Las mujeres son las más afectadas por la crisis climática y, en consecuencia, también quienes más se han movilizado para superarla
Ser el bicho raro y la aguafiestas. O dicho de otro modo: ser la ecofeminista de la fiesta. Laura Laguna tiene 26 años y está más que habituada a escuchar este tipo de comentarios en relación a su activismo. “Soy vegetariana desde hace ocho años y vegana desde hace un año y medio. En las fiestas era la aguafiestas que no podía comer de todo. Y cuando incorporé el feminismo al ecologismo ya me decían que no era capaz de disfrutar de nada”, explica por conversación telefónica a Climática. Laguna ha estudiado ciencias del deporte y está doctorando en Estudios Feministas y de Género. Su aproximación al feminismo llegó después de su activismo ecologista cuando empezó su máster sobre estudios de género.
“Si entendemos que las mujeres también han sido la otredad explotada, del mismo modo que la naturaleza y los animales, podemos acometer mejores proyectos conjuntos de emancipación”, argumenta. Laguna, que forma parte del colectivo Ecoaldea de la Universidad Complutense de Madrid, así como de otras organizaciones, ha aprendido de ecofeministas de renombre de este país como Alicia Puleo o Yayo Herrero, a quien referencia como sus maestras. Aún, dice, le queda mucho por aprender.
Herrero, antropóloga y activista ecofeminista, explica ese cruce entre feminismo y ecologismo de otro modo: como un encaje de piezas natural y necesario. El ecofeminismo, explica Herrero a Climática, es algo así como la “cuadratura del círculo”. “Los ecofeminismos nos dan pistas sobre funciones, trabajos y seres humanos y no humanos habitualmente invisibilizados y subordinados, y señalan la necesidad de otorgarles valor y prioridad si queremos aspirar a que la vida pueda mantenerse”.
Nuestras vidas, explica esta reconocida investigadora, son “insostenibles” por mucho más tiempo. El deterioro social y ambiental actual, explica Herrero, está atravesado por tres ejes principales: el patriarcal, el colonial y el antiecológico. Solo entendiendo la intersección de estos tres ejes se puede comprender nuestro actual modelo de desarrollo, o en palabras de la activista india Vandana Shiva: de “mal desarrollo”.
En ¿Quién alimenta realmente el mundo? (Capitán Swing, 2018), Shiva aborda el concepto de ‘soberanía alimentaria’, y apuesta por explorar un modelo de justicia y sostenibilidad agrícola. En los últimos 20 años, 300.000 campesinas y campesinos indios se han suicidado por las deudas, de acuerdo con la Oficina Nacional de Estadísticas del Crimen de India; y, según la OMS, 200.000 personas en el mundo mueren envenenadas por pesticidas cada año. Y estos son solo un par de ejemplos. Para Shiva se trata de “genocidios” orquestados por los modelos explotadores y extractivos de las corporaciones que buscan controlar los recursos de la tierra y el crecimiento económico ilimitado. Shiva fija a Occidente como el principal explotador de los países del Sur.
Su discurso ecofeminista rural es fundamental para entender que todas somos ecodependientes y que la situación de emergencia climática ya es especialmente virulenta para un grueso importante de la población, siendo las mujeres sus principales afectadas y también, y consecuentemente, quienes más activamente se han movilizado por salvaguarda de la tierra y los recursos naturales, situándose a la cabeza en la creación de alternativas sostenibles y pacifistas desde la década de los 70: como las abrazadoras de árboles del Movimiento Chipko, en India; o el Movimiento Cinturón Verde, iniciativa creada por Wangari Maathai en Kenya, que combina desarrollo comunitario con protección medioambiental.
El mismo entorno de Laguna que le increpaba por no comer carne, ahora parece más interesado. La pregunta segura del ‘¿ecoqué?’ hace años, en estos tiempos ha virado. Los postulados ecofeministas, pese a emerger en la segunda ola del feminismo, viven ahora un renovado interés palpable en un número creciente de publicaciones. Hace diez años, la búsqueda ‘ecofeminista’ en Google arrojaba poco más de 1.000 resultados, ahora medio millón.
Alicia Puleo, quien forma parte de Cátedra de Estudios de Género de la Universidad de Valladolid y del Instituto de Investigaciones Feministas de la Complutense, también observa un interés creciente: “Se está hablando más, lo cual es bueno. También es cierto que la situación de emergencia climática en la que vivimos es la más grave”, explica Puleo, quien ha publicado Ecofeminismo para otro mundo posible y el más reciente Claves ecofeministas. Para rebeldes que aman a la Tierra y a los animales (Plaza y Valdés, 2019). Entre los datos más siniestros que auguran ese futuro nada halagüeño están los informes del IPCC, que vaticinan en el inicio real de declive y el colapso ecológico y civilizatorio del planeta para mediados del siglo.
Entonces, ¿qué proponen los ecofeminismos?
“No basta con comprar bombillas de bajo consumo”, explica Puleo, “para detener la destrucción que se está llevando a cabo hay que hacer un cambio mucho más profundo”. El cambio que se plantea desde el ecofeminismo crítico, en primer lugar, pasa por entender que es necesaria una transformación de nuestro modelo de vida, de consumo y de trabajo. “Transformar el modelo androcéntrico de desarrollo, conquista y explotación destructivos implica tanto asumir una mirada empática sobre la Naturaleza como un análisis crítico de las relaciones de poder”, cuenta. Los ecofeminismos proponen o centran su preocupación en buscar alternativas no violentas, sostenibles y pacíficas al patriarcado capitalista.
El ecofeminismo crítico nace en contraposición al ecofeminismo esencialista —hartamente denostado entre los principales movimientos feministas del siglo XX— y que atribuye al género femenino una serie de valores innatos a su condición femenina como los cuidados o la empatía. Sin embargo, la lógica de este ecofeminismo podía llevarnos a retroceder en conquistas sociales: si las mujeres son inherentemente mejores para el cuidado, ¿deberíamos, entonces, volver al hogar? O dicho de otro modo: ¿son las mujeres nuevamente las responsables de ‘salvar’ el planeta? Este tipo de ecofeminismo, para muchas feministas, lejos de emanciparnos, reforzaba los roles de género.
El feminismo crítico por el que aboga Puleo en España viene a superar todo eso, y propone un cambio de modelo posiblemente más pragmático para el que tanto hombres como mujeres están llamados. No hay misticismo ni esencialismo. Ningún género, según este ecofeminismo, está más capacitado que otro para cuidar la tierra por el mero hecho de haber nacido hombre o mujer.
“Nosotras hemos salido al mundo de lo público, ahora los hombres tienen que aprender y desarrollar las capacidades y habilidades para el cuidado. Estadísticamente, la mayor parte de hombres no están asumiendo esa responsabilidad”, zanja. El guerrero, el cazador, el broker… “son formas diversas que el patriarcado ha construido como un mandato de dominio en la constitución de identidades masculinas patriarcales”.
El ecofeminismo vincula el modelo capitalista y patriarcal como un modelo de dominio y explotación sistémico, perpetrado por el sujeto hombre blanco, a quien Herrero define como el “sujeto patriarcal”, una suerte de ficción construida culturalmente. Este modelo, probado fallido y a punto de llevarnos al colapso, actúa con toda su fuerza sobre lo humano y lo no humano. El ecofeminismo propone una reformulación de todo lo que entendemos trabajo y vida. También va, precisamente, de poner esta última nuevamente en el centro.
“La mayor parte de los trabajos que llevamos a cabo no sirven para fines vitales, no sirven para mantenernos vivas ni mejor. Yo, por ejemplo, no sé cómo trabajar un huerto, no sé coser, no sé hacer jabón, son habilidades que vamos a necesitar, vivimos absortas y absortos en una especie de irrealidad que nos lleva a nuestra propia destrucción”, cree Laguna.
Herrero aboga por futuros en los que vivamos en núcleos policéntricos, favoreciendo la compra y el ocio de cercanía, en los que el trabajo, y por ende el crecimiento económico, ocupe menos horas. “Si no hacemos nada, continuaremos viendo esta degradación progresiva de la vida, especialmente en las ciudades donde cada vez será más duro vivir”.
La crisis habitacional, que ya es un hecho, en ciudades como Madrid o Barcelona es solo un preámbulo. Para Herrero, hay que matizar también qué entendemos por “calidad de vida”. “Ha aumentado la esperanza de vida, pero otra cuestión es cómo vivimos. Mi abuela tiene 97 años y, pese a todo lo que ella vivió -migración, pobreza, Guerra Civil-, ella cree que ahora vivimos vidas con mayores niveles de estrés”.
La cuestión animalista también es central en el ecofeminismo crítico. Puleo sintetiza así: “Alguna gente piensa que no hay que preocuparse por el sufrimiento animal si hay mucha gente que sufre, pero esa no es la pregunta. Lo pregunta es en qué medida el hecho de haber aceptado como natural que los animales no humanos sean maltratados favorece a que los humanos también lo sean”.
¿Estamos preparadas tanto desde los ecologismos y desde los feminismos?
“A pesar de que hay un acercamiento, creo que el feminismo no ha adquirido conciencia ecológica todavía y el ecologismo tampoco ha adquirido suficiente conciencia feminista”, aboga Puleo. Algo que constata Herrero también: en muchas organizaciones ecologistas se siguen perpetuando dinámicas patriarcales, y muchas feministas siguen sin entender la ecología como una cuestión clave.
“Las mujeres feministas, como buena parte de la población, han estado durante mucho tiempo alejadas del discurso ecologista, que ha sido históricamente minoritario. En parte, porque desde los Estados se ha favorecido un discurso ecologista pijoprogre”. Este discurso pone el foco en la compra de productos ecológicos o ropa artesanal de productores locales, prácticas que muchas veces solo están al alcance de unos pocos y no de la mayoría trabajadora.
“Es evidente que no todo el mundo puede hacer eso. Pero eso es porque la solución no pasa por respuestas individuales, sino colectivas. Es decir, hacer política. Quizás una persona trabajadora no puede comprar en un supermercado ecológico porque es muy caro, pero sí puede ser cooperativista de un comercio de proximidad sí se facilita esa vía”.
Laguna también arroja otras vías: “O si en vez de subvencionar la educación privada se subvencionara a los pequeños agricultores o cooperativas de alimentos”. La cultura ecológica se regula haciendo política y esto es algo que no se ha hecho, y que incluso en intentos recientes, como el proyecto de Madrid Central para reducir la contaminación del aire, han sido vapuleados desde las élites y muchos partidos. Fomentar un modelo de respuesta individual es un comienzo, pero insuficiente. No es casual que desde los Estados se haya fomentado este discurso individualista del ecologismo, el más inofensivo para el actual modelo de la economía.
Puleo considera que el ecologismo, gracias a una suerte de efecto arrastre por la expansión del feminismo y a consecuencia de la situación climática, puede estar ampliando sus bases. Incluso, señala, este acercamiento puede estar salpicado igualmente por una visión antropocéntrica. Nos preocupamos ahora que directamente nos interpela y vemos amenazadas nuestras condiciones materiales de vida como humanos. “Esta visión más restringida e individualista indudablemente obstaculiza, pero de todos modos puede ser beneficiosa en tanto que puede hacer que más personas se unan a las protestas o manifestaciones”.
El movimiento estudiantil Friday’s for Future, inspirado por la adolescente Greta Thunberg, toma las calles cada viernes para protestar contra la crisis climática y el inmovilismo de los Estados. Este también representa en cierto sentido un cambio de paradigma. Las nuevas generaciones —quienes han crecido con un mundo desbordándose y cada vez más caótico y lleno de incertezas— tienen la cuestión ecologista en su agenda de prioridades.
La estudiante Gemma Barricarte, portavoz de Friday’s for Future en Barcelona, habla del ecofeminismo como algo palpable dentro movimiento, si bien admite que aún están aprendiendo. En este movimiento hay jóvenes de entre 16 y 25 años. “Este verano queremos hacer una formación sobre ecofeminismo”, explica a Climática. “Aunque no forma parte explícita de las reivindicaciones, el ecofeminismo está en la esencia del movimiento y sabemos que debemos profundizar en él”.
Herrero, quien imparte talleres con adolescentes sobre ecofeminismos, afirma que es “sorprendente” la capacidad de las nuevas generaciones de unir ecologismo y feminismo. Ven, apunta, esta vinculación como algo “natural”. “Después de contar la crisis climática con toda su severidad, la pregunta de la gran mayoría de chicas y chicos es: ¿Qué podemos hacer juntos?. Cuando yo explico esto a un grupo de adultos, la pregunta es qué puedo hacer yo en mi vida. El cambio de mirada es brutal”.
De forma más explícita que en Friday’s for Future, el ecofeminismo sí aparece en los fundamentos básicos de la principal organización ecologista del mundo Greenpeace. Sin embargo, la investigación académica La paradoja de un ecologismo sin mujeres. Una aplicación empírica de la teoría ecofeminista de Alicia Puleo, de Berta Gómez y Pilar Medina, prueba que la organización, en sus textos e informaciones, aún está lejos de asumir e interiorizar un discurso verdaderamente ecofeminista que, en primer lugar, supere la lógica androcéntrica y antropocéntrica.
Tampoco se centran, indica el estudio, en explicar la necesidad de un cambio profundo en el sistema de valores. Gómez, periodista especializada en feminismos, es socia de Greenpeace desde hace años y no quiere que el trabajo se entienda como una crítica a la organización, pues ya es relevante que, como mínimo, presenten el ecofeminismo como algo central, “sino que se trata de una llamada de atención para trabajar juntas”, razona.
Laguna, la joven que se aproximó al ecofeminismo cuando entró a formar parte de una organización de la universidad, afirma que su vida ecofeminista, como todo, no está exenta de contradicciones. “Yo podría estar en un huerto en el campo y seguramente viviría más acorde a lo que creo, pero también creo que hace falta responsabilizarse para que haya cambios sociales”. Laguna ha decidido dedicarse a la investigación de algo útil -la salud de las mujeres desde una perspectiva ecofeminista-.
“Reconozco que soy una privilegiada y puedo permitirme no trabajar para lo que yo llamo el mal, un McDonalds o un Vips, o en cualquier otra multinacional contaminante y explotadora”. Entre otras cosas, también ha dejado de maquillarse. Lo vive como un “mandato de género que contamina el planeta y cuyos productos químicos también son nocivos para nosotras”. Tampoco coge aviones y opta por un turismo sostenible. En Suecia, la palabra flygskam ya sirve para describir la vergüenza de volar por ser un medio de transporte altamente contaminante. Quizás Laguna solo nos lleva algo de ventaja.
Concluye: “En mi entorno, ahora resulta sorprendente que no tome aviones, pero creo que es cuestión de tiempo que nos familiaricemos con estas prácticas del mismo modo que hemos naturalizado otras como el reciclaje, el vegetarianismo, el veganismo o, incluso, el mismo feminismo. Habrá que entender, al fin, que simplemente no es feminista no ocuparse de la crisis climática”.
* Fe de errores: en una primera versión, se señaló que el libro ‘Claves ecofeministas. Para rebeldes que aman a la Tierra y a los animales’ pertenecía a la editorial Traficantes de Sueños, cuando es de
Plaza y Valdés.
Plaza y Valdés.
Para tener más información sobre la página y nosotrxs, nos puedes escribir al mail: ecofeminismo.bolivia@gmail.com
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