domingo, 28 de julio de 2019

Falsos debates


Por Alana Portero


Los debates hacen crecer, pero los nuevos. Los que suponen colocar en tela de juicio la validez de otras no son tales: eso siempre será supremacismo.
Por Alana Portero
iento que al escribir este texto estoy alimentando una situación injusta que hace muchos años debería haber quedado zanjada. Supongo que en la era de Bannon lo reaccionario inevitablemente se reinventa y vuelve, entiendo que las posiciones transexcluyentes no son una excepción y aquí estamos, explicando obviedades una y otra vez hasta que sea necesario.
Con motivo de las ponencias englobadas dentro de la Escuela Feminista Rosario Acuña de este año, un par de artículos en medios generales y un movimiento sísmico en redes, volvemos al falso debate de si las mujeres trans tenemos cabida dentro de los feminismos, o si estos deben ocuparse de nosotras.
La tendencia de los últimos años consiste en utilizar las teorías queer como una especie de veneno vertido en los oídos de las feministas, a través del cual, lo que nos hace mujeres se convierte en una perversión frívola que aligera la importancia del sujeto femenino y feminista y lo convierte en un disfraz, una broma o un subterfugio para “colarse” en espacios feministas y transformarlos en un coto de caza. Las grandes teóricas de lo queer, cuya aportación es valiosísima incluso para refutarla, merecerían que al menos quien pretenda hacerles frente teórico las hubiera leído, aunque sea de refilón.
Cuando desde medios o a título personal llaman al “debate”, aún no me ha quedado claro qué es lo que se quiere debatir: ¿El sujeto del feminismo? ¿La relación entre teorías queer y feminismos? ¿La superación de las olas? Si es así, es tan fácil cómo proponerlo tal cual, yo misma participaría encantada en tales discusiones teóricas y las consideraría necesarias para construir feminismo, ampliarlo, llevarlo más lejos, actualizarlo, hacerlo mejor.
El problema es que, escuchando horas y horas de las ponencias de la Escuela Feminista Rosario Acuña, leyendo los artículos de Amelia Valcárcel y Alicia Díaz, aparte de algunas alusiones vaguísimas a la posmodernidad —como si pudiéramos viajar en el tiempo y escribir fuera de ella— y remitirse a lo queer sin el rigor exigible a quien está cobrando por exponer un tema, solo he encontrado el mismo lenguaje transexcluyente que lleva existiendo desde los setenta, el mismo encono con el que Germaine Greer atizaba ya a principios de los ochenta, un odio encarnado, mal defendido y burlón. Un lenguaje cuya única intención es refinarse constantemente para hacer daño seguido de una luz de gas de manual de maltratador. Siempre lo mismo. Las mujeres trans detectamos enseguida, corrijo, yo, como mujer trans, detecto enseguida esta intención maliciosa porque proviene del mismo lugar que mi propia transmisoginia interiorizada. No hay nada que estas personas vayan a decirme que no me haya dicho yo antes, en los años de la oscuridad, el dolor, el autodesprecio y el armario.
Mi voluntad personal siempre es el debate. Cuando el objeto y sujeto del mismo es nuestra existencia, nuestra legitimidad, nuestro derecho a vivir sin tutelas, nuestra libertad y nuestro posicionamiento político como mujeres, no hay posibilidad de discusión, no se puede cuestionar la existencia y los derechos de otro ser humano.
Los feminismos, en plural, ya no son feudos de poder que exijan tributo alguno a la señora de turno, por mucho que la academia y lo institucional lo pretendan. Eso quedó atrás desde que las subalternas —trans, racializadas, putas, discas— encontramos el modo de tejer redes de afectos, entendimiento, comunicación y conocimiento. Las mujeres siempre iremos por delante de ese feminismo en singular que pretende ser único y extender cartas de legitimidad a otras. Muy por delante.
Los debates hacen crecer, pero los nuevos, nunca los pasos atrás, nunca los superados, nunca los que suponen colocar en tela de juicio la existencia, la identidad y la validez de otras.
Esto siempre será supremacismo y no hay debate que valga.



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