Seguramente esto ya se haya tocado muchas veces pero como por desgracia tocarlo mil veces o más no ha cambiado las cosas, ojalá que se despierte alguna conciencia pachona.
Yo estudié artes gráficas. Procesos en Artes gráficas, más concretamente. No era algo que me hiciese especial ilusión, yo siempre quise dedicarme al arte y me puse a estudiar esto por “cubrirme las espaldas”, tampoco era muy artístico, por lo que estudiarlo se convirtió en una frustración. Que mi familia me insistiera a mí como chica y no, por ejemplo, a mis primos es otro tema que tocaré en otra ocasión. Terminé el ciclo y cuando hice las prácticas empezaron los problemas.
Me mandaron a una empresa de publicaciones offset a 10 minutos de Madrid Capital (como no denuncié, no voy a decir el nombre). En la primera visita fui con mi tutora, me enseñaron la cadena de producción, las oficinas de diseño, etc. Sólo había cuatro mujeres en toda la empresa: dos secretarias, la chica de la limpieza y la jefa. Cuando pasamos por la cadena de producción todos me miraron por encima del hombro, sentí cómo me recorría un escalofrío. “Son sólo tres meses de FCT”, me dije. Volví a casa sin darle más vueltas y empecé las prácticas con ilusión.
Me pusieron en trabajo manual. Nunca he tenido ningún problema en mancharme las manos, al contrario, las manos sucias suelen implicar trabajo limpio, y viniendo de una familia obrera hasta me reconfortaba estar en la primera línea. Charlando un poco con mis compañeros, con los únicos que me hablaban de todos, me confesaron que cuando me vieron se rieron entre ellos pensando en qué pintaba aquí una mujer. Jamás me he quedado callada, me chuleé, les dije que en un mes haría mejor el trabajo que todos ellos juntos (mentira, porque soy una torpe, pero me sirvió para romper el hielo).
Al principio todo muy bien, algunas bromitas incómodas cuando tenía que llevar algun palé de pliegos, por ejemplo: “Ojalá llevaras unos pantalones más ajustados para alegrarnos la vista cuando te agachas”, “Mira que mandar trabajos de fuerza a una mujer…”. No tendría que haberlo hecho, perome tomaba esos comentarios machistas con todo el humor que podía, incluso les devolvía las pullitas siempre que podía y hasta demostraban simpatía hacia mí.
Cuando pasó el tiempo, pensaron que la confianza creció, y esas “bromas” se fueron convirtiendo en comentarios cada vez más afilados: “Tú ya deberías estar en casa con barrigón en vez de aquí”(tenía 23 años), “podrías maquillarte de vez en cuando, que vienes aquí de chochomona”… Hasta un “¿Qué opina tu novio de que trabajes rodeada de hombres que alguna vez han pensado en follarte?”. Uno de mis superiores hasta me dijo que tuviese cuidado con uno de mis compañeros, que “donde ponía el ojo ponía la polla”.
A veces me iba al baño y me pasaba allí media hora. Empecé a faltar, no porque no quisiera ir (que también), sino porque el estrés que me generaba todo aquello me provocó un bajón de defensas, me levantaba por las mañanas y la ansiedad me hacía vomitar la comida del día anterior. Perdí 12 kilos. En una visita a mi doctora de cabecera para que me hiciera justificantes, recuerdo que me dijo “No sé por qué es ésto, pero no soportes cosas que nadie debería.” No tuve ninguna ausencia injustificada.
A falta de dos semanas para terminar las prácticas, subí un día al archivo. No tenía vestuario propio, así que me cambiaba allí. El baño que tenía no era de chicas, por no tener, no tenía ni pestillo. Me lavé las manos y cuando me las sequé en la toalla, me manché. Cuando me miré las manos estaban cubiertas de una sustancia blanca y pegajosa. En mi inocencia me dije “seguro que es jabón”, cuando vi que el jabón del tocador era verde, supe instantáneamente que esa sustancia venía de la asquerosa cosecha de alguno de mis compañeros.
Vomité. Lloré. Pasaron al menos tres cuartos de hora hasta que decidí moverme de allí y contárselo al presidente de la empresa, que no dijo nada. A los cinco minutos, ya trabajando, apareció hecho una furia con la toalla en la mano, tirándola al suelo y gritando, diciendo que iban a despedir a esa persona y a cualquiera que lo supiese y no lo hubiese denunciado, que ya bastaba de “cachondeo”. Mis compañeros se quedaron pálidos, y yo también, porque sabía lo que vendría después. No paraba de pensar que esa escena no la tendría que haber hecho estando yo delante.
En cuanto desapareció hacia las oficinas, mis compañeros empezaron a reírse “Alguien que no pudo controlarse”, “Un halago antes de empezar a trabajar, ¿no?”. No dije nada. Dejé lo que estaba haciendo, no me importó cómo, y me fui directa al baño, donde me pasé una hora llorando. La casualidad hizo que la hermana del jefe se pasase por allí y me oyese sollozando, como la puerta no tenía pestillo, llamó y dijo “******, voy a entrar”. Se sentó a mi lado y me preguntó qué me ocurría, yo no podía casi respirar, simplemente dije que era extremadamente complicado venir a trabajar. Por su cara se enfadó muchísimo y dijo “Otra vez no”.
¿Otra vez? ¿Cómo que otra vez?
No quiso entrar en detalles. Me dijo que eran unos capullos y que ella misma tomaría medidas, que me fuese a casa, que hablase con mi tutora y que no volviera.
Y así lo hice, pero os adelanto que no es lo que tendría que haber pasado; no tendría que haber aguantado ni una palabra, porque como trabajadora no necesito mostrar más valía que mis compañeros varones, no necesito tolerar nada que me haga sentir incómoda sólo por ser mujer, no debería haber aguantado el tipo y devolverles bromas que yo no sentía como bromas. Si estaban interesados en mí por ser mujer, deberían haberme mostrado respeto de principio a fin, porqueel acoso sexual no va sobre sexo, sino sobre el poder que a los hombres se les otorga por esa razón. Al primer síntoma debería haber ido al presidente y exigirle que despidiese in situ a quien me faltase, que abriese expedientes y desde luego estaba en todo mi derecho a denunciarles, porque tenía razones para hacerlo.
No toleréis nada sólo para demostrar vuestra valía, compañeras. Somos mujeres, lo sufrimos desde siempre, y estamos donde estamos porque tenemos esa valía. Empecemos a dar golpes sobre la mesa y exigir lo que es nuestro como seres humanos. Nuestra integridad, nuestra dignidad, nuestro cuerpo, nuestra vida.
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