jueves, 24 de septiembre de 2020

Reseña de El consentimiento, de Vanessa Springora, Manifiestos vergonzosos


En demasiadas ocasiones, la izquierda subestima la importancia de las batallas culturales. Y es un error, porque esas batallas no sólo definen los contornos de una época: a través de ellas, se instalan en el imaginario colectivo los distintos modelos de sociedad en liza. Mucho más incluso que a través de la confrontación de los programas, siempre contingentes, de los partidos que se disputan el poder. Valga esta reflexión a tenor de dos acontecimientos aparentemente dispares, uno literario y otro político, acaecidos estos días.

Acaba de editarse en España El consentimiento, una narración autobiográfica de la escritora francesa Vanessa Springora, cuya publicación ha tenido un enorme impacto en el país vecino. El relato no puede dejar al lector indiferente. Nos habla de la traumática experiencia de la autora cuando, adolescente, apenas cumplidos los catorce años, fue seducida por el entonces escritor de éxito Gabriel Matzneff, que a la sazón rebasaba los cincuenta. Una relación sentimental que, lejos de ser una pasión única, se inscribía en una larga lista de adolescentes que habían pasado por el lecho de este auténtico depredador sexual, habilidoso para detectar muchachas en situación de vulnerabilidad familiar y personal. Resulta tremendo el impacto de semejante relación en la vida de una joven cuya personalidad está en formación y que es iniciada en la sexualidad desde la dominación y el control. La historia de V –así se identifica a si misma la autora-, declinada sin aspavientos ni efectos literarios, da cuenta de los duraderos estragos psicológicos causados por una experiencia que una adolescente no está en condiciones de procesar y que la arrastra en un destructor torbellino emocional. Hay que decir que Matzneff no ocultaba precisamente sus inclinaciones pedófilas. Su libro Los menores de dieciséis, que causó gran revuelo y propulsó su carrera literaria, exaltaba la voluptuosidad de la sensualidad adolescente que, a sus ojos, se ofrecía a los adultos. Por otro lado, sus escapadas a Manila para gozar de niños de once o doce años en un país convertido en destino de turismo sexual, eran harto conocidas en los salones parisinos. Es impactante como, en su primer encuentro sexual con una desconcertada Vanessa, su amante la sodomiza diciéndole: “Como si fueras un chico”.

Pero tales abusos sólo podían prolongarse y multiplicarse en un marco permisivo. Y la intelectualidad francesa de la década de los 70 y los 80 lo era. La sexualidad escandalosa era una suerte de valor añadido al reconocimiento de un artista, que incluso podía exhibirla como fuente de inspiración y estímulo creativo. En determinados ambientes, Mayo del 68 había dejado como principal recuerdo un “prohibido prohibir” que muy pronto se revelaría más liberal que libertario. Así pues, una adolescente fascinada por los libros pasa, sin transición, de verse a sí misma como el patito feo del instituto a ser cortejada por un autor famoso –que presumía incluso de gozar del favor del presidente Mitterrand, conocido por su afición a las letras. La relación no podía ser más desigual. El supuesto “consentimiento” de la joven –Matzneff llegó a publicar las cartas que ella le dirigió como material literario-, no puede ocultar el abuso, la manipulación, el control y la tortura psicológica por parte de quien disfruta de una indiscutible posición de poder.

Sin embargo, ese “consentimiento” –que hace a la víctima única responsable de cuanto le ocurre– fue ampliamente reconocido y avalado por la más destacada intelectualidad progresista de aquellos años. “A finales de los años setenta, un buen número de diarios y de intelectuales de izquierdas habían defendido públicamente a adultos acusados de haber mantenido relaciones “culpables” con adolescentes. En 1977, “Le Monde” publicó una carta abierta a favor de la despenalización de las relaciones sexuales entre menores y adultos (…) La firmaban y apoyaban eminentes intelectuales, psicoanalistas y filósofos de renombre, escritores en el punto álgido de su carrera, la mayoría de izquierdas. Aparecían, entre otros, los nombres de Roland Barthes, Gilles Deleuze, Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, André Glucksmann, Louis Aragon… El texto protestaba contra la prisión preventiva de tres hombres que estaban pendientes de juicio por haber mantenido (y fotografiado) relaciones sexuales con menores de trece y catorce años. Entre otras cosas, decía: “Una prisión preventiva tan larga para la instrucción de un simple caso de “moral”, en el que los menores no fueron víctimas de ningún tipo de violencia, sino que, muy al contrario, precisaron ante los jueces de instrucción que habían consentido a tales relaciones (aunque ahora la justicia les deniegue el derecho al consentimiento), nos parece de entrada escandalosa”. (Otras figuras relevantes, como Marguerite Duras, Hélène Cixous o Michel Foucault, rehusaron sin embargo sumarse a esa campaña).

Gracias sobre todo a los avances de la lucha feminista, hoy puede parecernos sobrecogedora esa ceguera, esa negación de la violencia implícita en una relación desigual en que el más débil no puede por menos que “consentir”, plegándose a la voluntad del más fuerte, de quien detenta un ascendente indiscutible o posee la palabra. Mucho más tarde se sabría que el texto había sido redactado por el propio Matzneff, que forjaba así la línea argumental de su defensa ante el mundo. Pero la pléyade de personalidades que secundó su iniciativa resulta pasmosa. Sin embargo, ese era “l’air du temps”. “Aquel mismo año, señala Springora, Le Monde publicó otra petición, bajo el título de “Llamamiento a la reforma del Código Penal acerca de las relaciones entre menores y adultos”, que aún concitó un mayor número de adhesiones (a los nombres precedentes se añadieron los de Françoise Dolto, Louis Althusser o Jacques Derrida, por citar sólo algunos, pero la carta abierta contó con ochenta firmas entre las personalidades más famosas del momento). En 1979 apareció otra petición, esta vez en las páginas de Libération, en apoyo a un tal Gérard R., acusado de vivir con niñas de seis a doce años, igualmente firmada por importantes personalidades del mundo literario”.

Ciertamente, con el paso de los años, muchos de esos firmantes han ido reconociendo su error. Pero el hecho de que se produjera –¡y con tal alcance!– nos indica hasta qué punto la intelligentsia puede perder el norte en términos ideológicos. Mayo del 68 fue un importante momento de contestación de la moral dominante. Pero la reivindicación de la libertad sexual estalló en un contexto en que el movimiento feminista todavía no había crecido lo suficiente como para instalar en amplios sectores de la sociedad los valores de la igualdad y la descodificación del dominio patriarcal. La “libertad sexual” se entendió, en gran medida, como la libertad de los hombres para acceder a todas las mujeres, emplazándolas a estar disponibles a los deseos masculinos “liberados”. Y, muy pronto, surgiría la lectura de la pedofilia, entre otras prácticas, como una suerte de “sexualidad disidente” y “transgresora”. La antropóloga cultural americana Gayle Rubin teorizaría esa idea en ensayos de gran repercusión. Una moral se hundía, socavada por la evolución de la sociedad. Pero, el movimiento histórico progresista –del que forman parte el movimiento de emancipación de las mujeres y la izquierda en su sentido más amplio– distaba mucho de proyectar con claridad y fuerza suficiente una nueva escala de valores, acorde con las necesidades del desarrollo humano. En el interregno, proliferaron la confusión… y los monstruos. Y, en eso, irrumpió la globalización neoliberal. El sentimiento de haber llegado al final de la Historia impregnó toda la cultura, contaminando incluso el pensamiento de quienes contestan el poder omnímodo del capital financiero y las grandes corporaciones. Hoy, en pleno desorden global, cuando se abre ante nosotros un período convulso y cargado de incertidumbres, la izquierda sigue enmarañada en los mismos dilemas.

En efecto. Estos días ha estado recogiendo adhesiones en toda España un manifiesto que reclama el reconocimiento de “OTRAS” como “sindicato de trabajadoras sexuales”. El texto ha contado con el apoyo de destacados dirigentes de la izquierda radical, desde anticapitalistas hasta responsables de Podemos o los comunes. El hecho no tiene nada de anecdótico. A estas alturas, no se puede argüir desinformación y la ingenuidad ya no es de recibo: quienes tienen responsabilidades de liderazgo no pueden ignorar que ese pretendido sindicato está impulsado por el lobby proxeneta, deseoso de desarmar cualquier resistencia a una legalización de la prostitución que les permitiría seguir expandiendo su lucrativo negocio. La prostitución no es un trabajo. No ha existido, ni puede existir un sindicato del ramo de la prostitución. En ella, la relación que se establece se da desde la desigualdad y se sitúa por debajo del umbral de los derechos humanos más elementales. La esclavitud no es sindicable. En ningún lugar del mundo ninguna organización ha propuesto un “Estatuto de la trabajadora sexual”, ni negociado ningún convenio colectivo. Tratar de imaginar siquiera sus cláusulas conlleva establecer una violación sistemática de los deberes de protección de la infancia, de las conquistas en materia de igualdad y de los derechos adquiridos por el movimiento obrero. Alemania, donde socialdemócratas y verdes legalizaron en su día la prostitución, la situación de las mujeres no ha hecho sino empeorar. El negocio proxeneta ha crecido de modo exponencial. Unas 400.000 mujeres, en gran medida procedentes de las regiones económicamente más deprimidas de Europa del Este, son explotadas en los burdeles alemanes: en los legales y también en los circuitos ilegales y más degradados, que han proliferado igualmente con el aumento de la demanda. No hay apenas inscripciones en la Seguridad Social. Por el contrario, el Estado y las comunidades locales, recaudan cuantiosos impuestos sin mirar demasiado lo que pasa en esos locales de ocio donde es posible adquirir tarifas planas para consumir alcohol y mujeres convertidas en pura mercancía. Una mercancía que se desgasta rápidamente y cuyo stock hay que renovar con frecuencia. La sociedad normaliza el consumo de sexo de pago, reproduciendo las pautas patriarcales de desigualdad y dominio de los hombres sobre las mujeres. El Estado deviene el primer proxeneta, corrompiendo así la democracia.

“Todas las democracias contemporáneas –escribe Raúl Cordero, secretario general de la Comarca Sur de CCOO de Madrid en “Cuarto poder”– limitan la capacidad contractual individual para garantizar, precisamente, la libertad y la propia democracia. (…) Los sindicatos somos de naturaleza abolicionista, porque nuestra razón de ser depende de la convicción de que es necesario limitar la capacidad contractual individual en sociedades estructuralmente desiguales”.

Es hora de ponerse las pilas. Aceptar la idea misma del “trabajo sexual” supone acreditar el “consentimiento” de las mujeres prostituidas, haciéndolas responsables de su prostitución y obviando el continuum de violencias que se abate sobre ellas. Encerrar a la víctima en la prisión mental de un “consentimiento” que no está en condiciones, materiales o emocionales, de rehusar… He aquí el ingenio de los depredadores sexuales y de los proxenetas. ¿Qué clase de izquierda puede hacerse eco de ese discurso criminal? (1) La intelectualidad francesa que cayó en la trampa de normalizar la pederastia tardó años en recuperar, avergonzada, la razón. La izquierda alternativa no puede permitirse el lujo de flirtear tanto tiempo con la normalización de esa violencia extrema contra mujeres y niñas que representa la prostitución. Porque es profundamente inmoral. Sí, hay una moral de la izquierda, que consiste en ponerse, por principio, junto al débil frente al abuso del fuerte. Una moral que exige desenmascarar las argucias de la opresión, aunque ello suponga enfrentarse a las modas o a los estados de ánimo de una opinión pública moldeada por el adversario. Basta ya de firmar manifiestos infames que nos dan hoy una apariencia de modernidad… pero que harán que nos tengamos que sonrojar mañana ante nuestras propias hijas.

Notas.

(1) Para entender en qué compañía sitúan a la izquierda determinados deslices, basta con echar un vistazo al “Manifiesto ideológico” de las JNC, las juventudes de la derecha nacionalista: “Proponemos una regulación de la prostitución para afrontar la grave situación que viven las trabajadoras sexuales”. C’s, que la izquierda alternativa se esfuerza, por otro lado, de ahuyentar de los PGE, no piensa otra cosa.

Fuente: https://lluisrabell.com/2020/09/21/manifiestos-vergonzosos-2/




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