer a partir de una relación de complicidad entre el capital y los jefes varones de la familia. El capital convirtió entonces al proletario explotado, humillado y enajenado en la fábrica, en el “dueño y señor” de su casa y de su familia, consiguiendo que ese espacio social funcionara como válvula de drenaje para la frustración y la rabia del hombre proletario, transformándose en una especie de aliviadero doméstico de las contradicciones del capital.

Para las mujeres proletarias la situación era distinta, ya que fueron y siguen siendo explotadas y humilladas tanto en el lugar de trabajo como en el hogar, sin contar con ningún espacio en el que se compensasen sus sufrimientos. Al no tener ese espacio social donde resarcirse -ni individual, ni colectivamente-, se les impuso la idea de que su realización iba mediada por el matrimonio, la familia y el hogar. Es decir, se fechitizaron las mismas circunstancias que coartaban su emancipación.

Es claro que la configuración de las unidades familiares ha ido cambiando y con ello, en cierta medida, la forma en que se reproduce la sociedad y la clase proletaria. Las mujeres ahora tienen mayor posibilidad de inserción en la educación superior y en el mercado laboral. Además, las unidades familiares tienen menos hijos o deciden no tener ninguno, mientras que van aumentando y sucediéndose las uniones consensuales y las rupturas conyugales, en tanto los matrimonios ya no son “hasta que la muerte nos separe”- aunque muchos bestias feminicidas sigan pensado que sí-.

Sin embargo, estas circunstancias no han modificado mucho la situación de opresión de la mujer, sobretodo en los hogares proletarios más pobres. La mayor facilidad de disolución de los lazos conyugales -que debería haber contribuido a un gran avance en la emancipación femenina- se ha transformado en un incremento de la sobreexplotación que sufren las mujeres, ya que los padres en buena medida se lavan las manos respecto a la manutención y cuidado de los hijos, al igual que el Estado, que no implementa medidas suficientes de servicios sociales y de cuidado para garantizar la responsabilidad social en la crianza y educación de los niños y niñas. Según la Encuesta Nacional de Calidad de Vida (ECV) 20233, el 64% de los menores de 5 años no asisten a espacios colectivos de cuidado como hogares comunitarios, jardines o colegios, si no que pasan la mayor parte de su tiempo al cuidado de su madre, abuela u otra familiar cercana. Las mujeres cabeza de familia- madres solteras, separadas o viudas- que ya alcanzan el 45,4%4 del total de hogares de Colombia, viven la carga familiar de manera más angustiante, viéndose abocadas a vender su fuerza de trabajo en las condiciones más precarias, a gastar un porcentaje importante de su salario en guarderías y servicios para complementar el cuidado y a no disponer de tiempo de ocio para ellas mismas. El 69% de estas mujeres cabeza de familia no tienen cónyuge o pareja y para el 31% que sí la tienen, suele suceder que su la “jefatura de hogar” se traduce en que “los hijos son tuyos y tuya es la responsabilidad de cuidarlos”.

Por tanto, a pesar de que el avance en algunas condiciones materiales deberían garantizar unas mejores condiciones de vida para las mujeres, vemos como esta mejoría no llega a todos los sectores. Las mujeres proletarias, a pesar de los cambios formales en la configuración de las unidades familiares siguen soportando la mayor parte de la carga, y sobretodo la más ingrata, de la reproducción de la clase proletaria.

Por estas razones, entre otras, las proletarias son protagonistas indispensables en el proyecto de superación del capitalismo, o sea en la construcción de una sociedad socialista. No por esos cuentos maternalistas y conservadores de una presunta superioridad natural o biológica de las mujeres, ni porque el supuesto “don” de dar vida o el papel de cuidadoras -impuesto históricamente- les hagan moralmente mejores. Lo que las convierte en un motor fundamental de transformación es el peso de unas condiciones materiales que perpetúan una opresión y explotación que es aún más cruenta y déspota contra las mujeres que contra el resto del proletariado. Esas circunstancias alientan a tensar los límites del capital, luchando por la transformación radical en la conformación y funciones de las unidades domésticas (familias), elemento clave para la reproducción de la propiedad privada, el mercado, la lógica de acumulación de capital y nuestras propias cadenas. Y ese impulso es mucho mayor en las mujeres proletarias que en los proletarios, ya que éstos tienden a acomodarse disfrutando de las ventajas que les otorga esa institución, sin reparar en el yugo colectivo que supone y retrasando así la emancipación colectiva del proletariado.

El papel de la “Sagrada Familia” y su entramado patriarcal en el sostenimiento del capitalismo

Para enfocar bien una lucha que apunte tanto a la superación de las relaciones patriarcales, como al debilitamiento de las bases de reproducción del capital, debemos entender en qué se basan esas condiciones que marcan el carácter diferencial y acrecentado de la opresión y explotación de las mujeres.

Estas circunstancias gravitan en torno al papel histórico asignado a la mujer en la reproducción social y física de la fuerza de trabajo y concretado en la institución familiar. Este papel a medida que se desarrolla el capitalismo, afianza e institucionaliza una división dentro de la esfera de la producción social, que se caracterizará en ir separando cada vez más: a) la esfera de la producción mercantil, que se considerará “producción social” y que se lleva a cabo en los espacios de trabajo asalariados; y b) la esfera de la reproducción de la fuerza de trabajo, que se considerará producción privada para uso doméstico y que se lleva a cabo en el hogar.

Esa escisión entre producción y consumo se mantiene a pesar de que cambien las conformación y tipología de las unidades familiares y refleja el doble carácter esclavizante del capitalismo, donde la clase proletaria está obligada a vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario y después es nuevamente obligada a comprar, con ese mismo salario, los bienes que ella misma ha producido, es decir, los frutos generados por la utilización de su fuerza de trabajo. El capitalismo precisa que ese ciclo se repita de forma continuada. Es decir, que constantemente se reproduzcan esas unidades familiares necesitadas de acudir diariamente al mercado laboral para recibir un salario por producir mercancías, parte de las cuales tendrán que comprar ellas mismas, ya que funcionan como medios de consumo con los cuales se regenera la fuerza de trabajo. Así se segmenta la vida misma de los proletarios y proletarias y se garantiza la realización de la ganancia capitalista, que no es otra cosa que la apropiación del plusvalor que produce la clase proletaria (o el excedente social si hablamos para el conjunto de la sociedad). Esto lo reconoce de alguna forma el Observatorio de familia del DNP, en su Boletín n.º 17 cuando afirma que “las familias están en el centro de la reproducción y transmisión intergeneracional de la desigualdad»5 , es decir y para matizarlo mejor, están en el centro de la reproducción y transmisión intergeneracional de las condiciones de sostenimiento del capitalismo, que es el que genera y perpetua la desigualdad social.

Cuando examinamos la unidad familiar desde el mercado de bienes y servicios, el lugar del trabajo remunerado o extradoméstico es el espacio relacionado con la producción de mercancías, mientras que el espacio doméstico está relacionado con el consumo. Sin embargo, cuando analizamos el mercado laboral y la mercancía “fuerza de trabajo” nos damos cuenta que ésta se produce y reproduce en una buena medida dentro de la esfera doméstica, pero se consume en la esfera de la producción mercantil. En consecuencia, la unidad familiar tal como existe en la actualidad sirve de mediación y anclaje entre el mercado de la fuerza de trabajo y el mercado de bienes de consumo, y lo hace a través de trabajo doméstico y del salario.

En esa división, entre la esfera de la producción mercantil y la esfera de la reproducción de la fuerza de trabajo en unidades privadas individuales (familias), intervienen y se afianzan muchas relaciones sociales esenciales para el sistema capitalista, como la propiedad privada y su transmisión, la relación salarial, el mercado y su papel de mediación entre la dos esferas, la explotación capitalista directa y la explotación indirecta a través de la succión de trabajo gratuito en el hogar, o a través de los arrendamientos y de los préstamos hipotecarios, entre otras.

Pero además, cuanto más se refuerza el carácter individual de esas unidades, más se dificulta la construcción de una organización proletaria fuerte y solidaria. En la política, el proletariado puede avanzar hacia la construcción de organizaciones políticas fuertes. En la economía, el propio desarrollo del capitalismo le hace avanzar hacia la socialización de los procesos productivos y permite a los trabajadores y trabajadoras agruparse en sindicatos para defenderse mejor de las arremetidas del capital. En contraste, en la vida familiar, el proletariado se encuentra dividido en millones de células aisladas, protegidas por muros mucho más sofocantes de lo que aparentan, recintos cerrados donde no entran las decisiones colectivas, ni la solidaridad. El hogar es el espacio de lo privado por excelencia, por eso al capitalismo le interesa revestir a la familia con el manto de lo sagrado, natural e intemporal, ya que las unidades familiares privadas son la materialización de la fragmentación de la clase proletaria y el estandarte del mantenimiento de la propiedad privada.

Las unidades familiares son además el espacio donde, casi sin reflexionar, el proletariado defiende la propiedad privada y la herencia; la jerarquía y el autoritarismo; la obediencia y sumisión; las dependencias y subordinaciones económicas; así como, los valores morales burgueses y la diferenciación social como elemento de antisolidaridad proletaria. Es decir, dentro de las unidades familiares, además de la comida, se cocina una parte importante de las condiciones de reproducción del capital. Y esto sucede porque las unidades familiares, en su anquilosamiento costumbrista de siglos o milenios y en su papel de transmisión generacional de los valores pasados, son el espacio donde lo seres humanos en mayor medida somos el producto y no los y las creadoras de nuestras condiciones de vida.

Además son uno de los espacios donde más se reproduce y normaliza la violencia. Recordemos que la mayoría de los asesinatos, violaciones y malos tratos contra las mujeres se llevan a cabo dentro del hogar, así como los abusos sexuales y la violencia física y sicológica contra niños, niñas y adolescentes. Adicionalmente, la familia es el primer y más importante espacio de adiestramiento en la aceptación de la jerarquía y la verticalidad, donde se normaliza como en ningún otro espacio, que el mantenimiento y respeto a la autoridad justifica el uso de sanciones, castigos e incluso de la fuerza.

Por todas estas razones es que las unidades familiares domésticas son tan fundamentales para la realización y reproducción del ciclo del capital, y de ahí la importancia de luchar en pro de la superación de ese espacio.

Este reto lo podemos identificar desde los primeros socialistas que identificaron claramente la relación entre la dominación de la mujer y el sostenimiento del sistema capitalista; y también en consecuencia entre la liberación de la mujer y la construcción del socialismo. En “El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado”, Engels no trata este asunto como “un problema ético de inclusión”, como parecen comprenderlo algunos ahora, sino en su relación directa con las bases constitutivas del capitalismo. Es decir, en su relación con el mantenimiento de la propiedad privada, de las clases sociales, del fetichismo de la libertad individual y de la contradicción “producción social vs. consumo privado”, que sustenta el régimen del trabajo asalariado y, por tanto, la reproducción del capital, como acabamos de explicar.

Ya en 1921 Lenin afincó la idea de que bajo el capitalismo las mujeres son doblemente explotadas y oprimidas. “Las mujeres son explotadas por el capital de forma más acentuada, son oprimidas por unas leyes que les niegan la igualdad formal con el hombre, pero sobretodo se les mantiene en la «esclavitud casera», son «esclavas del hogar», viven agobiadas por la labor más mezquina, más ingrata, más dura y más embrutecedora: la de la cocina y, en general, la de la economía doméstica familiar individual…. El tránsito es difícil, pues se trata de transformar las normas» más arraigadas, rutinarias, rudas y osificadas (a decir verdad, no son “normas” si no bochorno y salvajismo).”

La revolución soviética inmediatamente proclamó leyes en pro de la igualdad entre hombres y mujeres, que ningún otro país había promulgado antes. Además dio pasos cardinales al abolir la propiedad privada sobre la tierra y las fábricas o al ser el primer país en reducir la jornada laboral a ocho horas diarias. “Ocho horas de trabajo, ocho horas de sueño, ocho horas de tiempo libre” era la vieja consigna del movimiento obrero. ¿Pero cómo ese logro iba a beneficiar a las mujeres si en sus ocho horas de tiempo libre tenían que dedicarse a las tareas del hogar? Sin duda para avanzar en el camino de la emancipación completa y efectiva de la mujer, para su liberación de la «esclavitud casera», se debía pasar de la pequeña economía doméstica individual a la economía grande y socializada. Lo que Lenin defiende en ese discurso no es sólo la incorporación de las mujeres a las fábricas, si no además la transformación de las unidades domésticas en economía socializada, lo que se conoce como “socialización del trabajo doméstico”.

Lenin identificara claramente el papel de la mujer en la familia como una traba fundamental en la superación del capitalismo y en el logro de la emancipación. “La mujer continúa siendo el esclavo doméstico a pesar de todas las leyes liberadoras, puesto que la pequeña economía doméstica la oprime, la ahoga, la embrutece, la humilla, atándola a la cocina, a la habitación de los niños, obligándola a gastar sus fuerzas en tareas terriblemente improductivas, mezquinas, irritantes, alelantes, deprimentes. La verdadera liberación de la mujer, el verdadero comunismo comenzará allí y cuando comience la lucha de masas (dirigida por el proletariado que posee el poder) contra esta pequeña economía doméstica o, más exactamente, durante su transformación masiva en gran economía socialista.”

Socialización del trabajo doméstico y generalización de los medios de consumo colectivos6

Socializar el trabajo doméstico significa en primer lugar “sacarlo de la casa”, del ámbito privado y recluido donde se lleva a cabo. Implica, por tanto, realizarlo en colectivo, convertirlo en industria social7 . Ese paso inicial es fundamental para romper con el aislamiento social de las mujeres que realizan día tras día, año tras año, el mismo trabajo simple, alienante e intrascendente, encerradas entre cuatro paredes. 8

La condición más subyugadora y opresiva del trabajo doméstico privado no es su falta de retribución, si no que se realiza en condiciones de aislamiento y que impide la interacción social directa. Mas que una cárcel, es una celda de aislamiento donde están condenadas a hacer diariamente un trabajo ingrato que no termina y que no es valorado socialmente. Es como si se repitiera el mito griego de las “Danaides”9, en el que cincuenta hermanas defienden el derecho a disponer de su vida, su sexualidad y su propio cuerpo, resistiéndose con todas sus fuerzas a la esclavitud del matrimonio; motivo por el que son condenadas en el Inframundo a llenar día tras día, eternamente, un tonel sin fondo con agua, usando jarras agujereadas. De la misma forma es que el trabajo doméstico sabotea el potencial creador, productivo y revolucionario de las mujeres.

Socializarlo significa que esas mismas actividades que cada día se realizan de forma individual, aislada, sin medios técnicos y que suponen sobrejornadas excesivas que consumen nuestra energía y vida, sean asumidas por el conjunto de la sociedad, de forma racional, tecnificada y planificada. Supone convertir el trabajo aislado, que se realiza de forma servil y arcaica, en industrias públicas (o público-cooperativas) que incorporen todos los avances técnicos-científicos y que pueden suponer interesantes experiencias de aprendizaje colectivo de planificación. Según el DANE las mujeres dedican 50.4 horas semanales al cuidado no remunerado, lo que supone más horas que la jornada laboral semanal misma. Por tanto, al socializar el trabajo doméstico se podría ahorrar más del 30% del tiempo social de trabajo de toda la sociedad para usarlo en mejorar el sector de la educación, la cultura, la salud, la producción agrícola, la industria, etc. mejorando enormemente la productividad social, y así generando condiciones reales para incrementar el tiempo lúdico-creativo.

La socialización del trabajo doméstico se puede plasmar de muchas formas: a través de lavanderías, restaurantes, fábricas de comida procesada, guarderías con instalaciones modernas y bien acondicionadas, ludotecas, sistemas de transporte escolar y extraescolar, gimnasios, espacios de cuidado y recreación para las personas mayores, entre otras muchas.

Es cierto que estos espacios ya existen dentro del capitalismo, pero una parte importante funcionan dentro de la esfera mercantil privada, por lo que en ellos prima el lucro y muchas veces la especulación. Por esta razón, los sectores sociales que más los necesitan no pueden utilizarlos porque son muy costosos o porque no hay suficiente y adecuada oferta pública.

Por ejemplo, la cobertura en Centros Día y teleasistencia para adultos mayores sólo llega al 8% y está concentrado en las ciudades10, mientras que el 80% del cuidado sigue siendo informal (familias, principalmente mujeres) (ENUT 2022). Por otra parte, según el DANE las guarderías públicas solo cubren 1.2 millones de niños, dejando por fuera al 60% de hogares de estratos 1-2 que demanda estos servicios11. En las ciudades grandes y los centros rurales la situación es peor. Según Informe de Cobertura Educativa 2023 de la Secretaría de Educación de Bogotá «En 2023, se disponía de 12,000 cupos en guarderías públicas (jardines infantiles oficiales y hogares comunitarios), frente a una demanda estimada de 150,000 niños en edad de 0 a 5 años no cubiertos por el ICBF o colegios privados». Por otro lado, la oferta de preescolares públicos es mayor, pero pocos tienen horario extendido, ofreciendo la mayoría atención en jornada única de 5 horas en la mañana o en la tarde, lo que difícilmente se adapta a las necesidades de las madres. En el resto de actividades como restaurantes, lavanderías, gimnasios o ludotecas la oferta pública es casi inexistente.

Por eso es fundamental que en el conjunto de las reivindicaciones de los movimientos sociales se incluya la exigencia de que estos servicios públicos se masifiquen, incrementen sus coberturas y horarios y sean de carácter publico y gratuito, además de ofrecer salarios dignos y plenas garantías laborales y de derechos sociales a quienes trabajen en ellos. Es importante constatar y continuar denunciando que una parte importante de la oferta de servicios públicos de cuidado se basan en la sobreexplotación, tercerización y desconocimiento de derechos de las personas que laboran en ellos.12 Igualmente, en el caso de los Hogares comunitarios por ejemplo, se sigue reproduciendo la forma de trabajo individual, aislada, sin medios técnicos y con sobrejornadas excesivas, sólo que con un salario que para colmo está en lo más bajo de la escala salarial13.

La verdadera socialización del trabajo domestico debe hacer parte de una política más general de incremento de los medios de consumo colectivos. Es decir, la socialización del trabajo doméstico y de las unidades familiares está inscrito dentro de la tarea de generalizar la socialización de los medios consumo colectivos. Es decir, que no estén mediados por el intercambio mercantil, si no que tenga carácter público y gratuito. Y aquí hay que recordar que el que los Bienes de Consumo Colectivo sean de prestación gratuita no significa que sean un regalo -ya que todos los bienes y servicios son producto del trabajo colectivo de la clase proletaria- si no que su disfrute no está mediado por el intercambio mercantil.

De esta manera, no sólo se avanzaría en romper las cadenas de dominación económica que aún pesan sobre las mujeres, sino también en atenuar la dependencia de las comunidades proletarias de los circuitos mercantiles del capital privado. Además, se limitarían las desigualdades económicas y sociales, con lo que aumentarían las condiciones para la solidaridad intraclasista y el fortalecimiento de las organizaciones proletarias. Pero, lo más importante es que con estas propuestas se contribuye a combatir un eslabón fundamental del ciclo autoreproductivo del capital, ya que se batalla contra la fragmentación de la esfera de la producción y la esfera del consumo, a través de la cual los capitalistas mantienen al proletariado dependiente de la relación salarial y del mercado.

Por tanto, igual que debemos recordar que un feminismo que no enfrente la explotación del proletariado y luche contra el capital, nunca será una verdadera lucha por la emancipación; también debemos recordar que ningún proyecto proletario podrá superar el capitalismo si subordina o posterga la lucha por la emancipación de la mujer, ya que esa lucha es una transformación proletaria fundamental en sí misma.

Susana Gómez Ruiz, Centro de Pensamiento y Teoría Crítica PRAXIS

Notas:

1El Código Napoleónico en Francia (1804) estableció que las mujeres casadas debían obediencia a sus maridos y limitaba su autonomía legal, incluyendo la capacidad para trabajar sin autorización marital. Este modelo se extendió después al resto de Europa donde las mujeres casadas tendrían restricciones legales para firmar contratos laborales o administrar propiedades sin permiso del esposo. Estas legislaciones restrictivas empeorarían con el auge del fascismo y con las políticas pronatalistas que se impondrían después de las dos guerras mundiales.


2https://www.centropraxis.co/post/la-emancipacion-de-las-proletarias-es-tambien-la-lucha-de-la-clase-proletaria

3(https://www.dane.gov.co/files/operaciones/ECV/bol-ECV-2023.pdf)

4Boletin ECV 2023, DANE.

5DNP, Observatorio de familia. Boletín n.º 17. Familias y matriz de la desigualdad social en Colombia. Pág 4 (https://observatoriodefamilia.dnp.gov.co/Documents/Boletines/Boletin%2017.pdf)

6Se utiliza el término Medios de Consumo Colectivo para referirse no sólo a los bienes, servicios y actividades que intervienen en la reproducción de los seres humanos, si no a los espacios y relaciones sociales a través de las que se lleva a cabo. Así, no sólo incluye los Bienes de Uso Colectivo actuales como servicios públicos, educación, salud,etc. si no todas las actividades de consumo y reposición de la vida que hoy aún se realizan de forma privada y fragmentada.

7https://www.aporrea.org/endogeno/a139570.html

8Susana Gómez, “La socialización del trabajo doméstico y la generalización de los medios de consumo colectivos como estrategias para eliminar el patriarcado y construir el modo de vida socialista”, El Papel de la Comuna en el proceso de emancipación, pp.10-30, 2011, Ediciones Insumisas.

9La obra del dramaturgo griego Esquilo escrita hacía el 500 a. C. con título “Las Suplicantes” es una corta e interesante obra de teatro que además de relatar el mito de las Danaides y su lucha por “la causa de las mujeres”, defiende el poder político de la Asamblea Popular por encima del rey y de los gobernantes.

10DNP. Documento CONPES 4080 de 2022: Política Pública Nacional de Equidad de Género para las Mujeres. Capítulo 4, página 67.

11 DANE. Encuesta Nacional de Calidad de Vida (ENCV 2022): «El 40% de los hogares con niños menores de 5 años en estratos 1-2 acceden a guarderías públicas, frente a una demanda potencial del 100%».

12https://www.observatoriosocioterritorial.org/post/bolet%C3%ADn-no-5-conflictos-sobre-el-trabajo-y-la-gestio-n-popular-del-territorio-en-bogota-sabana

13Susana Gómez, «No me llames madre en mi horario de trabajo” , Correo del Orinoco, 20 de enero de 2015, p.22 (https://www.noticiasdiarias.informe25.com/2015/01/opinion-no-me-llamen-madre-en-mi.html)






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domingo, 7 de abril de 2024

«Descolonizar el tiempo es renunciar a la acumulación capitalista»

Entrevista a Adriana Guzmán Arroyo educadora popular aymara y feminista

Fuentes: https://www.pikaramagazine.com/

Hemos hablado con Adriana Guzmán Arroyo, educadora popular aymara y referente del feminismo comunitario antipatriarcal en Bolivia, sobre colonialismo, racismo, extractivismo, heterosexualidad obligatoria, familia, comunidad, Estado. privilegios, colores y lenguas minorizadas. Y sobre aprender a levantar la cabeza.


Adriana Guzmán Arroyo es educadora popular aymara, feminista y q’iwsa(no heterosexual, en aymara). Desde pequeña veía los cuerpos de su abuela y abuelo aymaras, su piel, su idioma, su lengua y se sentía muy cerca de ellos, pero no fue hasta después de la masacre del gas de 2003 cuando se reconoció como feminista y aymara, empezando así un camino de ruptura con las ideas coloniales y racistas que se habían ido instalando en su cuerpo.

En 2003, en la masacre del gas lucharon contra el colonialismo, el racismo, el extractivismo, después de que el presidente Gonzalo Sánchez de Lozadaautorizara la represión contra manifestantes que mostraban su rechazo a la decisión del Gobierno de exportar gas: “Ahora se ha puesto de moda el extractivismo, pero hace 500 años que venimos luchando contra la explotación de la plata, la minería y después la explotación de los hidrocarburos que ha destrozado nuestros territorios, que ha generado una mentalidad capitalista que rompe la comunidad, toda otra forma de vida que tenemos en Abya Yala”, explicaba Adriana Guzmán en Bilbao una mañana lluviosa y gris, después de haber participado en el congreso Nuevas narrativas para una educación feminista y antirracista, organizado por InteRed.

¿En qué momento te diste cuenta que esa lucha contra el extractivismo, el racismo, el capitalismo y el colonialismo era también una lucha contra el sistema patriarcal?

Estábamos en las calles organizadas protestando y cuando volvemos a las casas los compañeros quieren que las casas estén limpias y que las wawas [les hijes] hagan sus tareas, que haya comida caliente. Entonces una gran pregunta fue: ¿quién cuida en la revolución? Entendimos que existía también esta forma de opresión a la que luego le vinimos a llamar patriarcado, como lo han hecho otras feministas también. Para nosotras la masacre del gas fue mirarnos al espejo y reconocernos como aymaras. Queremos ser aymaras, pero no bajo los términos patriarcales que nos va a imponer la heterosexualidad obligatoria, no como la mujer que se calla y agacha la cabeza y va detrás del marido, no como la mujer que solo sirve para sembrar la papa. Queremos vivir bien y no se puede vivir bien si las mujeres vivimos mal, si a las mujeres nos matan o nos violan. Queremos cuestionar la revolución dentro de la revolución. Y no queremos solo participar políticamente, queremos decidir, no queremos ser diputadas solo para decir que hay mujeres diputadas. Logramos que en Bolivia el impuesto directo a los hidrocarburos esté destinado a las universidades. Nosotras queríamos que nuestras wawas estudien en una universidad digna, en un espacio de conocimiento desde los pueblos.

“El patriarcado es un sistema de todas las opresiones, articula el colonialismo, el racismo, el capitalismo, el extractivismo, pero se construye sobre el cuerpo de las mujeres”

¿Cómo fue el proceso de elección en la asamblea constituyente de la palabra en aymara para nombrar el concepto “patriarcado”?

A esto lo llamamos la lucha en el territorio de las palabras, porque venimos de la lucha en el territorio. Lo primero que hicimos fue reconocernos feministas. Nuestros compañeros nos dijeron: “Feministas son las académicas, las europeas. Las indígenas no son feministas”. Fue toda una discusión epistemológica y política donde nosotras decimos que nos llamamos feministas porque recuperamos la palabra y nosotras inventamos un contenido. No es que el feminismo nació en Francia, el feminismo va a nacer en todos los territorios donde luchemos contra el patriarcado. Y ahí llegó la segunda palabra, que era “patriarcado”. Había que discutirlo en la asamblea constituyente. Planteamos que el patriarcado es un sistema de todas las opresiones: articula el colonialismo, el racismo, el capitalismo, el extractivismo, pero se construye sobre el cuerpo de las mujeres. ¿Cómo se ha aprendido que a la naturaleza se le pueden sacar los árboles, el agua, el aire, todo? En el cuerpo de las mujeres, porque nos sacan el agua, el aire, los afectos, todo. Pero estaba otra vez la justificación de los hombres aymaras: “En nuestro pueblo no existe la palabra patriarcado”. La palabra patriarcado no existe, pero la realidad patriarcal sí, ¿cómo se puede llamar? Usamos la palabra pacha usutawa: tiempo enfermo, un tiempo que hace daño. O pacha janiw walikiti: un tiempo que no está bien. Unquq pacha en quechua. Y así en guaraní y en distintos idiomas empezamos a construir estos conceptos de patriarcado, de capitalismo, de machismo, de racismo.

“La propuesta fundamental del feminismo comunitario es autoorganización, autonomía y autodeterminación”

Descolonizar la memoria, descolonizar los feminismos (2019) es el título de tu libro. ¿Qué se propone desde el feminismo comunitario antipatriarcal para llevar a cabo esta descolonización?

La comunidad es contraria al Estado, aunque haya sido un Estado plurinacional; nosotras decimos siempre: “Estado plurinacional solo para transitar a la comunidad”. La comunidad te exige la responsabilidad propia de construir lo que quieres con tus manos. Es imposible que un presidente se haga cargo de 11 millones de personas. La comunidad hoy existe, la comunidad que se autoorganiza, que logra tener agua, que en Bolivia durante la pandemia ha logrado tener medicina y no morirse, ha logrado circular la comida. La propuesta fundamental del feminismo comunitario es autoorganización, autonomía y autodeterminación y entendemos que eso se llama comunidad, un sistema político. Hacer comunidad es renunciar al individualismo, a la acumulación, y por eso nos parece una propuesta antipatriarcal, anticapitalista y anticolonial. La misma importancia tienen las personas como las montañas, las aguas, los animales, los pájaros y todo. En la comunidad en la que las wawas dialogan con las abuelas y los abuelos y se valoran sus conocimientos y sabiduría.

“Estos feminismos que ahora están de moda y hablan de la igualdad y el empoderamiento son funcionales al sistema”

“Leer en las arrugas de las abuelas”, te hemos escuchado decir.

Nuestras mamás y nuestras abuelas han peleado por una vida digna, porque nadie nos maltrate. Nos hemos encontrado con que habían luchado por lo mismo que estábamos peleando nosotras: porque no haya extractivismo, no destruyan la comunidad, no se lleven a las niñas en la trata y tráfico, no maten a las mujeres, no destruyan la naturaleza. Hemos empezado a recuperar la memoria de abuelas en todo Abya Yala. La Tránsito Amaguañadice en los años 30 que “es importante la tierra, es importante el territorio, es importante no tener patrón, pero también es importante que no te cases niña”. Recuperar la memoria de Bartolina Sisala Domitilala comandanta Ramonala María Sabina nos hace tener certeza sobre lo que estamos planteando. Frente a semejantes problemas (contaminación, trata y tráfico, que se lleven a tu hija, a tu sobrina, a la hija de tu hermana, que destruyan tu comunidad, el río y la montaña donde has crecido) que te vengan a plantear un discurso de igualdad de género es insuficiente, es indignante. Estos feminismos que ahora están de moda y hablan de la igualdad y el empoderamiento son funcionales al sistema. Nosotras creemos que los feminismos tienen que ser antisistémicos, antipatriarcales.
Por eso creo que un principio fundamental es que podamos dialogar entre todas las feministas, por más diferencias que tengamos hay que seguir discutiendo y politizando la lucha contra el patriarcado y el extractivismo. No basta que las feministas de Europa se vayan a Bolivia a apoyar la lucha contra la hidroeléctrica o denuncien a la empresa de Bolivia, necesitamos que haya acciones más concretas hacia los bancos que financian esas empresas en Europa, a los dueños de estas empresas, así como nosotras perseguimos a los jueces, a los feminicidas y pintamos su casa. Así creo que tendría que funcionar en Europa, la presión social para que estás empresas vayan reduciendo sus intervenciones en Abya Yala o vaya poniéndose más en cuestión esto.

Hablas también de descolonizar la temporalidad y la linealidad en los feminismos y en la manera de entender los procesos históricos.

Hay un feminismo hegemónico, liberal, blanco que habla de empoderamiento, que dice “supérate”, que dice que el mundo ha cambiado porque hay una mujer taxista, porque ha habido una mujer presidenta o porque hay una mujer negra vicepresidenta en los Estados Unidos. Eso no evita que los Estados Unidos siga matando migrantes, siga invadiendo los territorios o financiando, acompañando a Israel en el genocidio en Palestina. No creemos en estos proyectos lineales de que hay que luchar, capacitarse, formarse, hacer la revolución, tomar el poder y la vida va a cambiar. Esa es una linealidad del tiempo que le ha servido a Europa, pero le ha servido porque ha logrado el desarrollo y las comodidades que tiene ahora gracias al saqueo de nuestros pueblos. Descolonizar el tiempo para nosotras es generar condiciones en la lucha que nos permitan vivir bien todos los días, acabar con las relaciones de violencia, criar a las wawas de otra forma, en comunidad. Para recuperar los saberes, hablar con nuestras abuelas, nuestros abuelos, se necesita tiempo. Si te metes en la lógica capitalista de explotación, tienes que correr en los tiempos de productividad que te marca el capitalismo. Descolonizar el tiempo es renunciar a la acumulación capitalista. En el mundo aymara el tiempo es circular y no es un círculo en sí mismo que se repite, nosotras venimos de la comunidad y por tanto es lógico que podamos volver a la comunidad, porque hay una memoria política, hay una memoria genética, hay una memoria territorial. Toda esa insistencia en que querer hacer comunidad es difícil es una justificación del sistema, hacer comunidad es mucho más fácil que vivir en todo este mundo racista individualista y de explotación.

“Nosotras tenemos que transformar el Estado, porque nuestras hijas van a la escuela pública”

¿Qué ha cambiado en Bolivia con la aprobación en 2009 de la Constitución y con la declaración de un Estado plurinacional y en qué aspectos sientes que se podía haber ido más allá?

Desde 2009 hemos estado en la construcción de la ley de educación y en la construcción de la ley de violencia que habla de patriarcado. Hemos estado en la construcción del plan de salud de las mujeres para vivir bien, en las cumbres de justicia para refundar una justicia que no sea patriarcal, que tenga valores mínimos como los tiene la justicia comunitaria. Hemos visto que el Estado era útil para algunas cosas. En las que no vaya a ir más allá, le pedimos que no interrumpa nuestras luchas. Se ha ido extendiendo el cordón del pueblo aymara que va por todo Bolivia, llega hasta el norte de Chile, hasta el norte de Argentina y se han empezado a discutir, a intercambiar, a recuperar la cultura, la música. Más allá de las fronteras de los propios Estados. ¿Qué necesitamos? Qué el Estado no intervenga. Es mucho más fácil construir esa autonomía, esa reconstitución territorial cuando no hay un Estado que te persigue, cuando hay un Estado que es capaz de hablar de descolonización. Mientras exista, necesitamos que plantee un marco mínimo de lo que necesitamos los pueblos para vivir bien. Yo creo que en algunos lugares de Europa hay una mirada muy esencialista e higienizadora de no tener relación con el Estado. Tienen los privilegios y el dinero para hacer sus iniciativas a parte, una educación distinta, una salud distinta, trabajo de autocuidado autónomos. Nosotras tenemos que transformar ese Estado, porque nuestras hijas van a la escuela pública, porque son nuestros territorios los que se están discutiendo en ese Estado y en esa política pública. Incluso a los Estados fascistas hay que presionarlos, primero para sacar a los fascistas de ahí, lo segundo para que cumplan con las garantías mínimas: educación, salud. Tenemos la Constitución de 2009 y un código penal de 1970. No se ha transformado para llevar adelante esa Constitución. También ha habido un golpe de Estado fascista y racista [en 2019 y que implicó la salida de Evo Morales de la presidencia] para dejar claro cuál es nuestro lugar como indígenas: en las casas como sirvientas. El pueblo se ha organizado y ha logrado sacar ese golpe en un año, pero ese fascismo sigue, sigue organizado, está representado en el Parlamento y hay un discurso de odio racista que ha crecido más. Eso ha impedido que se profundice en la Constitución. Hay una ley en educación que que a mí me parece que es muy importante. Hay procesos de educación que se han estado haciendo con transformación curricular y metodológica, descolonizadora y comunitaria. En el sistema de salud también hay transformaciones para concretar la Constitución. Pero este fascismo, este permanente ataque para generar una inestabilidad al Gobierno ha hecho que el Gobierno también tome una posición conservadora: “No voy a profundizar nada más, hasta aquí llegamos, cuidemos lo poco que tenemos”. Y para nosotras esa no es la forma de cuidar, para nosotras hay que profundizar lo que tenemos, porque sino lo poco que tenemos fácilmente se recicla para el sistema y se pierde.

“El castellano nos impone una forma de entender el mundo y nosotras queremos vivir en otro mundo”

En el congreso Nuevas narrativas para una educación feminista y antirracista has hablado de la importancia de que las lenguas de los pueblos estén en el sistema educativo, no como asignatura, sino en todos lados, como acto de dignidad.

Sí, aprender nuestras lenguas no solo para hablar bien, sino para dejar de pensar, sentir y amar en castellano. El castellano nos impone una forma de entender el mundo y nosotras queremos vivir en otro mundo, queremos construir ese otro mundo. Y recuperar esa otra imagen del mundo es recuperar la lengua para poder pensar, sentir, querer y alimentar la rabia desde nuestras propias lenguas, eso es parte de la descolonización, de la autonomía, de la autodeterminación. Es un acto de dignidad no tener que esconder tu lengua, tu color de piel, tu forma de vestir ni tu forma de comer para poder ser reconocida en el mundo. También presentaste el material didáctico Nosotras somos Abya Yala, un libro para colorear creado por les niñes del feminismo comunitario, para dejar de pintar princesas y hombres araña y pintar a las abuelas de las que vosotras les habláis. En esa discusión sobre las abuelas dijimos “tiene que haber reglas para pintar” y una de las reglas es que no hay un color piel, porque toda la vida han estado con maestras y maestros que les han dicho que había que pintar los dibujos de color piel y ese color piel oficial nunca ha sido nuestro color de piel. Y otra regla era “no hay colores feos ni bonitos, ni vivos ni muertos”, porque como nosotras vivimos en un lugar que es 3.800 metros de altura sobre el nivel del mar no existe el naranja de los cítricos y el verde de las palmeras. Yo aprendo a amar y a reconocer los colores que hay en mi entorno, los colores como montaña, como agua. El negro es el color fundamental para nosotras, para nuestra ropa, para nuestra vida. Es más, la Wipala, que tiene muchos colores, antes tenía una franja negra en medio que era el color de la vida, de que todo viene de ahí, contrario a lo que las maestras y maestros dicen, que el negro parece un color muerto. En los colores y en las formas de vestir hay lógicas coloniales. Para mí es una decisión política llevar estas ropas, porque me acerca a mi abuela, mi ropa es una resistencia, es un atentado permanente al sistema. En una escuela había un profesor de gimnasia que decía “¿qué tengo que ver con la despatriarcalización?”. Y le decíamos: “Usted encárguese de que las wawas aprendan a no agachar la cabeza”. Porque eso no es casualidad, no es que vivamos en lugares muy altos y agachamos la cabeza para cubrirnos del frío, porque también nos han planteado eso. Este maestro de gimnasia después de un tiempo nos decía: “Qué difícil es enseñar a levantar la cabeza”. Es el cuerpo que está formado por un mundo colonial, siempre pidiendo perdón, siempre sin mirar a los ojos, porque eso te da poder, seguridad en vos misma. Era un proceso de descolonización para el propio profesor, para que cree sus metodologías y ejercicios que a la vez puedan descolonizar el cuerpo, y eso lo hemos hecho mediante la ley de educación, que obliga a las maestras y maestros a despatriarcalizar en cualquier asignatura.

“Nuestra memoria ancestral están estos cuerpos plurales, estos cuerpos que no eran ni hombre ni mujer. La comunidad también ha sido atravesada por el colonialismo, por el patriarcado y por la heteronormatividad”

En el libro Jiwasa / Nosotras: Resistencias chiquitanas, guarayas, moxeñas, aymaras, quechuas, indias, cholas / Disidencias tevis, mujerengues, q’iwsas, qharimachos, ullupakus, machorras, maricas (2019) explicas tu decisión política de ser lesbiana, como parte del proceso de descolonización, un camino de descolonización del cuerpo, el placer y el deseo.

Nosotras cuestionamos la familia, no queremos familia, porque la familia rompe la comunidad, la familia es una imposición colonial. La heterosexualidad es una imposición colonial. Hay información de que nuestros pueblos no eran heterosexuales. Tenemos una memoria no heterosexual en el cuerpo, pero ese deseo es eliminado, coartado por la heterosexualidad desde el colegio y por las iglesias. Yo decido políticamente siendo feminista y comunitaria ser lesbiana, no lo decido antes porque no sabía que se podía. Me he casado a los 16 años y he tenido una hija a los 16 años y después otra, porque pensé que era la única opción para las mujeres. Esta decisión para mí ha significado reconstruir una relación de deseo, de erotismo con otra mujer, una relación que ha sido cargada de prejuicios, de sentir asco por nuestro cuerpo y por el cuerpo de otra mujer, porque el único cuerpo que podemos desear o que puede ser satisfactorio es el cuerpo de un hombre, el falocentrismo. En un mundo patriarcal, el deseo es patriarcal, el erotismo es patriarcal. También ha habido una discusión sobre si soy lesbiana, si esa es la palabra, porque no deja de ser una palabra que viene del griego, de Lesbos. Yo miraba el movimiento feminista, el movimiento lésbico y no la comunidad, donde había también lesbianas. Empezamos a recuperar la palabra q’iwsa en aymara, que son las personas no heterosexuales. Y ahí profundizamos más esa discusión de que la heterosexualidad es una imposición colonial, porque en nuestra memoria ancestral están estos cuerpos plurales, estos cuerpos que no eran ni hombre ni mujer. La comunidad también ha sido atravesada por el colonialismo, por el patriarcado y por la heteronormatividad, y por eso se habla de que somos hijas del padre sol y de la madre luna, de la Pachamama, del tata inti, toda esa heterosexualización y humanización de la naturaleza que es parte de un sistema patriarcal, las cosmovisiones no son antropocéntricas, pero lo parecen, porque sexualizan a la naturaleza por la colonización. Todo eso hemos cuestionado para poder nombrarnos. Sí, como lesbiana, pero fundamentalmente como q’iwsa, como esta resistencia a una heterosexualidad que es colonial, que es dominación, que es explotación y saqueo.


Fuente: https://www.pikaramagazine.com/2024/04/descolonizar-el-tiempo-es-renunciar-a-la-acumulacion-capitalista/



Para tener más información sobre la página y nosotrxs, nos puedes escribir al mail: ecofeminismo.bolivia@gmail.com

viernes, 24 de febrero de 2023

Christine Delphy y el feminismo materialista


Fuentes: https://jacobinlat.com

El feminismo materialista desarrolla una crítica a la cosmovisión idealista y biologista del género y la sociedad. Las mujeres no están oprimidas por la biología o por valores culturales, sino por las relaciones materiales de producción.
Prólogo a Por un feminismo materialista de Christine Delphy (Verso Libros, Barcelona, 2023).


Efectivamente, los movimientos de mujeres han desencadenado, como era de prever, una contraofensiva generalizada procedente de todos los horizontes, de la Universidad y el gobierno, de la izquierda y la derecha, y que adopta todas las formas, desde el ataque obsceno –el más franco– hasta la hábil recuperación -más deshonesta y, por lo tanto, más eficaz (Christine Delphy, Protofeminismo y antifeminismo, 1977).

El objetivo del feminismo materialista no es la emancipación de “la mujer”, ni tampoco la emancipación de “el negro”, sino su desaparición, en plural. Las estrategias y luchas que lo consigan, materializarán la emancipación, tal y como se plantea con las clases socioeconómicas. Ciertos movimientos, en cambio, luchan porque “la mujer” y “el negro” sigan en un futuro siendo “mujer” y “negro” pero más libres, más guapos y más felices, ya que para dichos movimientos la mujer nace, no se hace. En efecto, decirlo así sería un ataque obsceno, aunque franco al feminismo y la descolonización, así que lo hacen incluyendo la palabra “emancipación” en su discurso para conseguir una hábil recuperación, hábil y deshonesta, como dice nuestra autora, Christine Delphy. El marco de estos movimientos es esencialista, pues entiende que la relación entre los hombres y las mujeres es una relación de diferencia biológica a celebrar y no una relación de dominación a neutralizar. Esta idea de la diferencia biológica es desde donde se construyó cierto feminismo liberal de la igualdad que comparte paradójicamente con el feminismo de la diferencia, el reclamo de la igualdad entre dos diferencias naturales (hombres y mujeres) que, al ser naturales, afirman, no pueden desaparecer.

Esta cosmovisión, fundamento del patriarcado moderno liberal, limita la capacidad de la gente para pensar la humanidad en el siglo XXI fuera de las categorías de hombre y mujer. Si pudieran pensarla de otra forma, entonces la heterosexualidad sería una simple pulsión, no un régimen político totalitario, tal y como lo nombraba Monique Wittig, una de las fundadoras del feminismo materialista que militó durante su juventud con Delphy en el Mouvement de libération des femmes (MLF).

Debido a esa concepción biologista sobre hombres y mujeres, la familia heteronuclear se entiende que es tan natural como un hongo. Y como en este marco no hay manera de cambiar lo que es biológicamente natural, la propuesta mainstream es emancipar “al hongo”. Por estos motivos Delphy afirmaba que la heterosexualidad es lo más interclasista que hay en el mundo.

Esta breve introducción, si bien pudiera parecer abstracta, resulta importante para entender el libro que tenéis entre manos. Éste se estructura en torno a dos ejes. El primero es una crítica a la cosmovisión idealista y biologista de la sociedad. En este eje, la idea principal de Delphy es que las mujeres están dominadas, no por la biología (biologismo) ni por las ideas o valores culturales (idealismo), sino por las relaciones materiales de producción. Así, elsegundo eje pone el foco en las relaciones de producción de la familia que es, según la autora, donde se produce la explotación principal de las mujeres. Sea en forma de “tareas” domésticas, de cuidado o de “ayudante”, estas actividades se realizan en un régimen masculino de explotación donde las mujeres no cobran por un trabajo que, mercantilizado, representaría el 40% del PIB mundial. Como dice Silvia Federici en El Patriacado del salario, no deja de ser curioso que en un sistema basado en el salario casi la mitad de las mujeres (42%) a nivel mundial jamás haya cobrado uno.

Si bien es cierto que Delphy lleva a cabo la crítica del idealismo y el biologismo utilizando el texto clásico Palabra de mujer de Annie Leclerc, publicado en 1975, lo cierto es que la crítica realizada es de una actualidad tragicómica: trágica porque el idealismo y el biologismo son un drama que se repite como tragedia en cada generación; cómica porque la respuesta de Delphy es mordaz, hecha de ironía recién sangrada perteneciente a una historia de bozales y hierro candente que nunca fue amordazada. Una respuesta que es, en realidad, tan antigua como Safo, querida desde este futuro que no la olvida y que llega hasta ese presente liderado por Sojourner Truth en aquella guerra de liberación que acaba otra vez de empezar, donde el humor siempre fue y será el arma más elegante y dolorosa de las clases subalternas, que viejas, sabias y organizadas en movimientos autónomos, irrumpieron en el siglo XXI con las revueltas feministas más grandes de la Historia.

Idealismo y biologismo

Un joven campesino invitó a dos mujeres de la ciudad a compartir su té y abrió una lata de paté. Su tía, una anciana que le cuidaba la casa… en su pan solo puso la grasa de alrededor del paté, que había sido despreciada por los otros tres comensales.  La carne del paté nunca había sido expresamente prohibida a esta anciana; pero la obligación de dejar la mejor parte a los demás había sido internalizada como un imperativo moral. Por lo que ella actuó por su propia iniciativa al darse la peor parte (Delphy, Sharing the table, 1980).

Existe una ley universal, construida social e íntimamente ligada a la supervivencia, por la cual aprendemos a adaptar nuestras esperanzas a nuestras posibilidades. En un mundo completamente sexualizado y, a pesar de no haber recibido prohibiciones explícitas, las mujeres no llevan a cabo aquellas actividades que, consideran, no les corresponden. A las mujeres se las socializa como sirvientas, auxiliares, ayudantes, en una palabra, contingentes. La feminidad se crea mediante las características propias de las criadas, que son por definición subalternas. Como decían Gayatri Spivak y Frantz Fanon con respecto a los colonizados, este proceso implica violencia epistémica y autodesprecio. Este proceso material de producción de feminidad es opuesto a la creación de lo masculino que se crea mediante atributos de nobleza y honestidad, a saber, como modelo universal y esencial a seguir por el resto de la humanidad. Por ello no es ninguna casualidad que el 80 % de “directores y empleadores” sean hombres, mientras que en las categorías de “auxiliares y ayudantes” el 82 % son mujeres empleadas que, en muchos casos, reciben sueldos “complementarios”. En términos bourdieuanos lo masculino es una construcción semiótico-material que se hace, entre otras cosas, mediante capital simbólico. Al contrario, los cuerpos feminizados se producen mediante violencia simbólica: son subjetivaciones o identidades desarrolladas en estructuras materiales de producción que las socializan obligatoriamente en el autodesprecio, por lo que cogerán siempre y “por imperativo moral”, como dice Delphy, la peor parte del paté y del trabajo. Lo mismo ocurre con el trabajo doméstico y de cuidado que hacen las mujeres sin cobrar y que aparentemente también hacen “por su propia iniciativa”.

Así, la autora de este libro defenderá que las mujeres no trabajan gratis ni comen la peor comida ni hacen las más bajas tareas de la humanidad por iniciativa propia, sino porque ha sido durante siglos la única manera que tenían de sobrevivir. En otros términos, las mujeres no son esos seres que tienen vulva, sino seres que trabajan más que los hombres de su misma familia o comunidad, pero tienen menos poder, capital, tiempo y espacio que ellos. Y esto es así en cualquier lugar del mundo.

Para el feminismo materialista desarrollado por Delphy, las condiciones materiales producen clases sexualizadas como las mujeres, clases racializadas como las negras o clases mercantilizadas como las trabajadoras. El feminismo materialista entiende que la producción de nuestras percepciones, creencias e identidades, se basa en ciertas condiciones sociales y económicas concretas, completamente materiales, a través de las cuales se reproducen las estructuras objetivadas de poder. Así que la pregunta es por qué y para qué se hacen materialmente las mujeres y los hombres, de nuevo, que no nacen, sino que se hacen.

El reaccionarismo como base idealista y biologista

A menudo se argumenta que la división sexual del trabajo se basa en la división biológica de la reproducción. Desde ciertas teorías de la reproducción social, pero también desde el feminismo de la diferencia y el feminismo liberal, los cuales comparten premisas ontológicas, se dice que el reparto cultural de las actividades sociales, incluido el trabajo doméstico y de cuidado, se sienta sobre la diferenciación de las funciones biológicas de la reproducción. De acuerdo con estas corrientes, la diferencia sexual biologista sostiene la diferencia cultural. Esto significa que el naturalismo biologista (proponer causas biológicas para explicar cuestiones políticas como la dominación) camina de la mano del idealismo (proponer causas culturales o de valores para explicar la dominación).

Bajo los marcos teóricos descritos, una de las creencias comunes es que los trabajos desempeñados por las mujeres están depreciados, es decir, no se valoran como deberían en relación con la importancia que tienen para la vida. Este discurso se ha extendido como la dinamita durante la pandemia global iniciada en 2020, momento en que tanto los mercados como las empresas se vieron obligadas a detener sus operaciones. Como consecuencia el trabajo no remunerado se duplicó y se hizo de nuevo evidente que dicho trabajo estaba absolutamente feminizado, desde enfermería y limpieza, hasta el trabajo de cuidado, la crianza o la cocina, el día a día de la gente se sostenía sobre el trabajo precario realizado por mujeres. Tras este hecho, muchas corrientes intelectuales concluyeron que “no se le da valor suficiente a todas esas tareas que realizan las mujeres”. Desgranado desde las lentes que nos ofrece Delphy, puede decirse que este pensamiento es, por un lado, biologista y por otro idealista.

Formulación biologista: “la desvalorización de la mujer tiene como consecuencia la desvalorización de los trabajos de la mujer”. Pero, ¿cuál es la diferencia entre ser mujer y hacer trabajos de mujer?  Como indica Delphy, si las funciones sociales descritas (criar o cuidar) equivalen a funciones naturales (por ejemplo, dar a luz), entonces, algunos trabajos son sencillamente trabajos de mujer. Por eso, desde el materialismo feminista pensamos que la categoría “mujer” es una categoría que cumple una función sociopolítica para la dominación. En cambio, la categoría “gameto” no es una categoría política y creemos además que no tiene nada que ver con la dominación patriarcal, el cambio climático o la dominación capitalista.[1] Al responder de esta forma a algunas preguntas teóricas se nos atribuye el querer negar la realidad biológica. Nada más lejos de la realidad. De hecho, existen diversas corrientes dentro de las ciencias biológicas que explican cómo y por qué el “sexo” en el ser humano no es binario, sino, en todo caso, bimodal. Esto es, no existe eso que llamamos “sexo masculino” o “sexo femenino” correteando como “dato” por los genes, por los baños o por los campos de fútbol.

De acuerdo a la divulgadora científica Juane Celeste Giraldo, el sexo en biología se refiere, antes que nada, al tipo de células haploides (gametos) que deben fusionarse para recombinar su genoma. El sexo evoluciona como estrategia adaptativa para maximizar la variabilidad genética, pero los genes son insuficientes para entender el desarrollo de las células, ya que son los gradientes morfogenéticos los que ordenan a las células cómo desarrollarse. Esta lección nos enseña que siempre hay que incluir la dimensión epigenética. En otros términos, los genes, los gradientes morfogenéticos y la epigenética constituyen los ingredientes básicos de las redes de regulación genética. A ello debe añadirse lo que se llama “caracteres sexuales” primarios (genitalidad) y secundarios, esos rasgos morfológicos asociados culturalmente con la presencia de ciertos genitales. En resumen, no para toda comunidad humana un mismo subconjunto determinado de caracteres cuenta como “carácter sexual”.

Por eso, si quisiéramos cuantificar la distribución de rasgos sexuales para observar si son o no binarios, primero deberíamos acordar, cultural y políticamente, qué rasgos queremos medir y analizar (dependiendo del tipo de rasgo, las distribuciones pueden cambiar considerablemente). Si solo nos quedamos con las modificaciones genéticas de los cromosomas sexuales, nuestras variables son discretas y las mutaciones puntuales. Es decir, no se observan dos grupos claramente distinguibles, sino varios. Además, a ese modelo de distribución habría que añadir el desarrollo de caracteres sexuales secundarios que supone aún más variables y niveles. Por tanto, si queremos hablar de “sexo” incluyendo cromosomas, genitales y caracteres sexuales, las cosas se complican. Esto quiere decir que si incluyéramos en este modelo la concentración de hormonas sexuales obtendríamos un tipo de distribución donde hay dos modas y varios puntos intermedios, lo que nos lleva a un modelo sexual bimodal y no binario. En humanos sólo existen dos células sexuales o gametos, pero existen varias mutaciones de cromosomas sexuales y muchísimas combinaciones de caracteres sexuales secundarios y primarios que no se quedan en lo binario.

Las corrientes biologistas desplegadas por la derecha conservadora y neoliberal, así como por la izquierda reaccionaria y transexcluyente, unidas todas alegremente por el interclasista régimen heterosexual: ¿Acaso pretenden hacernos creer que cuando hablan de “mujeres” hablan de “gametos”? ¿Cuándo hablan de emancipar a “la mujer”, se refieren a emancipar “al gameto”? Creemos que no. No quieren emancipar a los gametos, sino disciplinar heterosexualmente la diversidad fenotípica y normativizarla, en el sentido político de hetero-normativizarla, argumentando que hay “sexo normal” y “sexo no normal, es decir, patológico”, y como constata toda autora que se precie desde la década de los setenta, “patológico” es una categoría normativa y, por tanto, valorativa (volvemos al tema de los valores culturales), mientras que la variabilidad fenotípica es una categoría descriptiva. Por lo que concluimos que los cuerpos sexuados tienen una distribución bimodal, no binaria.

En cualquier caso, tuvieran esta u otra distribución, da igual, como afirman las neurocientíficas Fine, Joel y Rippon[2], porque intentar explicar la diferencia de comportamiento entre mujeres y hombres debido a su “sexo” (o gametos), además de ser un proyecto político e ideológico, nunca será determinante porque evolución en el pensamiento moderno evolucionista no quiere decir “heredado genéticamente” ya que hay muchísimas maneras de evolucionar y heredar de forma no genética. Entre dichas formas están las que tienen lugar mediante factores ambientales, que en las sociedades humanas implican factores políticos e históricos. Por eso la mayoría de teorías biológicas en este campo demuestran desde hace ya tiempo (Fine et al. 2017) que la política cambia la biología.

De este modo, volvemos al argumento con el que empezamos: la biología se transforma culturalmente. La división cultura versus biología, tal y como la plantean las teorías biologistas, es no solo absurda, sino peligrosa y reaccionaria, porque tratan de naturalizardiferencias para esencializarlas, jerarquizarlas y que la política no las pueda cambiar en tanto que “biológicas”. Dicho de forma clara: donde antes estaba Dios, ahora ponen biología.

Formulación idealista: Annie Leclerc, la autora que Christine Delphy critica pertinazmente, afirma que “la pretendida inferioridad de la mujer nunca hubiese podido dar lugar al nacimiento de una sólida explotación si las tareas domésticas que le eran propias no hubieran estado consideradas viles, sucias e indignas del hombre”. Pero si los trabajos domésticos no son ingratos per se, sino que se decreta que lo son (valores, cultura) y esa es la causa de la pretendida inferioridad de las mujeres, causa a su vez de su explotación, entonces estamos ante una explicación idealista. De acuerdo con esta corriente son los valores o las ideas –y no las condiciones materiales– las que crean las condiciones de posibilidad para la explotación y la dominación, lo cual lleva a hacer una abstracción de la base material del valor, como insistirá Delphy. A su vez, ello nos lleva a la pregunta de cómo pueden imponer los hombres su negativa apreciación de los trabajos domésticos antes de estar en situación de imponer, es decir, de dominar, cuestión que también Engels respondió, según nuestra autora, de forma idealista y biologista.

Para poder explicar esta acrobacia, Leclerc introduce el argumento con el que hemos empezado el artículo: la libre elección, también llamada, amor. Dicha respuesta da a entender que las mujeres hacen trabajo doméstico y de cuidados sin cobrar, trabajan cuatrocientas horas más que los hombres y cobran un 35 % menos, limpian culos, baños, cloacas enteras y comen la peor parte del paté por amor. Por amor a la familia. Este argumento olvida que la familia es hoy en día el núcleo principal no solo de desposesión de las mujeres, pues el 97 % del cuidado no pagado de todo el mundo lo hacen las mujeres en la familia y para la familia, sino el núcleo donde más violencia directa se ejerce contra ellas.

Sistema de producción familiar o patriarcal

La obra de Delphy muestra que no son las tareas de las mujeres lo que no tiene valor, sino su trabajo. La pregunta es, por tanto, acerca de las relaciones de producción en las que se realiza dicho trabajo. Lo que está prohibido a las mujeres no son ciertas tareas, lo que se les prohíbe es el efectuarlas en determinadas condiciones. Lo que está prohibido o desincentivado, tal y como lo formula Delphy, “no (es) tanto hacer diplomacia como ser diplomático, no tanto subirse a un tractor, sino subirse a él en condición de patrón o incluso de obrero a quien se le paga por hacerlo, de lo cual se desprende que las tareas que no pueden realizarse de modo subalterno tienen que estar prohibidas a las mujeres.

Toda la legislación laboral del siglo XIX y XX camina en esta dirección: cuando una mujer se convierte en esposa, su fuerza de trabajo es apropiada, es decir, pasa a ser propiedad de su marido. En Francia, el salario de una mujer casada se le daba automáticamente a su marido hasta 1907 y aún en 1965 un esposo tenía el derecho legal de impedir que su esposa trabajase fuera del hogar. Permítanme añadir algo que todas sabemos y que Delphy explicó en un texto llamado Sharing the table: tomar una esposa ha sido –y sigue siendo en la mayoría del mundo– una alternativa de bajo costo a la contratación de un empleado.

En suma, las identidades no son una cosa sino una relación. La identidad “mujer” no se define mediante, o en oposición a, el concepto ni a la identidad de “obrera”. Sin embargo, ser “obrera” sí se define en relación de oposición a ser “capitalista”: la clase trabajadora necesita a la clase capitalista para su existencia. Al igual que ocurre con las “mujeres”, que existen en tanto que existen “hombres” y al revés. Como decía la historiadora marxista Ellen Meiksins Wood, el trabajo como proceso abstracto no implica sexualización, ni la sexualización implica trabajo abstracto, tal y como muestra el patriarcado feudal. En cambio, aquí y ahora, existen juntos como el sistema nervioso y el sistema digestivo que conforman un mismo cuerpo humano. A este respecto, explicar cuál es la relación de producción que produce proletarios y plusvalía, o por qué los trabajadores trabajan más, pero tienen menos poder, renta y tiempo que la patronal, sigue sin responder a por qué las proletarias trabajan más que los proletarios y tienen menos sueldo, menos renta, menos tiempo, poder y espacio que ellos.

Por eso, insiste Delphy, no es la especificidad técnica, función o utilidad de la tarea lo que fundamenta la división sexual del trabajo. Todas vivimos a diario este fenómeno por el cual las mismas tareas pueden ser nobles y difíciles cuando son realizadas por hombres, o insignificantes e imperceptibles, fáciles y triviales cuando corren a cargo de las mujeres, como dice Bourdieu en la Dominación Masculina. También es este el motivo por el que, cuando los hombres accedieron a la cocina, inventaron el “talento culinario”, creando carreras y cobrando enormes sumas de dinero por hacer lo que millones de mujeres hacen a diario, día y noche, sin cobrar. Así se expresaba Margaret Maruani, contemporánea e interlocutora de Christine Delphy, en el texto Trabajo y empleo de las mujeres de 1976.

El trabajo es el mismo, la diferencia reside en que ese mismo trabajo lo hagan hombres o lo hagan mujeres. La estadística establece que los oficios llamados cualificados corresponden fundamentalmente a los hombres, mientras que los trabajos ejercidos por las mujeres «carecen de calidad». Ello se debe, en parte, a que cualquier oficio, sea cual sea, se ve en cierto modo cualificado por el hecho de ser realizado por los hombres (que, desde ese punto de vista, son todos, por definición, de calidad). Así pues, de la misma manera que el más absoluto dominio de la esgrima no podría abrir a un plebeyo las puertas de la nobleza de espada, tampoco a las teclistas —cuya entrada en el mundo de la edición ha suscitado resistencias formidables por parte de los hombres, amenazados en su mitología profesional del trabajo altamente cualificado— se les reconoce que trabajen en el mismo oficio que sus compañeros masculinos, de los que ellas están separadas por una mera cortina, aunque realicen el mismo trabajo: hagan lo que hagan, las teclistas son unas mecanógrafas y no tienen, por tanto, ninguna calificación. Hagan lo que hagan, los correctores son unos profesionales del libro y están, por tanto, muy cualificados.

En este sentido, para nuestra autora, la división sexual del trabajo es eso, división de trabajos, no de tareas, y los trabajos comportan, como parte integrante de su definición, la relación de producción, es decir, la relación del productor con el producto. Así, el modo de producción patriarcal o familiar es el trabajo gratuito realizado por las mujeres en el marco social (no geográfico) de la casa y la familia y se aplica a cualquier producción realizada en dicho marco fundamentado en el matrimonio (y que persiste tras el divorcio): “El matrimonio libera a los hombres de sus obligaciones domésticas, permitiéndoles avanzar más rápidamente en su trabajo”, dice Delphy. Y añade que todo ello está fomentado y sustentado mediante la legislación patriarcal que perpetúa la exclusión de las mujeres del mercado laboral. Son las diversas políticas públicas las que operacionalizan esta exclusión, y un ejemplo son las políticas de conciliación que no han cambiado un ápice el hecho de que las excedencias para trabajo de crianza o de cuidado no remunerado las pidan en un 95 % las mujeres. Esto último aumenta su carga de trabajo no pagado, reduciendo su tiempo y su participación no solo en el mercado, sino en la esfera pública, social y política. Esto a su vez conlleva reforzar el sistema familiarista del Estado patriarcal que aumenta la dependencia de las mujeres hacia los recursos, propiedades y sueldos de los hombres. Por su lado, los hombres aumentan el tiempo invertido en el trabajo remunerado, aumentando el capital económico con cada hijo que tienen. A este respecto, los últimos datos de 2020 del Banco de España confirman las conclusiones del marco conceptual desplegado por Christine Delphy en este libro: al año siguiente del nacimiento del primer hijo, las mujeres se enfrentan a una pérdida de ingresos del 11,2 % respecto a la situación previa, mientras los ingresos de los padres aumentan entre un 0,15 % y un 5 %. Así es como diez años después del nacimiento del primer hijo, los ingresos de las mujeres se estabilizan en un 33 % menos y no vuelven a subir.

Pensar, como hacen ciertas corrientes reaccionarias, que la desposesión de las mujeres es por la inferioridad de su trabajo, es idealismo desparramado en el lodazal biologista. Dicho camino, advierte nuestra autora, “solo lleva a revalorizar la glorificación «vulgar» del papel de madre y esposa, presentándolo bajo un disfraz pseudocientífico o, peor aún, pseudo feminista, cuando en realidad es neomasculinismo”.  Cuando el capitalismo patriarcal ataca con muerte y miseria, el feminismo responde con fuerza y organización y cada vez que el feminismo se expande, el reaccionarismo se rearma por todas las capas de la sociedad arrastrando a la izquierda a los campeonatos cristianos pronatalistas de la maternidad intensiva. A estas alturas ya sabemos que todos los caminos idealistas y biologistas llevan al Foro de la Familia, una familia privada que se creó para la desposesión y exclusión de las mujeres del poder público, económico y político con el único objetivo de que jamás gobiernen el mundo. Bienvenido sea este libro, porque sienta las tesis para hacerlo desde el feminismo y el materialismo.


Fuente: https://jacobinlat.com/2023/02/21/christine-delphy-y-el-feminismo-materialista/

Notas

[1] Los gametos son las células sexuales haploides de los organismos pluricelulares.

[2] Pueden encontrarse referencias de cientos de investigaciones en el número “NeuroGenderings”, publicado en 2019 por S&F Online






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