Por Raúl Solís
Si se legaliza la prostitución, estaríamos enviando a este sector a todas las mujeres españolas; porque, mañana, cuando una mujer se quede en paro, en un país con más del 20% de desempleo, y vaya a solicitar una ayuda social, le dirán: “Mira, guapa, déjate de pedir tantas ayudas sociales y métete a puta, que ahí sobra el trabajo”.
En el mercado neoliberal, donde todo es vendible y comprable bajo el dogma falso de la libertad de elección, últimamente nos intentan convencer de que las prostitutas son mujeres libres, empoderadas, valientes y ejemplares que han decidido libremente ejercer la prostitución porque, dicen, mejor ser puta que fregar escaleras, en un ejemplo supino de clasismo y desprecio a los trabajos que realiza la clase obrera.
Así, como es mejor ser puta que fregar escaleras o reclamar derechos, nos venden que un tío por el que una mujer no siente placer, a veces incluso mucho asco, tiene derecho a penetrarla por todos los orificios disponibles de su cuerpo, a humillarla y a tratarla como juguete sexual. Es decir, como la última colilla que pisa la tierra; pero todo es desde la libre elección, así que estas mujeres prostituidas tienen que ser felices, sentirse realizadas y empoderadas por dedicarse a un oficio que simboliza como el que más lo que significan las mujeres para el patriarcado.
Siendo grave que el neoliberalismo haya conseguido convencernos de que una persona puede decidir libremente desde la desigualdad y la pobreza, es mucho más grave aún que un ejército de gente de izquierdas defiendan los mismos postulados que los proxenetas, sin pararse a pensar que el capitalismo feroz penetra a mujeres con la misma lógica que penetra mares, montañas y espacios protegidos para extraer de ellos sus materias primas con las que seguir engordando su cuenta de resultados, sin importarle los derechos humanos, el medio ambiente o la sostenibilidad de la vida.
Acabo de terminar de escribir un libro, ‘La doble transición’, sobre la vida de ocho mujeres transexuales que vivieron en el franquismo y que comenzaron su transición de género en los finales de los 70 o principio de los 80. Casi todas ellas ejercieron la prostitución para sortear la expulsión del hogar, el no reconocimiento a su identidad y el cierre a cal y canto de las puertas del mercado laboral. Ninguna de ellas me ha dicho que fue puta porque era libre. Todo lo contrario, fueron putas porque no eran libres, porque la sociedad, las leyes y la moral les levantó un muro de pobreza y desigualdad que les cortó el paso a la libertad.
Recuerdo el testimonio de una de ellas, que se prostituyó en París en su juventud, que me contó lo patética que se veía con el bolso esperando a los clientes, el miedo que pasaba en los descampados donde tenía su esquina y lo que ella hubiera dado porque la contrataran de cocinera o de algún oficio en el que la quisieran por sus habilidades profesionales y no por cómo eran sus tetas, por el tamaño de su polla o por la cantidad de pene que le entraba por la boca y el ano.
Dicen los defensores de la prostitución, situados muchos de ellos en la izquierda más a la izquierda que cuando toca hablar de prostitución coincide con Ciudadanos, que hay que regularizar la prostitución porque las mujeres eligen hacerlo desde su libertad. Y para ello, usan los testimonios de exprostitutas, muchas veces pagadas por los proxenetas, y analizan la industria del sexo como si fuera una tienda y no una de las principales economías criminales del mundo que se nutre en un 90% de la trata de mujeres para la explotación sexual y que en países como China o Tailandia supone más del 5% del PIB.
Estos mismos defensores de la prostitución, que van desde Ada Colau, Inés Arrimadas, Rocío Medina, responsable de Feminismos de Podemos Andalucía, y el Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT), convierten a las prostitutas, pobres y desiguales, en heroínas de la libertad mientras a las feministas abolicionistas las caricaturizan como mujeres puritanas y atadas a una moral condenatoria con el sexo. Para los defensores guays de la prostitución, meterse a puta es lo moderno, lo sexy, lo transgresor; el sexo entendido como placer mutuo, desde la igualdad, es lo arcaico, lo conservador y lo demodé.
Consciente o no, la izquierda pro-prostitución está fortaleciendo el sentido común neoliberal que trata de convencernos de que podemos ser libres independientemente de cuál sea nuestra situación económica, de que la clase social no sirve ya para los análisis políticos-sociales en este mundo globalizado en el que la pobreza y la desigualdad, especialmente en las mujeres, crece a un ritmo vertiginoso y se cronifica a la misma velocidad.
Hoy en día, las mujeres transexuales en España apenas se dedican a la prostitución. ¿Por qué? Porque crecen en hogares con amor, porque las leyes se ponen de su parte y la sociedad está derribando poco a poco los muros que separaban a estas mujeres del acceso al empleo, a la sanidad, a la educación y a rol de ciudadanas. Cada vez hay menos mujeres españolas transexuales en la prostitución porque son más iguales y más libres, aunque para el discurso guay pro-prostitución las transexuales del franquismo serían más libres porque se dedicaban mucho más a la prostitución que las chicas trans nacidas en democracia.
Convéncete. Las mujeres libres no se meten a putas. Ser puta no es moderno, no es sexy, no es cool, no es deseable y, sobre todo, no es aconsejable. Defender que las mujeres eligen libremente ser prostitutas es aceptar que la libertad no depende de la situación económica; es travestir de un traje emancipatorio a una persona que necesita ser mirada como víctima. No para humillarla, sino porque necesita igualdad de oportunidades, ayudas, un empujón de la sociedad y herramientas y decisiones políticas que la saquen de la pobreza y la desigualdad para que, entonces, pueda elegir libremente qué hacer con su vida. No es la libertad de elección lo que nos hace libres, sino desde qué lugar elegimos.
Ahora habrá quien me diga, porque ya conozco el discurso guay de los pro-prostitución, que tenemos que dejar a las prostitutas que hablen. Se refieren a las prostitutas que hacen de portavoces de los proxenetas, que montan asociaciones y sindicatos financiados por los empresarios de los locales de alterne para blanquear una actividad criminal que destroza a las mujeres, que las usa y cuando dejan de parecer niñas las envían a los márgenes de la industria del sexo o directamente al mundo de las adicciones para soportar la dureza de un mundo cruel como el de la prostitución.
No me interesa la opinión de ninguna prostituta, de ninguna, que defienda que una mujer empobrecida elige desde la libertad que un ejército de puteros la violen cada día. También hubo esclavos que se opusieron al fin de la esclavitud, porque las cadenas pesan, pero la obligación de un país moderno, democrático, que apuesta por la igualdad y que está aliado con el feminismo es tomar decisiones pensando en el bien común, pensando en las mujeres pobres más que en nadie.
Si se legaliza la prostitución, estaríamos enviando a este sector a todas las mujeres españolas; porque, mañana, cuando una mujer se quede en paro, en un país con más del 20% de desempleo, y vaya a solicitar una ayuda social, le dirán: “Mira, guapa, déjate de pedir tantas ayudas sociales y métete a puta, que ahí sobra el trabajo”. No, las mujeres libres no se meten a putas y la gente que se dice de izquierdas no puede defender la explotación sexual de las mujeres con los mismos argumentos que Ciudadanos. Si defiendes legalizar la prostitución, en lugar de derechos económicos para que ninguna mujer se vea obligada a ser puta, estás en el bando de los proxenetas, no en el de las putas.
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