Por María Eugenia Rodríguez Palop
El Código Penal establece una delgada línea roja entre el abuso sexual con prevalimiento y la agresión sexual. Este caso ha puesto de manifiesto que esta distinción no se sostiene y que es necesario modificar los tipos penales.
Un auténtico escenario intimidatorio en el que la víctima en ningún momento consiente los actos sexuales. No fue abuso, fue violación. Sufrió once penetraciones vaginales, anales y bucales, e innumerables actos de tocamiento sexual. No fue un jolgorio. Sufrió ataques mediáticos y escarnio en redes, el rechazo de varios tribunales, la libertad condicional de sus agresores… resistió el dolor y recurrió. No estaba sola. Lo hizo acompañada de miles de mujeres en las calles, de la insurgencia global feminista, del 8M internacionalizado, del #MeToo, del #YoSiTeCreo. “Escucha, hermana, aquí está tu manada”.
El Código Penal ha establecido una delgada línea roja entre el abuso sexual con prevalimiento y la agresión sexual. Mientras que en el primero, el consentimiento se obtiene, aunque de manera viciada, en el segundo caso, “no existe”. La agresión exige, además, violencia o intimidación. Entre otros, el caso de La Manada ha puesto de manifiesto que esta distinción no se sostiene y que es necesario modificar los tipos penales; que hay que unificar los delitos sexuales y atender al consentimiento. Sin embargo, esta propuesta penal, siendo necesaria, no es ni mucho menos suficiente.
1. Las delgadas líneas rojas existen y seguirán existiendo para este caso y para muchos otros porque el Derecho no es, ni puede ser, un bloque rígido que se aplique mecánicamente. Siempre habrá un margen de interpretación judicial y, en consecuencia, un cierto margen de riesgo que tenemos que amortiguar.
Por eso es importante que las mujeres exijamos formación feminista para la judicatura y una dinámica procesal más centrada en el testimonio y las vivencias de la víctima. Repito: testimonio y vivencias, no solo “consentimiento”. No pueden prevalecer razonamientos y prejuicios sexistas sobre lo que es o no es una relación sexual o sobre la sexualidad “socializada” de varones y mujeres.
De manera que la exigencia ha de extenderse también a la educación sexual. En España han aumentado las violaciones en grupo –más de 100 judicializadas actualmente, con 350 personas encausadas– y el vídeo pornográfico más visto en la actualidad en internet escenifica, precisamente, “una violación en grupo muy violenta”. La investigación “Nueva pornografía y cambios en las relaciones interpersonales”, elaborada por la red Jóvenes e Inclusión y la Universidad española de las Islas Baleares concluye que el 70% de los jóvenes españoles ha visto porno en internet con contenidos machistas, prácticas sexuales de riesgo o simplemente ilegales. Los adolescentes comienzan a consumirlo de manera generalizada a los 14 años, aunque acceden por primera vez a los ocho. Todo un tema este de la pornografía que tendríamos que valorar.
2. La existencia o no de violencia sexual no puede quedar reducida al ámbito estricto del consentimiento propio. Por supuesto, es violento todo acto sexual realizado sin el consentimiento de la víctima, pero asumir esto sigue sin ser suficiente.
a) El énfasis en el consentimiento, ejecutado desde una lógica patriarcal, individualiza el problema y acaba debilitando el énfasis en la coerción social a la que las mujeres estamos sometidas.
b) La idea del trauma personal que, sin duda, existe, no puede reemplazar a las nociones estructurales del dominio masculino y de subordinación femenina que las feministas hemos defendido. La violencia sexual es el epítome de la desigualdad de género, la erotización del dominio y la sumisión, y estas nociones han de considerarse esenciales para determinar, de hecho, la vivencia traumática.
El castigo tiene que aplicarse considerando que el delito no es el fruto de una patología individual (que también puede existir), sino de una red de relaciones profundamente patriarcales, violentas e intimidatorias, que es la que se tiene que erradicar.
3. Las feministas antipunitivistas, entre las que me encuentro, no buscamos únicamente criminalizar y castigar al agresor concreto. Nuestra referencia es la mujer “como clase”, no la mujer “como víctima”. Hemos dado una batalla semántica para que la calificación y la valoración de las conductas se acomoden a las vivencias y los testimonios de las mujeres consideradas en su conjunto. Insisto: “en su conjunto”.
De hecho, el punitivismo sobredetermina institucionalmente al movimiento de mujeres. Cuando el Derecho nos protege solo mediante el uso de sanciones, nos fragmenta, nos despolitiza, y nos deja sin agencia como grupo. Por eso es determinante que todo proyecto legal se vincule a una agenda social más amplia en torno a las violencias. Por ejemplo, en España no existe ningún centro de crisis al estilo de los de Europa y Estados Unidos, concebidos para la atención 24 horas, aunque, según los últimos datos del Ministerio del Interior, solo en el primer trimestre de 2019 se registraron 2.374 denuncias por abuso y agresión sexual; esto es, 29 cada día. Aún seguimos esperando la implementación completa del Pacto de Estado contra la violencia de género y la traslación a nuestro país del Convenio de Estambul. Las deficiencias en la aplicación de la ley de violencia de género son de sobra conocidas y sabemos que muchas de ellas están relacionadas con la ausencia total de políticas sociales y de coordinación administrativa.
En fin, nuestra estrategia no se puede centrar únicamente en la justicia penal, que es imprescindible, porque está claro, una vez más, que resulta insuficiente.
La justicia penal al desnudo tiene un alcance limitado, confirma el statu quo y alimenta las dinámicas más utilitaristas del sistema. Dinámicas que pueden llevar a castigos espectaculares para ciertos agresores señalados mediáticamente, represalias individualizadas de enorme calado para disuadir a terceros, pero que resultan inútiles una vez eliminadas unas cuantas manzanas podridas. No olvidemos que este punitivismo es el acicate de una extrema derecha sanguinaria que clama en favor de la cadena perpetua y la prisión permanente revisable, y que ha hecho del antifeminismo uno de sus ejes vertebradores.
4. Frente a un Derecho patriarcal, la protección de las mujeres requiere, obviamente, de un trato especial y ese trato pasa por acompañar la arquitectura sancionatoria de un sistema penal y penitenciario que incorpore, sin reservas, políticas preventivas. Un sistema en el que, además, el poder judicial no trabaje desconectado de su entorno, solo y aislado, ninguneando a los profesionales que pueden ofrecerle una visión más poliédrica de los problemas (como los psicólogos de vigilancia penitenciaria, por ejemplo, que tanto escasean en nuestro país).
En definitiva, compañeras, hoy hemos ganado la batalla, pero la lucha sigue. Y no solo porque queda mucho por hacer sino porque hay que velar para que lo que se haga, se haga bien y con criterio feminista. Esta sentencia es un un hito exitoso en el largo camino que nos queda por recorrer y descansar es un lujo que no nos podemos permitir. El horizonte de transformación feminista pasa por evaluar cada paso que damos evitando en todo momento que los éxitos de hoy sean, finalmente, los fracasos del mañana.
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María Eugenia Rodríguez Palop es eurodiputada de Unidas Podemos y profesora de Filosofía del Derecho.
AUTORA
María Eugenia Rodríguez Palop
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