Hay reconocimientos fundamentales que deberían ser ya una realidad. No es de mi gusto tener que salir a denunciar que todavía no lo son y ocultar de forma indirecta otros problemas
Manifestación del 8 de Marzo (2020) en Ciudad de México. SAMANTHA PANTOJA
En medio de la tormenta que vive la comunidad trans, en medio del cuestionamiento de los pocos derechos que tenemos y los muchos derechos que nos quedan por conseguir, aparece un mensaje: “Se habla demasiado sobre esto”.
No podría estar más de acuerdo. Me molesta, y mucho, que tengamos que ser el centro de un debate que es desagradable por violento, por deshumanizador. Nuestros derechos no se debaten. Hay reconocimientos fundamentales que deberían ser ya una realidad, y no es de mi gusto tener que salir a denunciar que todavía no lo son y ocultar de forma indirecta otros problemas. Mucho menos cuando la posición contraria, por defecto, es la simple negación de mi vida, de mi experiencia, de mi existencia como tal. En otros espacios he comentado lo mucho que me molesta ser un titular o un tema de debate, sobre todo cuando se piensa en las vidas como si fueran simples conceptos de una teoría abandonada.
Hay debates fundamentales que podríamos tener, si los discursos que debaten los derechos trans se centraran en las cuestiones de fondo y no en discutir realidades que, al margen de todos los estereotipos rancios, existen y son irrenunciables. Quiero mencionar sólo algunos, que creo que serían muy enriquecedores para un movimiento emancipatorio como es el feminismo que muchas tratamos de construir. Por supuesto, estos son debates en la medida en que son realidades que todavía hay que pensar y transformar en común.
El primer debate que podría ser es diametralmente opuesto al bulo del “lobby trans” en torno a las farmacéuticas. Como sabe cualquier persona que lea o escuche a gente trans, una de las reivindicaciones base de nuestra comunidad se resume en la demanda feminista de la autonomía corporal. Es decir, que no se nos exija seguir procesos de modificación corporal (ya sean tratamientos hormonales o cirugías, pero también, y más en general, una expresión de género determinada) para ser reconocides como trans. Partimos de la base de que nuestras realidades son diversas y complejas, y que fiscalizarlas es una herramienta que históricamente se ha adscrito al sistema social hegemónico y sus bases: el capitalismo patriarcal y colonial de corte capacitista. En este sentido, esta demanda feminista aplicada al colectivo trans (pero también al resto de siglas, y especialmente a las personas intersexuales) toca elementos clave del sistema que pretendemos transformar.
El colectivo trans, pero especialmente las mujeres trans, nos quedamos sin medicamentos disponibles para nuestro tratamiento hormonal periódicamente
¿Cómo se traduce esto en lo concreto? Para comenzar, esta demanda pone en el centro de la discusión la medicalización, fuertemente feminizada. Diagnósticos, producidos tanto en torno al cuerpo como en torno a la conducta que son relegados al tratamiento farmacológico, y que cruzan con la organización del trabajo y de la vida en que estamos, con nuestro esquema de producción-reproducción y con el rol asociado a las mujeres en él. Por supuesto, con ello también se trata de cuestionar la producción de fármacos: cómo y qué se produce, en quiénes se investiga, bajo qué clase de modelo de trabajo, cuánto dinero vale ese tratamiento, cómo de útil es en realidad y, sobre todo, quién se lleva la mayor parte de los beneficios. El colectivo trans, pero especialmente las mujeres trans, nos quedamos sin medicamentos disponibles para nuestro tratamiento hormonal periódicamente. Obviamente, la idea de que somos un interés fundamental para las farmacéuticas es un absurdo, pero la cosa va más allá. ¿No pone esta misma realidad en cuestión el control capitalista de recursos clave para nuestra salud? ¿No implica directamente repensar los intereses económicos y sociales de fondo desde el conflicto entre el capital y la vida? ¿No es, aunque de forma indirecta, un alegato contra el trabajo en una sociedad dominada por la mercancía y no por las personas?
Un segundo debate es el del tutelaje, tanto material como simbólico. Se nos roba la voz, nos secuestran las palabras y hasta el relato de nuestras vidas: quedamos al amparo de un diagnóstico de “disforia de género” que nos tiene que dar un psicólogo o un psiquiatra. Por supuesto, la comunidad trans está en general totalmente en contra de esto, por varias razones bien claras y evidentes. En primer lugar, desde luego, está el tutelaje como tal: no tenemos la más mínima autonomía y se entiende nuestra condición (una realidad constante en la historia y las sociedades humanas) como una patología. Aquí vemos el problema de confundir el malestar que supone lo que clínicamente se llama “disforia de género” con el hecho de ser una persona trans, asociación de ideas que es errónea de partida. Pero de fondo está el problema de la patologización y la pérdida de autonomía a través de ella, asociada al capacitismo, y más concretamente al cuerdismo. La psiquiatrización, con sus dinámicas de control y negación de la autonomía, ha jugado un papel fundamental en la represión de las sociedades occidentales modernas, siendo un eje clave para la construcción de exclusiones, también desde un órden de sexo-género y en base a principios capitalistas. Igualmente, el estigma que rodea a muchas patologías ─unido siempre a la victimización─ permea el modo en que las concebimos y las incorporamos a nuestros esquemas de pensamiento. Lo que hay de fondo es un modelo social de discapacidad, una sociedad que incapacita al ofrecer un modelo de normalidad capitalista e ignorar las herramientas clave para vivir en común.
Las mujeres trans que sufren mayor riesgo de vivir violencias y tienen un acceso más limitado a recursos sociales y económicos son siempre las racializadas y migrantes
Como tercer debate fundamental, está el orden de sexo/género. Las feministas llevamos más de medio siglo pensando cómo funciona y cómo transformarlo desde lo concreto. Hemos visto que, evidentemente, las mujeres nos encontramos en una situación estructural de lo que llamamos opresión. Sin embargo, no hay nada más lejos de la realidad que la idea de que esta opresión se da siempre igual. Este orden cruza en lo concreto con el fundamento de clases de nuestra sociedad, y se alinea de modos específicos con regímenes de raza, capacidad, edad o sexualidad. Las mujeres trans que sufren mayor riesgo de vivir violencias y tienen un acceso más limitado a recursos sociales y económicos son siempre las mujeres trans racializadas y migrantes, muy presentes en la prostitución y otras formas de trabajo sexual. Estas realidades desvelan a su vez el régimen de racialización eurocéntrico sobre el que se ha construido la modernidad capitalista, y en particular el pasado colonialista de España, aún presente en la mitografía nacionalista. También son las personas migrantes, procedentes esencialmente del Sur Global y la periferia del capital en general, las que no tienen los derechos fundamentales que otorgan la nacionalidad y el trabajo en la “economía formal”. Y aunque la situación más difícil a nivel laboral la viven sin duda las trabajadoras migrantes, también muchas mujeres trans nacionales tienen presencia en la prostitución de forma alarmante, jugando un papel fundamental la capa socioeconómica de procedencia y el apoyo familiar y de amistades. Cabe recordar que han sido el orden colonial y el patriarcal los que han encerrado nuestros modos de pensar el sexo/género en dos clases excluyentes y nos han forzado a darnos sentido sólo a partir ─con o contra─ de esta norma social, alimentada por el capitalismo moderno.
Todos estos son debates clave, realidades que, planteadas desde una perspectiva radical, tocan los elementos que han construido nuestro modo de vivir, de ser y estar en un mundo que nos ha expulsado, de una forma o de otra. Por supuesto, se puede concretar mucho más. Es necesario pensar, por ejemplo, en nuestros modelos relacionales, en los afectos y cuidados, y en cómo eso se debería traducir en reconocimiento jurídico y políticas sociales; es necesario que hablemos de trabajar muchas menos horas y, sobre todo, que ese trabajo sea útil, que no esté dedicado a engordar el bolsillo de un parásito; es necesario que hablemos de transformar las políticas de migración, de nacionalidad y de derechos políticos fundamentales como votar; es necesario que hablemos sobre el deseo, el consentimiento y la sexualidad en general; etc.
Son muchos los debates que podríamos tener si todas tuviéramos claro cuáles no son los necesarios y pensáramos desde lo concreto, desde la vida ordinaria de una persona que podría ser cualquiera. Y todos estos debates podrían hilarse de mil maneras distintas, porque están de hecho relacionados de mil maneras distintas. La cuestión es en qué trabajamos, de qué vamos a hablar, qué es lo que nos importa en realidad. Yo lo tengo claro: quiero una cotidianeidad digna. A mí me gusta llamarla “comunismo”. El lector, la lectora o le lectore puede llamarlo como le dé la gana.
Rosa María García es activista trans, compañera y portavoz de la Asamblea del Orgullo Crítico de Murcia.
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