viernes, 28 de febrero de 2020

No hay mascarillas. Tampoco hacen falta




Este letrero, colocado en una farmacia española, se ha convertido en el símbolo de un virus que se ha propagado más rápido aún que la propia enfermedad, el virus del temor y la desinformación. Porque la realidad es que las mascarillas no evitan el contagio del coronavirus, pero son un síntoma. Un síntoma de lo frágiles que nos sentimos ante una amenaza fantasma. Un síntoma de que con el simple gesto de taparnos la boca y la nariz ya nos sentimos más protegidos.
La población, en muchos casos sobre-alarmada, se lanza a comprar y acaparar alimentos y artículos de primera necesidad y sanitarios. Es la cultura del “¡Vamos a morir todos!”.
De repente, las redes se llenan de apocalípticos, y también de integrados.
Algunos gurús económicos e inmobiliarios se lanzan a su juego favorito, especular; incluso con el número de infectados y muertos que va a acarrear el virus, como si pretendieran con ello que entremos en una especie de libro Guiness de los récords macabros.
la tragedia nos muestra, una vez más, que el hombre es un virus para el hombre. En Italia, el gel desinfectante ha pasado de costar 3 euros a 22, las mascarillas han pasado de los 0,10 euros a 1,80. El capitalismo más salvaje.
Donde hay una crisis, algunos siempre ven una oportunidad.
¡Es el mercado, amigos!
Pero, hasta en esto de las pandemias, hay clases.
Hay Pandemias Premium y pandemias de marca blanca. Algunas copan horas y horas hasta asfixiar al resto de noticias, otras ni siquiera merecen unos minutos en unos informativos youtubizados, sin ningún tipo de relevancia informativa.
Hay pandemias que no son virales en nuestros medios de comunicación, y deberían serlo, y para las que tampoco valen de nada las mascarillas. Porque no hay mascarillas que tapen el tufo xenófobo que desprenden algunas declaraciones de líderes y partidarios de la plus ultra derecha aprovechando esta pandemia para colar otro virus, el del “racismo”, el del miedo al diferente, al “enfermo”.
Los mismos que callaban y otorgaban cuando se desmantelaba la sanidad pública, ahora aprovechan para reafirmar sus ideas excluyentes y ya tienen una excusa para pedir el cierre de las fronteras.
Supongo que muchos de estos liberales, si se contagian, preferirán morirse en privado que hacer pública su apuesta por un sistema sanitario elitista y de pago, que no trata las pandemias. No hay mascarillas que tapen el olor a estiércol que abona el clasismo y la utilización partidista de los problemas del campo español y de la España vaciada, por los herederos de los señoritos de Los Santos Inocentes.
No hay mascarillas capaces de ocultar el rostro de las 13 mujeres asesinadas por violencia machista en apenas dos meses que llevamos de 2020.
Ya no pueden tapar el abuso sistemático de poder y el acoso sexual en el trabajo a mujeres, durante décadas, ante el plácido compañerismo de algunos amigos influyentes.
No hay mascarillas que disimulen el hedor a cloacas del Estado, el olor a guerra sucia que desprenden algunos periodistas y políticos, cuando un vicepresidente del gobierno va a formar parte de la Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos de Inteligencia, el organismo que supervisa y regula los trabajos del Centro Nacional de Inteligencia, el CNI.
Parece que algunos sectores de la derecha y algún expresidente quieren blindar esta información a cal y canto.
Como dirían en Watchmen: “¿Quién vigila al vigilante?”
No hay mascarillas que acallen nuestra libertad de expresión.
El Tribunal Constitucional ha anulado la condena a César Strawberry, cantante de Def Con dos, por enaltecimiento del terrorismo, tras cuatro largos años de persecución y de paso por diversos tribunales. Una absolución que debería crear jurisprudencia en casos como los de Abel Azcona, La Insurgencia, Valtonyc o Pablo Hasel.
Como dijo el voto particular del Tribunal Supremo para evitar la proliferación de este virus que mata las libertades: “Hay que contener la aplicación expansiva de las leyes antiterroristas en un derecho penal democrático”.
La mascarilla, como metáfora visual potentísima de una ley mordaza, aún en vigor, que intenta taparnos la boca.
No hay mascarillas que enmascaren que cada vez son más numerosos los atentados de la ultraderecha en toda Europa. Unos atentados que, según el color del asesino con que se miren, se etiquetan en los medios como atentados terroristas o como simples matanzas de un trastornado.
No hay mascarillas, y tampoco hacen falta, para un reportero como Lorenzo Milá, convertido ya en un símbolo por hacer bien su trabajo, por haber elegido su profesión, el periodismo, frente al sensacionalismo.
A cara descubierta.
“No hay mascarillas. Tampoco hacen falta”.
Fuente: La Marea

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