El movimiento feminista ha discutido intensamente sobre el rol del Estado y las políticas públicas en la transformación del orden de género. Hay quienes creen que esta institución podrá promover transformaciones que afectarán a toda la ciudadanía y, aunque estos cambios partan del orden jurídico, luego derramarán en transformaciones culturales. Otras personas menos optimistas dirán que lo que pueda hacer el Estado sólo será un “piso mínimo” para la transformación y que depositar todas las expectativas en él puede ser riesgoso, por cancelar rebeldías –siempre necesarias a la hora de subvertir el orden– y restar poder de agencia a quienes pugnan por los cambios.
Cuando se aborda la violencia contra las mujeres, el debate se reedita, porque resulta evidente tanto que el Estado no hace lo suficiente como que la intervención con instrumentos jurídicos o legales no lo transforma todo ni llega a interpelar siquiera a quienes ocupan cargos de responsabilidad gubernamental. Uruguay cuenta con una nueva normativa y con la figura del feminicidio. Sin embargo, el porcentaje de casos de violencia contra las mujeres es altísimo en un país de apenas 3 millones de personas; la prensa continúa difundiendo sobre ellos como si fueran un tipo específico de violencia más y aún no se comprende qué implica la violencia de género. De forma recurrente aparece la interrogante, desde la desconfianza, de si mató a la madre, a la esposa, a la suegra, a la sobrina o a la hija “sólo porque era mujer”, y menos se comprende cuando las víctimas son los niños. El sentido común permanece inalterado y los feminicidas son vistos como seres fuera de la normalidad, “casos patológicos”.
El problema actual es muy grave, los feminicidios aumentan y el tratamiento que la prensa masiva hace de ellos no mejora las cosas. Aunque se los titule como “feminicidios”, estos asesinatos siguen integrando el repertorio que nutre la espectacularización de la violencia y son presentados siempre en la sección policial de las noticias como un delito más (algo que se refuerza cuando el feminicida tiene antecedentes penales, dato que jamás se omite). (1) La prensa no sólo amplifica estos hechos, sino que además contribuye a la pedagogía de la crueldad: abundan los detalles escabrosos sobre los cuerpos –acribillados, mutilados, brutalmente golpeados, arrojados desde un balcón– y las modalidades de los asesinatos. Es información basada en informes policiales y de expertos forenses que se presenta fuera del marco de las condiciones político-sociales en que las muertes se producen. Así no se genera ninguna transformación que se traduzca en una reducción de la violencia de género, sino más bien lo contrario.
En Uruguay a las mujeres las matan los hombres y, en la mayoría de los casos, sus parejas. Resulta obvio decirlo, pero al revés no sucede. La mayoría de los feminicidios en este país se cometen en situaciones en que las mujeres han hecho denuncias por violencia y han tomado distancia de sus parejas. Eso que antes se llamaba “crimen pasional” y hoy se titula “feminicidio” es, en muchos casos, una reacción violenta contra quien decide abandonar o cambiar los términos de la relación amorosa (desigual) e impugna la jerarquía simbólica en la pareja (muchas veces también material). Es la intolerancia total a la desobediencia del orden de género. No es contra las mujeres, sino contra su irreverencia, que desestabiliza las jerarquías.
La configuración asimétrica de las relaciones afectivas es la base de este problema. Todas las relaciones sociales son desiguales en términos de género, por lo que también lo son las relaciones sexo-afectivas. Cuando la interrupción de la relación es planteada por quien en el orden de género ocupa un lugar subalterno, no siempre es aceptada de buen grado. En algunos casos, “quedará” en violencia verbal o psicológica; en otros, trascenderá hacia la violencia física y puede concluir en la muerte. Los feminicidios cometidos por parejas son una expresión extrema de un comportamiento recurrente.
Antes de que se despliegue ese extremo hay todo un antecedente de comportamientos y representaciones que conforman y acompañan ese mismo hilo. La vigilancia de la masculinidad entre pares varones suele ser muy estricta para asegurar un lugar de privilegio en el mundo de las emociones. Hoy se despliegan nuevas masculinidades y la independencia de las mujeres se torna un valor cada vez más importante, pero, al mismo tiempo, esto genera fuertes resistencias y hay quienes no soportan ver amenazado su poder. Este fortalecimiento de las mujeres no siempre será aceptado. Algunos no lo tolerarán, las matarán para que no sean de nadie más o les quitarán a sus hijos para matarlas en vida.
La expresión extrema de este fenómeno se considera “excepcional”, mientras que su expresión mínima se considera “normal” o “natural”. Nada de lo que se considere “natural”, por tanto, será objeto de cuestionamiento, por supuesto, y lo excepcional será “sólo un desvío”, esos casos de hombres que “se vuelven locos”. La violencia patriarcal continuará siendo poco considerada y su estatus estructural será menospreciado. Las pocas medidas que se tomarán serán sólo aquellas para intervenir y castigar en las situaciones extremas, no para apostar a un cambio cultural profundo que produzca relaciones simétricas. Los feminicidios, considerados casos excepcionales, no provocarán alarma, ni declaraciones oficiales del gobierno, ni celeridad en las investigaciones, ni la condena pública.
El país estará de luto en los próximos días, no por los niños de 8 y 10 años que su padre mató en Rocha el domingo, no por la mujer a la que su marido arrojó desde un séptimo piso el lunes, no por la mujer asesinada por su hijo en Tacuarembó el viernes, no por las dos mujeres a quienes rozó la muerte, una terriblemente golpeada por su marido en Las Piedras y otra alcanzada por un disparo, sino por el asesinato de tres infantes de marina. Esto último, condenable e injusto, está también dentro del orden de lo posible, en la medida que el trabajo de los asesinados era, justamente, velar por el monopolio de la fuerza física del Estado. Lidiar con las armas y sus riesgos no era, en cambio, la función de las mujeres asesinadas, lo que debería subrayar el escándalo de los femicidios.
El gobierno expresó que “no había palabras para describir la gravedad del caso”, que los sentimientos eran de “indignación”, “tristeza” y “bronca”. El gobierno llamó por teléfono a las familias para expresar su solidaridad y dar su pésame. Sí, todo esto referido a los infantes de marina (2) en cuanto a las familias que en estos tres días tienen a sus hijas, madres, hermanas o tías asesinadas u hospitalizadas, nada. Lo que sucede es que no todas las vidas son igualmente valiosas y, por tanto, no todas merecen ser lloradas.
La indignación que tienen el movimiento feminista y quienes consideran que la violencia contra las mujeres es una de las peores pandemias actuales no pasa por la declaración del luto nacional. De hecho, este es un ritual absolutamente patriarcal, destinado a las mujeres que se “quedaban solas”. El Estado no debe llorar los feminicidios, sino pedir perdón, perdón por no evitar las muertes de mujeres y niños, perdón por reproducir la violencia patriarcal, perdón por no asumir la responsabilidad de un imprescindible cambio cultural. No queremos que el Estado nos llore; queremos que intervenga para que no nos maten y que no reproduzca la violencia patriarcal, algo que hace cada vez que menosprecia la voz de las mujeres y resta estatus político a la violencia de género.
* Ana Laura de Giorgi es doctora en Ciencias Sociales.
Notas
1) En los últimos días, por ejemplo, se pusieron al mismo nivel una imputación por tráfico de armas de fuego y el asesinato de una mujer por su hijo en Tacuarembó.
2) Alude al brutal asesinato de tres jóvenes infantes a manos de un ex militar ocurrido la semana pasada en una base de la Marina, aparentemente para robarles las armas y comprar drogas. El gobierno decretó tres días de “duelo nacional” por el hecho, recibiendo el apoyo de todos partidos políticos con representación parlamentaria. (Redacción Correspondencia de Prensa)
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