Nancy Fraser
Dissent Magazine / Socialismo21
La elección de Donald Trump es una más de una serie de insubordinaciones políticas espectaculares que, en conjunto, apuntan a un colapso de la hegemonía neoliberal. Entre esas insubordinaciones, podemos mencionar entre otras, el voto del Brexit en el Reino Unido, el rechazo de las reformas de Renzi en Italia, la campaña de Bernie Sanders para la nominación Demócrata en los EEUU y el apoyo creciente cosechado por el Frente Nacional en Francia.
Aun cuando difieren en ideología y objetivos, esos motines electorales comparten un blanco común: rechazan la globalización de las grandes corporaciones, el neoliberalismo y el establishment político que los respalda. En todos los casos, los votantes dicen “¡No!” a la combinación letal de austeridad, libre comercio, deuda predatoria y trabajo precario y mal pagado que caracteriza al actual capitalismo financiarizado. Sus votos son una respuesta a la crisis estructural de esta forma de capitalismo, crisis que quedó expuesta por primera vez con el casi colapso del orden financiero global en 2008.
Sin embargo, hasta hace poco, la repuesta más común a esta crisis era la protesta social: espectacular y vívida, desde luego, pero de carácter harto efímero. Los sistemas políticos, en cambio, parecían relativamente inmunes, todavía controlados por funcionarios de partido y elites del establishment, al menos en los estados capitalistas poderosos como los EEUU, el Reino Unido y Alemania. Pero ahora las ondas de choque de las elecciones reverberan por todo el planeta, incluidas las ciudadelas de las finanzas globales.
Quienes votaron por Trump, como quienes votaron por el Brexit o contra las reformas italianas, se han levantado contra sus amos políticos. Burlándose de las direcciones de los partidos, han repudiado el sistema que ha erosionado sus condiciones de vida en los últimos treinta años. Lo sorprendente no es que lo hayan hecho, sino que hayan tardado tanto.
No obstante, la victoria de Trump no es solamente una revuelta contra las finanzas globales. Lo que sus votantes rechazaron no fue el neoliberalismo sin más, sino el neoliberalismo progresista. Esto puede sonar como un oxímoron, pero se trata de un alineamiento, aunque perverso, muy real: es la clave para entender los resultados electorales en los EEUU y acaso también para comprender la evolución de los acontecimientos en otras partes.
En la forma que ha cobrado en los EEUU, el neoliberalismo progresista es una alianza de las corrientes dominantes de los nuevos movimientos sociales (feminismo, antirracismo, multiculturalismo y derechos LGBTQ) por un lado y, por el otro, el más alto nivel de sectores de negocios “simbólicos” y de servicios (Wall Street, Silicon Valley y Hollywood). En esta alianza, las fuerzas progresistas se han unido efectivamente con las fuerzas del capitalismo cognitivo, especialmente la financiarización. Aun sin quererlo, lo cierto es que las primeras le han aportado su carisma a las últimas. Ideales como la diversidad y el “empoderamiento”, que en principio podrían servir a diferentes propósitos, ahora dan lustre a políticas que han resultado devastadoras para la industria manufacturera y y para lo que antes era la clase media.
El neoliberalismo progresista se desarrolló en los EEUU durante estas tres últimas décadas y fue ratificado por el triunfo electoral de Bill Clinton en 1992. Clinton fue el principal organizador y abanderado de los “Nuevos Demócratas”, el equivalente estadounidense del “Nuevo Laborismo” de Tony Blair.
En vez de la coalición del New Deal entre obreros industriales sindicalizados, afroamericanos y clases medias urbanas, Clinton forjó una nueva alianza de empresarios, residentes de los suburbios*, nuevos movimientos sociales y juventud: todos proclamando orgullosos la honestidad de sus intenciones modernas y progresistas, a favor de la diversidad, el multiculturalismo y los derechos de las mujeres.
Aun cuando el gobierno de Clinton respaldó esas ideas progresistas, también cortejó a Wall Street. Pasando el mando de la economía a Goldman Sachs, desreguló el sistema bancario y negoció tratados de libre comercio que aceleraron la desindustrialización. Lo que se perdió por el camino fue el Rust Belt (Cinturón del Óxido), otrora bastión de la democracia social del New Deal y ahora la región que ha entregado el Colegio Electoral a Donald Trump. Esa región, junto con nuevos centros industriales en el Sur, recibió un duro revés con el despliegue de la financiarización más desenfrenada durante las últimas dos décadas. Las políticas de Clinton -que fueron continuadas por sus sucesores, incluido Barak Obama- degradaron las condiciones de vida de todo el pueblo trabajador, pero especialmente de los trabajadores industriales.
Para decirlo sumariamente: Clinton tiene una pesada responsabilidad en el debilitamiento de las uniones sindicales, en el declive de los salarios reales, en el aumento de la precariedad laboral y en el auge de las familias con dos ingresos que vino a substituir al difunto salario familiar.
Como sugiere esto último, cubrieron el asalto a la seguridad social con un barniz de carisma emancipatorio, tomado prestado de los nuevos movimientos sociales. Durante todos estos años en los que se devastaba la industria manufacturera, el país estaba animado y entretenido por una faramalla de “diversidad”, “empoderamiento” y “no-discriminación”. Al identificar “progreso” con meritocracia -en lugar de igualdad-, se equiparaba la “emancipación” con el ascenso de una pequeña elite de mujeres, minorías y gays “con talento” en la jerarquía empresarial basada en la noción de "quien-gana-se-queda-con-todo" (validando la jerarquía en lugar de abolirla).
Esa noción liberal e individualista del “progreso” fue reemplazando gradualmente a la noción emancipadora, anticapitalista, abarcadora, antijerárquica, igualitaria y sensible al concepto de clase social que había florecido en los años 60 y 70. Con la decadencia de la Nueva Izquierda, su crítica estructural de la sociedad capitalista se debilitó, y el esquema mental liberal-individualista tradicional del país se reafirmó a sí mismo al tiempo que se contraían las aspiraciones de los “progresistas” y de los autodenominados "izquierdistas". Pero lo que selló el acuerdo fue la coincidencia de esta evolución con el auge del neoliberalismo. Un partido inclinado a liberalizar la economía capitalista encontró a su compañero perfecto en un feminismo empresarial centrado en la “voluntad de dirigir” del "leaning in"** o en “romper el techo de cristal”.
El resultado fue un “neoliberalismo progresista”, amalgama de truncados ideales de emancipación y formas letales de financiarización. Esa amalgama fue desechada en su totalidad por los votantes de Trump. Entre los marginados por este bravo mundo cosmopolita tienen un lugar prominente los obreros industriales, sin duda, pero también hay ejecutivos, pequeños empresarios y todos quienes dependían de la industria en el Rust Belt (Cinturón Oxidado) y en el Sur, así como las poblaciones rurales devastadas por el desempleo y la droga. Para esas poblaciones, al daño de la desindustrialización se añadió el insulto del moralismo progresista, que estaba acostumbrado a considerarlos culturalmente atrasados. Los votantes de Trump no solo rechazaron la globalización sino también el liberalismo cosmopolita identificado con ella. Algunos –no, desde luego, todos, ni mucho menos— quedaron a un paso muy corto de culpar del empeoramiento de sus condiciones de vida a la corrección política, a las gentes de color, a los inmigrantes y los musulmanes. Ante sus ojos, las feministas y Wall Street eran aves de un mismo plumaje, perfectamente unidas en la persona de Hillary Clinton.
Esa combinación de ideas fue posible debido a la ausencia de una izquierda genuina. A pesar de estallidos como Occupy Wall Street, que fue efímero, no ha habido una presencia sostenida de la izquierda en los EEUU desde hace varias décadas. Ni se ha dado aquí una narrativa abarcadora de izquierda que pudiera vincular los legítimos agravios de los votantes de Trump con una crítica efectiva de la financiarización, por un lado, y con una visión emancipadora antirracista, antisexista y antijerárquica, por el otro. Igualmente devastador resultó que se dejaran languidecer los potenciales vínculos entre el mundo del trabajo y los nuevos movimientos sociales. Separados el uno del otro, estos polos indispensables para cualquier izquierda viable se alejaron indefinidamente hasta llegar a parecer antitéticos.
Al menos hasta la notable campaña de Bernie Sanders en las primarias, que bregó por unirlos después de recibir algunas críticas del movimiento Black Lives Matter (Las vidas negras importan). Haciendo estallar el sentido común neoliberal reinante, la revuelta de Sanders fue, en el lado Demócrata, el paralelo de Trump. Así como Trump logró dar el vuelco al establishment Republicano, Sanders estuvo a un pelo de derrotar a la sucesora ungida por Obama, cuyos apparatchiks controlaban todos y cada uno de los resortes del poder en el Partido Demócrata. Entre ambos, Sanders y Trump, galvanizaron una enorme mayoría del voto norteamericano.
Pero sólo el populismo reaccionario de Trump sobrevivió. Mientras que él consiguió deshacerse fácilmente de sus rivales Republicanos, incluidos los predilectos de los grandes donantes de campaña y de los jefes del Partido, la insurrección de Sanders fue frenada eficazmente por un Partido Demócrata, mucho menos democrático. En el momento de la elección general, la alternativa de izquierda ya había sido suprimida. Lo único que quedaba era la elección de Hobson ("tómalo o déjalo"): elegir entre el populismo reaccionario y el neoliberalismo progresista. Cuando la autodenominada izquierda cerró filas con Hillary, la suerte quedó echada.
Sin embargo, y de ahora en más, este es un dilema que la izquierda debería rechazar. En vez de aceptar los términos en que las clases políticas nos presentan el dilema que opone emancipación a protección social, lo que deberíamos hacer es trabajar para redefinir esos términos partiendo del vasto y creciente fondo de rechazo social contra el presente orden. En vez de ponernos del lado de la financiarización-cum-emancipac ión contra la protección social, lo que deberíamos hacer es construir una nueva alianza de emancipación y protección social contra la finaciarización. En ese proyecto, que se desarrollaría sobre el terreno preparado por Sanders, emancipación no significa diversificar la jerarquía empresarial, sino abolirla. Y prosperidad no significa incrementar el valor de las acciones o los beneficios empresariales, sino mejorar los requisitos materiales de una buena vida para todos. Esa combinación sigue siendo la única respuesta victoriosa y de principios para la presente coyuntura.
A nivel personal, no derramé ninguna lágrima por la derrota del neoliberalismo progresista. Es verdad: hay mucho que temer de una administración Trump racista, antiinmigrante y antiecológica. Pero no deberíamos lamentar ni la implosión de la hegemonía neoliberal ni la demolición del clintonismo y su tenaza de hierro sobre el Partido Demócrata. La victoria de Trump significa una derrota de la alianza entre emancipación y financiarización. Pero esta presidencia no ofrece solución alguna a la presente crisis, no trae consigo la promesa de un nuevo régimen ni de una hegemonía segura. A lo que nos enfrentamos más bien es a un interregno, a una situación abierta e inestable en la que los corazones y las mentes están en juego. En esta situación, no sólo hay peligros, también hay oportunidades: la posibilidad de construir una nueva Nueva Izquierda.
De que ello suceda dependerá en parte de que los progresistas que apoyaron la campaña de Hillary sean capaces de hacer un serio examen de conciencia. Necesitarán librarse del mito, confortable pero falso, de que perdieron contra una “banda de deplorables” (racistas, misóginos, islamófobos y homófobos) ayudados por Vladimir Putin y el FBI. Necesitarán reconocer su propia parte de culpa al sacrificar la protección social, el bienestar material y la dignidad de la clase obrera a una falsa interpretación de la emancipación entendida en términos de meritocracia, diversidad y empoderamiento. Necesitarán pensar a fondo en cómo podemos transformar la economía política del capitalismo financiarizado reviviendo el lema de campaña de Sanders –“socialismo democrático”— e imaginando qué podría significar ese lema en el siglo XXI. Necesitarán, sobre todo, llegar a la masa de votantes de Trump que no son racistas ni próximos a la ultraderecha, sino víctimas de un “sistema fraudulento” que pueden y deben ser reclutadas para el proyecto antineoliberal de una izquierda rejuvenecida.
Eso no quiere decir olvidarse de preocupaciones acuciantes sobre el racismo y el sexismo. Quiere decir demostrar de qué modo esas antiguas opresiones históricas hallan nuevas expresiones y nuevos fundamentos en el capitalismo financiarizado de nuestros días. Se debe rechazar la idea falsa, de suma cero, que dominó la campaña electoral, y vincular los daños sufridos por las mujeres y las gentes de color con los experimentados por los muchos que votaron a Trump. Por esa senda, una izquierda revitalizada podría sentar los fundamentos de una nueva y potente coalición comprometida a luchar por todos.
Nancy Fraser es una intelectual feminista; profesora de filosofía y política en la New School for Social Research de Nueva York. Su último libro se titula Fortunes of Feminism: From State-Managed Capitalism to Neoliberal Crisis (Londres, Verso, 2013).
Notas de la editora:
* En el original "suburbanite"; se refiere a los habitantes de los suburbios de Estados Unidos, que son áreas residenciales en las que vive mayoritariamente gente blanca, con niveles de ingreso medios o altos.
** La frase "leaning in" procede del léxico empresarial y significa literalmente "inclinarse"; se refiere al gesto de enfatizar lo que se dice inclinando el cuerpo hacia adelante, al dirigirse a las personas sentadas alrededor de una mesa en una reunión de negocios. Surgió en 2013 y proviene del título de un libro de consejos para mujeres de negocios: Lean In: Women, Work, and the Will to Lead, escrito por Sheryl Sandberg, Jefa de Operaciones de Facebook, en colaboración con Nell Scovell.
Traducción de María Julia Bertomeu
Edición para Rebelión de Silvia Arana
Artículo original en inglés: Disssent Magazine -The End of Progressive Neoliberalism: https://www.dissentmagazine.org/online_articles/progressive-neoliberalism-reactionary-populism-nancy-fraser
Fuente: http://socialismo21.net/trump-o-el-final-del-neoliberalismo-progresista/
Aun cuando difieren en ideología y objetivos, esos motines electorales comparten un blanco común: rechazan la globalización de las grandes corporaciones, el neoliberalismo y el establishment político que los respalda. En todos los casos, los votantes dicen “¡No!” a la combinación letal de austeridad, libre comercio, deuda predatoria y trabajo precario y mal pagado que caracteriza al actual capitalismo financiarizado. Sus votos son una respuesta a la crisis estructural de esta forma de capitalismo, crisis que quedó expuesta por primera vez con el casi colapso del orden financiero global en 2008.
Sin embargo, hasta hace poco, la repuesta más común a esta crisis era la protesta social: espectacular y vívida, desde luego, pero de carácter harto efímero. Los sistemas políticos, en cambio, parecían relativamente inmunes, todavía controlados por funcionarios de partido y elites del establishment, al menos en los estados capitalistas poderosos como los EEUU, el Reino Unido y Alemania. Pero ahora las ondas de choque de las elecciones reverberan por todo el planeta, incluidas las ciudadelas de las finanzas globales.
Quienes votaron por Trump, como quienes votaron por el Brexit o contra las reformas italianas, se han levantado contra sus amos políticos. Burlándose de las direcciones de los partidos, han repudiado el sistema que ha erosionado sus condiciones de vida en los últimos treinta años. Lo sorprendente no es que lo hayan hecho, sino que hayan tardado tanto.
No obstante, la victoria de Trump no es solamente una revuelta contra las finanzas globales. Lo que sus votantes rechazaron no fue el neoliberalismo sin más, sino el neoliberalismo progresista. Esto puede sonar como un oxímoron, pero se trata de un alineamiento, aunque perverso, muy real: es la clave para entender los resultados electorales en los EEUU y acaso también para comprender la evolución de los acontecimientos en otras partes.
En la forma que ha cobrado en los EEUU, el neoliberalismo progresista es una alianza de las corrientes dominantes de los nuevos movimientos sociales (feminismo, antirracismo, multiculturalismo y derechos LGBTQ) por un lado y, por el otro, el más alto nivel de sectores de negocios “simbólicos” y de servicios (Wall Street, Silicon Valley y Hollywood). En esta alianza, las fuerzas progresistas se han unido efectivamente con las fuerzas del capitalismo cognitivo, especialmente la financiarización. Aun sin quererlo, lo cierto es que las primeras le han aportado su carisma a las últimas. Ideales como la diversidad y el “empoderamiento”, que en principio podrían servir a diferentes propósitos, ahora dan lustre a políticas que han resultado devastadoras para la industria manufacturera y y para lo que antes era la clase media.
El neoliberalismo progresista se desarrolló en los EEUU durante estas tres últimas décadas y fue ratificado por el triunfo electoral de Bill Clinton en 1992. Clinton fue el principal organizador y abanderado de los “Nuevos Demócratas”, el equivalente estadounidense del “Nuevo Laborismo” de Tony Blair.
En vez de la coalición del New Deal entre obreros industriales sindicalizados, afroamericanos y clases medias urbanas, Clinton forjó una nueva alianza de empresarios, residentes de los suburbios*, nuevos movimientos sociales y juventud: todos proclamando orgullosos la honestidad de sus intenciones modernas y progresistas, a favor de la diversidad, el multiculturalismo y los derechos de las mujeres.
Aun cuando el gobierno de Clinton respaldó esas ideas progresistas, también cortejó a Wall Street. Pasando el mando de la economía a Goldman Sachs, desreguló el sistema bancario y negoció tratados de libre comercio que aceleraron la desindustrialización. Lo que se perdió por el camino fue el Rust Belt (Cinturón del Óxido), otrora bastión de la democracia social del New Deal y ahora la región que ha entregado el Colegio Electoral a Donald Trump. Esa región, junto con nuevos centros industriales en el Sur, recibió un duro revés con el despliegue de la financiarización más desenfrenada durante las últimas dos décadas. Las políticas de Clinton -que fueron continuadas por sus sucesores, incluido Barak Obama- degradaron las condiciones de vida de todo el pueblo trabajador, pero especialmente de los trabajadores industriales.
Para decirlo sumariamente: Clinton tiene una pesada responsabilidad en el debilitamiento de las uniones sindicales, en el declive de los salarios reales, en el aumento de la precariedad laboral y en el auge de las familias con dos ingresos que vino a substituir al difunto salario familiar.
Como sugiere esto último, cubrieron el asalto a la seguridad social con un barniz de carisma emancipatorio, tomado prestado de los nuevos movimientos sociales. Durante todos estos años en los que se devastaba la industria manufacturera, el país estaba animado y entretenido por una faramalla de “diversidad”, “empoderamiento” y “no-discriminación”. Al identificar “progreso” con meritocracia -en lugar de igualdad-, se equiparaba la “emancipación” con el ascenso de una pequeña elite de mujeres, minorías y gays “con talento” en la jerarquía empresarial basada en la noción de "quien-gana-se-queda-con-todo" (validando la jerarquía en lugar de abolirla).
Esa noción liberal e individualista del “progreso” fue reemplazando gradualmente a la noción emancipadora, anticapitalista, abarcadora, antijerárquica, igualitaria y sensible al concepto de clase social que había florecido en los años 60 y 70. Con la decadencia de la Nueva Izquierda, su crítica estructural de la sociedad capitalista se debilitó, y el esquema mental liberal-individualista tradicional del país se reafirmó a sí mismo al tiempo que se contraían las aspiraciones de los “progresistas” y de los autodenominados "izquierdistas". Pero lo que selló el acuerdo fue la coincidencia de esta evolución con el auge del neoliberalismo. Un partido inclinado a liberalizar la economía capitalista encontró a su compañero perfecto en un feminismo empresarial centrado en la “voluntad de dirigir” del "leaning in"** o en “romper el techo de cristal”.
El resultado fue un “neoliberalismo progresista”, amalgama de truncados ideales de emancipación y formas letales de financiarización. Esa amalgama fue desechada en su totalidad por los votantes de Trump. Entre los marginados por este bravo mundo cosmopolita tienen un lugar prominente los obreros industriales, sin duda, pero también hay ejecutivos, pequeños empresarios y todos quienes dependían de la industria en el Rust Belt (Cinturón Oxidado) y en el Sur, así como las poblaciones rurales devastadas por el desempleo y la droga. Para esas poblaciones, al daño de la desindustrialización se añadió el insulto del moralismo progresista, que estaba acostumbrado a considerarlos culturalmente atrasados. Los votantes de Trump no solo rechazaron la globalización sino también el liberalismo cosmopolita identificado con ella. Algunos –no, desde luego, todos, ni mucho menos— quedaron a un paso muy corto de culpar del empeoramiento de sus condiciones de vida a la corrección política, a las gentes de color, a los inmigrantes y los musulmanes. Ante sus ojos, las feministas y Wall Street eran aves de un mismo plumaje, perfectamente unidas en la persona de Hillary Clinton.
Esa combinación de ideas fue posible debido a la ausencia de una izquierda genuina. A pesar de estallidos como Occupy Wall Street, que fue efímero, no ha habido una presencia sostenida de la izquierda en los EEUU desde hace varias décadas. Ni se ha dado aquí una narrativa abarcadora de izquierda que pudiera vincular los legítimos agravios de los votantes de Trump con una crítica efectiva de la financiarización, por un lado, y con una visión emancipadora antirracista, antisexista y antijerárquica, por el otro. Igualmente devastador resultó que se dejaran languidecer los potenciales vínculos entre el mundo del trabajo y los nuevos movimientos sociales. Separados el uno del otro, estos polos indispensables para cualquier izquierda viable se alejaron indefinidamente hasta llegar a parecer antitéticos.
Al menos hasta la notable campaña de Bernie Sanders en las primarias, que bregó por unirlos después de recibir algunas críticas del movimiento Black Lives Matter (Las vidas negras importan). Haciendo estallar el sentido común neoliberal reinante, la revuelta de Sanders fue, en el lado Demócrata, el paralelo de Trump. Así como Trump logró dar el vuelco al establishment Republicano, Sanders estuvo a un pelo de derrotar a la sucesora ungida por Obama, cuyos apparatchiks controlaban todos y cada uno de los resortes del poder en el Partido Demócrata. Entre ambos, Sanders y Trump, galvanizaron una enorme mayoría del voto norteamericano.
Pero sólo el populismo reaccionario de Trump sobrevivió. Mientras que él consiguió deshacerse fácilmente de sus rivales Republicanos, incluidos los predilectos de los grandes donantes de campaña y de los jefes del Partido, la insurrección de Sanders fue frenada eficazmente por un Partido Demócrata, mucho menos democrático. En el momento de la elección general, la alternativa de izquierda ya había sido suprimida. Lo único que quedaba era la elección de Hobson ("tómalo o déjalo"): elegir entre el populismo reaccionario y el neoliberalismo progresista. Cuando la autodenominada izquierda cerró filas con Hillary, la suerte quedó echada.
Sin embargo, y de ahora en más, este es un dilema que la izquierda debería rechazar. En vez de aceptar los términos en que las clases políticas nos presentan el dilema que opone emancipación a protección social, lo que deberíamos hacer es trabajar para redefinir esos términos partiendo del vasto y creciente fondo de rechazo social contra el presente orden. En vez de ponernos del lado de la financiarización-cum-emancipac
A nivel personal, no derramé ninguna lágrima por la derrota del neoliberalismo progresista. Es verdad: hay mucho que temer de una administración Trump racista, antiinmigrante y antiecológica. Pero no deberíamos lamentar ni la implosión de la hegemonía neoliberal ni la demolición del clintonismo y su tenaza de hierro sobre el Partido Demócrata. La victoria de Trump significa una derrota de la alianza entre emancipación y financiarización. Pero esta presidencia no ofrece solución alguna a la presente crisis, no trae consigo la promesa de un nuevo régimen ni de una hegemonía segura. A lo que nos enfrentamos más bien es a un interregno, a una situación abierta e inestable en la que los corazones y las mentes están en juego. En esta situación, no sólo hay peligros, también hay oportunidades: la posibilidad de construir una nueva Nueva Izquierda.
De que ello suceda dependerá en parte de que los progresistas que apoyaron la campaña de Hillary sean capaces de hacer un serio examen de conciencia. Necesitarán librarse del mito, confortable pero falso, de que perdieron contra una “banda de deplorables” (racistas, misóginos, islamófobos y homófobos) ayudados por Vladimir Putin y el FBI. Necesitarán reconocer su propia parte de culpa al sacrificar la protección social, el bienestar material y la dignidad de la clase obrera a una falsa interpretación de la emancipación entendida en términos de meritocracia, diversidad y empoderamiento. Necesitarán pensar a fondo en cómo podemos transformar la economía política del capitalismo financiarizado reviviendo el lema de campaña de Sanders –“socialismo democrático”— e imaginando qué podría significar ese lema en el siglo XXI. Necesitarán, sobre todo, llegar a la masa de votantes de Trump que no son racistas ni próximos a la ultraderecha, sino víctimas de un “sistema fraudulento” que pueden y deben ser reclutadas para el proyecto antineoliberal de una izquierda rejuvenecida.
Eso no quiere decir olvidarse de preocupaciones acuciantes sobre el racismo y el sexismo. Quiere decir demostrar de qué modo esas antiguas opresiones históricas hallan nuevas expresiones y nuevos fundamentos en el capitalismo financiarizado de nuestros días. Se debe rechazar la idea falsa, de suma cero, que dominó la campaña electoral, y vincular los daños sufridos por las mujeres y las gentes de color con los experimentados por los muchos que votaron a Trump. Por esa senda, una izquierda revitalizada podría sentar los fundamentos de una nueva y potente coalición comprometida a luchar por todos.
Nancy Fraser es una intelectual feminista; profesora de filosofía y política en la New School for Social Research de Nueva York. Su último libro se titula Fortunes of Feminism: From State-Managed Capitalism to Neoliberal Crisis (Londres, Verso, 2013).
Notas de la editora:
* En el original "suburbanite"; se refiere a los habitantes de los suburbios de Estados Unidos, que son áreas residenciales en las que vive mayoritariamente gente blanca, con niveles de ingreso medios o altos.
** La frase "leaning in" procede del léxico empresarial y significa literalmente "inclinarse"; se refiere al gesto de enfatizar lo que se dice inclinando el cuerpo hacia adelante, al dirigirse a las personas sentadas alrededor de una mesa en una reunión de negocios. Surgió en 2013 y proviene del título de un libro de consejos para mujeres de negocios: Lean In: Women, Work, and the Will to Lead, escrito por Sheryl Sandberg, Jefa de Operaciones de Facebook, en colaboración con Nell Scovell.
Traducción de María Julia Bertomeu
Edición para Rebelión de Silvia Arana
Artículo original en inglés: Disssent Magazine -The End of Progressive Neoliberalism: https://www.dissentmagazine.org/online_articles/progressive-neoliberalism-reactionary-populism-nancy-fraser
Fuente: http://socialismo21.net/trump-o-el-final-del-neoliberalismo-progresista/
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