La obra, de Sandra Ferrer, habla, entre otras cosas, de la vida de la médica Trotula de Ruggiero y la abadesa Hildegard von Bingen
La Edad Media no fue el horror que nos vendieron. Ocurrieron muchas cosas más que esa ininterrumpida ignorancia, aquellas supersticiones y la opresión social. Hoy, los académicos ven el milenio que separa la caída del Imperio Romano del Renacimiento como el proceso en el que emerge la idea de Europa como entidad cultural. Pero, aun así, la vida en el Medievo debía ser dura. Y, si eras mujer, seguramente fuera más complicada. Esta es una de las conclusiones a las que ha llegado Sandra Ferrer, autora del libro Mujeres silenciadas en la Edad Media.
«Durante la Edad Media se desarrolló una idea muy misógina de la mujer, basada en las ideas de Aristóteles, que consideraba a la mujer un ser incompleto al faltarle los genitales masculinos», explica al teléfono, «y la Iglesia establecía dos modelos para ellas. Podían dedicarse a ser esposas y madres, a la sombra de de su marido, o entrar en un convento y quedar bajo la tutela eclesiástica». Además, sufrían los múltiples partos necesarios para formar una familia, debido a la alta mortandad infantil. Eso hacía que las posibilidades de morir aumentaran drásticamente.
«No querían que las mujeres despuntarán en ningún ámbito y a cualquiera que quisiera sacar los pies del plato y quisiera ser científica o doctora, fuera considerada una amenaza», asegura la creadora del blog Mujeres en la Historia.
La obra tiene varios ejemplos de este silenciamiento. El primero es el caso de Hildegard von Bingen, una abadesa benedictina que vivió en la Alemania del siglo XII. «Escribió libros de medicina, compuso diferentes piezas musicales, obras de teatro, ilustró sus obras místicas con ayuda de las monjas de su convento… Además, hizo cuatro viajes fuera de los muros de las distintas abadías que fundó, algo muy raro en una época que los hombres salían a predicar pero las mujeres no, era inaudito. Habló con emperadores, papas… les escribió cartas criticando su gestión», rememora Ferrer. «Si hubiera sido hombre, habría estado en todos los libros de historia medieval».
Ferrer ve la prueba del opacamiento a este modelo de mujer fuerte en su proceso de canonización. Abierto poco después de su muerte, se paró hasta el siglo XXI. Juan Pablo II, en el 800 aniversario de su muerte, la denominó profetisa y santa. Su sucesor, Benedicto XVI, también se acordó de ella y finalmente en 2012 la inscribió en el registro de santos. «Tuvieron que pasar siglos hasta que se reconoció su valor».
Otro ejemplo es el de la médica Trotula de Ruggiero. Hija de un galeno de la universidad sita en esa ciudad, su padre reconoció la inteligencia y capacidad de su niña y aceptó que estudiará. Eso la convirtió en doctora. Existen varios manuscritos firmados por ella. Passionibus Mulierum Curandorum es el más importante. «Es de medicina femenina, como la obstetricia, y habla de cosas tan novedosas para su tiempo como que la infertilidad también podía ser causa del hombre y lo demostraba con razonamientos científicos», explica. Algunos historiadores negaron su existencia hasta el siglo XX con el alegato de que esa vida era demasiado compleja para una mujer. «De haber sido un hombre, no habría problemas de autoría».
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