Las siguientes reflexiones son producto de algunas observaciones realizadas en un foro sobre la “Ley de interrupción del embarazo” que se está discutiendo en Chile y sobre similares argumentos que se dan en otros lugares entre quienes se oponen a reconocer los derechos reproductivos de las mujeres.
Me refiero, en concreto, a la negativa de entrar a discutir los llamados argumentos “a favor de la vida” que generalmente sirven para oponerse a la despenalización del aborto en todos o en algunos de sus supuestos. Frente a la idea de que la vida comienza con la fecundación o con la gestación, quienes defendemos los derechos reproductivos de las mujeres tendemos bien a mirar para otro lado bien a esgrimir argumentos de tipo social (i.e. la penalización del aborto perjudica sobre todo a las mujeres pobres). Estas tesis son un intento de pensar en la dirección opuesta y entrar de lleno en la deconstrucción de los sustentos epistemológicos “pro-vida”, son asedios teóricos y filosóficos que en modo alguno pretender cerrar la discusión o agotar todas sus posibles aristas.
El término “pro-vida” introduce en el debate una antinomia falsa que sitúa el debate en un dilema ético y moral engañoso: ni las personas que están a favor del aborto son pro-muerte –por más que las etiqueten de “asesinas”—ni las personas que están en contra del aborto son pro-vida. El término vida no es ni ahistórico ni neutro. La obra de Michel Foucault, Giorgio Agamben o Roberto Esposito ha mostrado convincentemente que en la modernidad colonial el objetivo de la dominación se centra sobre toda una serie de tecnologías que tienen por objeto producir, administrar y dominar la vida. Esto implica, por un lado, que la “defensa de la vida” no es natural como se pretende, sino que está inscrita, por un lado, en una racionalidad epistemólogica que la hace legible al margen de la historia y, por otro, la sujeta a un poder que se articula cada vez más como biopoder: poder de producir vida (biopolítica) y su reverso, la muerte (tanatopolítica). La cruzada por la vida así, como objeto arrojadizo, aparece como un tótem que oculta otros crímenes inconfesables, acaso más truculentos. Por eso, lo contrario de ser pro- vida no es ser pro-muerte sino estar dispuesto desnaturalizar la naturalidad con que se invoca la vida como un valor moral en sí mismo.
Los defensores de la vida generalmente centran su defensa en el hecho de que la fecundación y la gestación ya presuponen una vida, un “otro” al que no se puede privar ni de la vida ni de sus inalienables derechos. Pero más allá de discutir si la vida empieza a las 2 o las 4 semanas de la fecundación, la pregunta que tenemos que hacernos es de qué tipo de vida estamos hablando cuando nos referimos a un embrión o a un óvulo fecundado. ¿Se trata de la vida como hecho biológico, como mínimo común denominador del sujeto humano? Aristóteles, en este sentido, distinguía entre “Zoe” la vida como dato biológico y “bios” la vida en su sentido político. Los detractores del aborto, en general, reducen la vida a su sentido animal biológico, convierten al ser humano a una bestia muriente, sin ninguna capacidad afirmativa, deseante o de autopoiesis. Sea como fuere, de aceptar está definición de la vida como mero dato biológico es bien poco lo que podemos afirmar, puesto que esa “Zoe” haría indistinguible al ser humano de cualquier otra especie animal o vegetal. Llevado a hasta sus últimas consecuencias, “el respeto absoluto por la vida”, en su sentido biológico, nos llevaría a conclusiones absurdas. Si toda vida (“Zoe”) es sagrada sólo podríamos comer piedras. Incluso teniendo en cuenta que la frontera entre el hombre y el animal es difusa y filosóficamente complicada, la autopreservación exige de algún corte entre los atributos de la especie humana –el deseo, el lenguaje, la conciencia, etc.”—y las otras formas de vida, sin que de ello se deduzca –como afirman ecologistas y animalistas—el derecho a la destrucción infinita de ecosistemas y otras formas de vida no humanas.
La progresiva confusión entre Zoe y Bios es de todo menos inocente; está en la base del concepto moderno de soberanía. El soberano es aquel que puede decidir quién tiene derecho a morir y a vivir. Por tanto, lo que está en juego en la defensa abstracta y biológica de la vida no son los derechos de los embriones o de los fetos, sino la preservación de la decisión soberana. El soberano, cuya autoridad proviene de Dios y luego es transferida al Estado Moderno, es el único con capacidad de “hacer vivir” y “dejar morir”, razón que explica también, dicho sea de paso, la negativa a legalizar la eutanasia. Ambas prohibiciones –la del aborto y la de la eutanasia—tienen por objeto la preservación de la decisión soberana por sobre cualquier declaración en favor de la vida.
Esta lógica soberana, lejos de ser neutra, está inscrita en una topografía masculina de poder que transforma a las mujeres en súbditas de un poder patriarcal soberano, extirpándolas su autonomía y su capacidad de decidir sobre su cuerpo. Al decidir abortar “ilegalmente” las mujeres son situadas en un umbral de indistinción entre “zoe” y “bios” , reducidas a su substrato animal y, por lo tanto, sujetas a un “estado de excepción” que hace que sus vidas sean políticamente irrelevantes. Lo abortos en condiciones insalubres y precarias importan muy poco a los cruzados de la “vida”, porque implícitamente, consciente o inconscientemente, han decidido que las vidas de esas madres, generalmente pobres, pueden extinguirse sin consecuencias legales. Este paradójico desprecio por la vida de los “pro –vida” puede llegar a al paroxismo en casos como el de la niña de Angol de 13 años violada repetidamente o el de la mujer criminalizada en Temuco por tratar de abortar con misoprol. El imperativo categórico pro-vida es “parid, parid, aunque os cueste la vida”, otra aporía.
El filósofo alemán Walter Benjamin relaciona en su “Critica de la violencia” la defensa de la vida con el derecho natural. De acuerdo con este cuerpo de leyes, la vida en sí misma es sagrada y debería constituir por lo tanto la base de un conjunto de derechos que anteceden a la ley. Esta idea está arraigada en el mandamiento judeo-cristiano “No matarás” y en la doctrina de la ley natural que otorga derechos al ser humano por el mero hecho de haber nacido. De este modo, el derecho natural introduce en la política un elemento teológico distorsionador, a saber, que la ofensa (la muerte) no tiene nada que ver con la víctima, sino más bien con el Otro absoluto (dios, el soberano) que es a quién realmente se ofende cuando se incumple el quinto mandamiento. De manera que la cruzada por la vida que tiende a unir a muchas religiones y en particular a la cristiandad, no tiene por objeto proteger ninguna sustancia biológica mínima, feto o embrión, sino no más bien no ofender a dios. Ciertamente tienen derecho a sus creencias, pero no imponérnoslas a los demás desplazando su fe sobre argumentos de apariencia científica, legal o ética. Los cursos de bioética son otra manera de nombrar esta confusión interesada.
Sé que, puesto así, puede parecer exagerado y que estás tres características pueden no aparecer, o no ser tan pronunciadas en algunos opositores al aborto, por eso digo que “tienden” hacia esas estructuras psicológicas. Pero vayamos por partes: Si alguien dice que habla con Napoleón y recibe un mandato suficientemente fuerte como para mentir, tergiversar o agredir sin ningún criterio ético diríamos que esa persona ha perdido el marco de la realidad, “oye voces” y por lo tanto está psicótica. ¿Qué cambiaría si en vez de Napoleón fuera la voz de dios? En mi opinión, con todo el respeto que me merecen los creyentes, nada. Al “cruzado por la vida” le ha sido encomendada una misión que tiende, al no poder develarse, a producir aislamiento, manía persecutoria y paranoia. El defensor de la vida es como los primeros cristianos, vive perseguido, es víctima de la incomprensión con todos aquellos que no son los suyos. Esa misión especial que le ha sido encomendada está por encima de las leyes de los hombres, es una Verdad superior sólo develada a unos cuantos mártires (¡el masoquismo siempre tan buen vecino del sadismo!). Al haber pecado contra el quinto mandamiento, las vidas de las mujeres y de los médicos que las asisten en su interrupción del embarazo no valen nada, son menos que humanas. Esta es la estructura sádica. Si cupiera alguna duda al respecto sólo hay que recordar los múltiples atentados contra clínicas abortistas o la campaña de difamación contra Planned Parenhood en Estados Unidos. La humillación que sufren muchas mujeres al tener que entrar en una clínica rodeadas de fotos de imágenes sensacionalistas de fetos sangrientos, el acompañamiento obligado de las menores, la obligación de ver videos gráficos antes de abortar, son todos expresiones del mismo impulso sádico en nombre de… ¡la vida!
La ontologización de la vida presupone la negación de la justicia y la dignidad. Ahora bien, una vida desprovista de dignidad condena al sujeto a una existencia infrahumana, implica sobrevivir más que vivir, quedar reducido a una existencia animal (comer, dormir, trabajar). No es casualidad que quienes defienden apasionadamente la vida defiendan con el mismo vigor el libremercado, la propiedad privada, la pena de muerte o las guerras en Oriente Medio, pues el único derecho que están interesados en defender es el derecho a nacer. No les interesan, más allá de la caridad o el abajismo, las reformas estructurales que pudieran hacer de la educación o la salud derechos en lugar de mercancías, lo que pasa después del nacimiento ya no es objeto de la protección y del cuidado o sólo lo es de manera subsidiaria a la vida. No es casualidad. La reducción del ser humano a una bestia de carga, a un ser indigno, a fuerza de trabajo abstracta y desincardinada, es una necesidad histórica del Capital, de lo cual no se desprende que haya que extinguir la vida indigna, sino más bien que hay que luchar por una vida que nos permita el libre desarrollo de todas nuestras potencias creativas y deseantes. Este es el absurdo: usted tiene derecho a nacer por encima de cualquier cosa, pero de ahí en más el valor de su vida se lo asigna la mano invisible del mercado, igual que si fuera una lata de sardinas o una televisión.
No pueden dejar de ser aberrantes las frecuentes comparaciones que se hacen entre el holocausto o las violaciones de Derechos Humanos durante la dictadura de Pinochet y el aborto. Algunas propagandas hablan incluso de un segundo genocidio si se aprobara la ley de aborto en sus tres causales en Chile (como si los abortos se detuvieran por estar ilegalizados). Sin embargo, hay que reconocer que, tanto el aborto como la defensa de los derechos humanos, sobre todo en su versión occidental, comparten una misma positividad discursiva, forman parte del mismo sistema de producción de sentido. La declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) se basa en una misma defensa de la vida como dato biológico y es sólo en 1976 que entran en vigor los otros derechos sociales: derecho al trabajo, la vivienda digna, la salud etc. Derechos que, en todo caso, son subsidiarios del derecho a la vida. El filósofo francés Alain Badiou relaciona este renacimiento –valga la redundancia—de la doctrina de los derechos del hombre con el colapso del marxismo revolucionario tras la caída del muro de Berlín y el inicio de las Guerras neocoloniales en “defensa de los derechos humanos” (recuérdese la defensa que hizo Donald Rumsfeld de la invasión de Irak en nombre de los derechos humanos y la democracia). En este sentido, la politóloga norteamericana Wendy Brown, afirma que los derechos humanos son derechos negativos –el derecho a no ser torturado o no morir– que además contienen una normatividad política, es esta normatividad, fundada en el derecho natural, la que justificó que Amnistía Internacional no reconociera a Nelson Mandela como un preso político, porque estaba a favor de la lucha armada. Doble rechazo, entonces, al discurso anti-abortista y al discurso de los Derechos Humanos Occidental que, en modo alguno, impugna el trabajo de las organizaciones de Derechos Humanos en el Cono Sur, sino que afirma su voluntad de reivindicar las vidas y los atributos políticos de las y los desaparecidos. Poder separar de una vez por todas, la violencia del Frente Patriótico Manuel Rodríguez de la tortura en Villa Grimaldi acudiendo no sólo a la vida, sino también a la política.
Lo que la defensa de la vida prohíbe no es sólo la posibilidad de interrumpir el embarazo, sino la posibilidad del deseo femenino mismo al margen de la reproducción. La reproducción –eso deberíamos tenerlo presente todos los marxistas—es tan importante como la producción, por eso el deseo femenino ha sido perseguido, controlado, disciplinado… su ejercicio incontrolado, al margen de las estructuras heteropatriarcales de la familia siempre fue (y es) una amenaza. En el “Inconveniente de haber nacido” –un libro que recomiendo encarecidamente al movimiento pro-vida—queda claro que la decisión de nacer siempre es de Otro, no del naciente. Nacer siempre es el producto del deseo del Otro, uno no puede ser origen de su propio deseo, ni de su vida. En la maternidad y en la paternidad están expresados el deseo de la mujer y del hombre, pero es el cuerpo de la mujer el que recibe la impronta de ese deseo y, por lo tanto, le corresponde sobre todo a ella llevar o no ese deseo hasta la procreación. El embrión o el feto carecen completamente de autonomía en este sentido, dependen en todo de la voluntad y el cuerpo de la madre y no de ninguna otra fuerza externa. De hecho, como ha explicado el psicoanálisis, en los primeros años de vida el bebé ni siquiera sabe que es una entidad separada de la madre y, durante mucho tiempo, ni siquiera será capaz de distinguir su deseo del deseo de la madre. Independientemente de donde empiece la vida humana, lo que sí sabemos es que la formación de la subjetividad es un proceso lento y que el deseo en general y el deseo maternal en particular no es algo sobre lo que se pueda legislar. No se entiende, con esto en mente, la obstinación en seguir forzando a dar a luz a mujeres violadas, impregnadas contra su deseo, a no ser que la prohibición del aborto tenga por objeto castrar el deseo femenino.
El aborto es una catástrofe, nadie aborta por deporte ni por gusto, en eso hay acuerdo. Por eso, además de los programas de educación sexual y de la prevención del embarazo adolescente, creo que la Revolución –cabe decir la destrucción estructural del capitalismo, el colonialismo y el patriarcado—serían las mejores armas contra el aborto. Si todos pudiéramos optar a una existencia digna al margen de la dominación y la explotación , quizá todos fuéramos pro-familia y ya sólo nos quedaría preocuparnos de que no se nos desatara (demasiado) la pulsión de muerte, podríamos permitirnos que Eros ligara todo lo que hoy aparece amenazado por la destrucción, podríamos hasta volver al significado etimológico de la religión, religarnos más allá del absurdo reduccionismo de la ideología biologicista y su sombra mortal.
¿Cuál es la relación entre la ontologización de la vida y la negación de la justicia y la dignidad, según el punto número siete? Visit us Telkom University
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