En los últimos años 30, asistimos a la práctica desaparición del llamado movimiento feminista en nuestro país. La mayor parte de sus reivindicaciones, con un contenido de clase netamente burgués, se fueron consiguiendo, en la medida en que no cuestionaban el régimen vigente.
Esta es una de las razones del agotamiento de aquel movimiento. Otra razón fue la cooptación por parte del Estado de quienes lo encabezaron. Sus promotoras terminaron en no pocos casos convenientemente colocadas en consejerías de ayuntamientos, comunidades autónomas,etc.
Pero el reconocimiento de unos determinados derechos solo ha beneficiado de manera parcial a las mujeres trabajadoras. No tenemos más que mirar a nuestro alrededor para ver en qué situación nos encontramos. Las trabajadoras recibimos entre un 25% y un 30% menos de salario por el mismo trabajo, somos relegadas a realizar los trabajos menos cualificados, con los contratos más precarios ( dentro de un mercado laboral ya de por sí muy deteriorado en cuanto a derechos); el componente femenino es probablemente mayoritario en la economía sumergida, ámbito en el que no podemos dejar de señalar la situación en la que se encuentran las empleadas en el servicio doméstico, buena parte de ella inmigrantes, cuyas condiciones de trabajo no pueden ser calificadas sino de semiesclavitud, con jornadas de 24 horas (en el caso de las internas), sin derechos de ningún tipo, descansando, con suerte, un día a la semana y con salario de otra época.
Curiosamente, todo lo referente a la explotación laboral no ocupa ningún espacio o lo ocupa en
un grado ínfimo en el discurso feminista al uso que, de nuevo, empieza a levantar cabeza.
Pero las mujeres trabajadoras no sólo sufrimos la explotación laboral, sino también la doméstica. Al día de hoy, a pesar de que se han producido algunos avances, la mayor parte del trabajo doméstico, en la mayor parte de las unidades familiares, continúa recayendo sobre la mujer.
Y de la misma forma que se da esta doble explotación, se da una doble opresión: las trabajadoras carecemos de los mismos derechos políticos y sociales que los trabajadores, y, además, padecemos la opresión que se deriva de una sociedad basada en la supremacía y el dominio por parte del hombre, que se manifiesta, en los caso más extremos, como maltrato (llegando al asesinato, como ocurre con decenas de mujeres cada año), o bajo otras formas, en el plano más cotidiano.
Es en este último aspecto en el que las neofeministas hacen hincapié principalmente. Esto les lleva, por un lado, a unilateralizar sus posiciones, porque pretenden encerrar el problema de la discriminación de la mujer en el ámbito doméstico, de las relaciones de pareja, cuando no en la propia alcoba, como ocurre con esa especie de feminismo genital, que magnifica y sobredimensiona, hasta lo patológico, todo lo relacionado con las relaciones sexuales. Por otro lado, caen en la más absoluta abstracción, porque no se sabe muy bien dónde sitúan tanto el origen como la solución al problema que estamos tratando. Sencillamente, niegan o ignoran que el predominio social del hombre sobre la mujer se funda en la división de clases de la sociedad, en la existencia de la propiedad privada, en el modo de producción capitalista y en la superestructura jurídica, política y cultural que se genera a partir de él. De modo que, por mucho que se legisle por mucho que se introduzcan reformas educativas, se creen todo tipo de institutos y observatorios sobre la violencia de género, etc., la ideología patriarcal, la cultural patriarcal, continuará reproduciéndose y manifestándose en todos los ámbitos.
Hay que establecer una línea divisoria muy clara entre el movimiento feminista y el marxismo. Nosotras no hablamos de la mujer en general como un grupo social homogéneo con reivindicaciones e intereses comunes por encima de la clase a la que pertenecemos. La lucha de la mujer burguesa por colocarse en igualdad de condiciones respecto a los hombres de su clase es por completo ajena a la lucha de la mujer proletaria. Entre otras cosas, porque nuestra lucha debe ir encaminada a la destrucción de la opresión y explotación burguesas y a la destrucción de la burguesía (masculina y femenina) como clase.
Tampoco es casualidad que, precisamente en estos momentos, cuando se está produciendo un resurgimiento del movimiento obrero y popular, con una importante y creciente participación de la mujer trabajadora, resurja, a su vez, el movimiento feminista, manejando un discurso muy radical en las formas pero muy reaccionario en el fondo.
El discurso que proponen parece ir orientado en una sola dirección: convertir a las mujeres en las eternas víctimas, enfrentarlas con sus compañeros de clase y combatir la participación de las mujeres en los partidos y organizaciones comunistas y antifascistas.
Nuestro planteamiento es completamente diferente. La cuestión femenina, como cualesquiera otras cuestiones, la analizamos partiendo del materialismo dialéctico e histórico y no desde los prejuicios, la moral y la ideología burguesas. Por este motivo, proclamamos que no somos feministas ni pretendemos serlo; rechazamos de plano esta denominación. El feminismo, desde su nacimiento, ha sido siempre un movimiento de naturaleza burguesa. Nuestra concepción parte de la base de que la principal división social no es la que se establece entre géneros, si no entre clases. Tampoco entendemos, por tanto, que organizaciones que se denominan comunistas manejen conceptos como el de "feminismo de clase" u otros similares, que, bajo nuestro punto de vista, son del todo incongruentes.
Sin embargo, a pesar de rechazar la denominación de feministas, nadie puede poner en duda el compromiso de las comunistas con la lucha por la emancipación de la mujer. A lo largo de la historia, las mujeres más combativas y más comprometidas con esta lucha han militado precisamente en el movimiento comunista. Y si nos vamos a las conquistas concretas, cuando en los países capitalistas no se tenía ni noticia de que las mujeres podíamos desempeñar al mismo nivel que los hombres las más altas responsabilidades políticas, incorporarnos al ejército como combatientes, ser independientes y autónomas en todos los planos de la vida, divorciarnos, ser plenamente dueñas de nuestros derechos reproductivos, etc., todo esto ya se estaba produciendo en la Unión Soviética y en los demás países socialistas. No vamos a decir que la situación de la mujer en los países socialistas es ideal, pero pongamos un ejemplo muy ilustrativo: en nuestro país, la primera campaña institucional contra el maltrato hacia la mujer no se conoció hasta bien entrados los años 90 del siglo pasado. Sin embargo, este tipo de campañas ya se desarrollaban en la URSS hace muchas décadas.
Esta es una de las razones del agotamiento de aquel movimiento. Otra razón fue la cooptación por parte del Estado de quienes lo encabezaron. Sus promotoras terminaron en no pocos casos convenientemente colocadas en consejerías de ayuntamientos, comunidades autónomas,etc.
Pero el reconocimiento de unos determinados derechos solo ha beneficiado de manera parcial a las mujeres trabajadoras. No tenemos más que mirar a nuestro alrededor para ver en qué situación nos encontramos. Las trabajadoras recibimos entre un 25% y un 30% menos de salario por el mismo trabajo, somos relegadas a realizar los trabajos menos cualificados, con los contratos más precarios ( dentro de un mercado laboral ya de por sí muy deteriorado en cuanto a derechos); el componente femenino es probablemente mayoritario en la economía sumergida, ámbito en el que no podemos dejar de señalar la situación en la que se encuentran las empleadas en el servicio doméstico, buena parte de ella inmigrantes, cuyas condiciones de trabajo no pueden ser calificadas sino de semiesclavitud, con jornadas de 24 horas (en el caso de las internas), sin derechos de ningún tipo, descansando, con suerte, un día a la semana y con salario de otra época.
Curiosamente, todo lo referente a la explotación laboral no ocupa ningún espacio o lo ocupa en
un grado ínfimo en el discurso feminista al uso que, de nuevo, empieza a levantar cabeza.
Pero las mujeres trabajadoras no sólo sufrimos la explotación laboral, sino también la doméstica. Al día de hoy, a pesar de que se han producido algunos avances, la mayor parte del trabajo doméstico, en la mayor parte de las unidades familiares, continúa recayendo sobre la mujer.
Y de la misma forma que se da esta doble explotación, se da una doble opresión: las trabajadoras carecemos de los mismos derechos políticos y sociales que los trabajadores, y, además, padecemos la opresión que se deriva de una sociedad basada en la supremacía y el dominio por parte del hombre, que se manifiesta, en los caso más extremos, como maltrato (llegando al asesinato, como ocurre con decenas de mujeres cada año), o bajo otras formas, en el plano más cotidiano.
Es en este último aspecto en el que las neofeministas hacen hincapié principalmente. Esto les lleva, por un lado, a unilateralizar sus posiciones, porque pretenden encerrar el problema de la discriminación de la mujer en el ámbito doméstico, de las relaciones de pareja, cuando no en la propia alcoba, como ocurre con esa especie de feminismo genital, que magnifica y sobredimensiona, hasta lo patológico, todo lo relacionado con las relaciones sexuales. Por otro lado, caen en la más absoluta abstracción, porque no se sabe muy bien dónde sitúan tanto el origen como la solución al problema que estamos tratando. Sencillamente, niegan o ignoran que el predominio social del hombre sobre la mujer se funda en la división de clases de la sociedad, en la existencia de la propiedad privada, en el modo de producción capitalista y en la superestructura jurídica, política y cultural que se genera a partir de él. De modo que, por mucho que se legisle por mucho que se introduzcan reformas educativas, se creen todo tipo de institutos y observatorios sobre la violencia de género, etc., la ideología patriarcal, la cultural patriarcal, continuará reproduciéndose y manifestándose en todos los ámbitos.
Hay que establecer una línea divisoria muy clara entre el movimiento feminista y el marxismo. Nosotras no hablamos de la mujer en general como un grupo social homogéneo con reivindicaciones e intereses comunes por encima de la clase a la que pertenecemos. La lucha de la mujer burguesa por colocarse en igualdad de condiciones respecto a los hombres de su clase es por completo ajena a la lucha de la mujer proletaria. Entre otras cosas, porque nuestra lucha debe ir encaminada a la destrucción de la opresión y explotación burguesas y a la destrucción de la burguesía (masculina y femenina) como clase.
Tampoco es casualidad que, precisamente en estos momentos, cuando se está produciendo un resurgimiento del movimiento obrero y popular, con una importante y creciente participación de la mujer trabajadora, resurja, a su vez, el movimiento feminista, manejando un discurso muy radical en las formas pero muy reaccionario en el fondo.
El discurso que proponen parece ir orientado en una sola dirección: convertir a las mujeres en las eternas víctimas, enfrentarlas con sus compañeros de clase y combatir la participación de las mujeres en los partidos y organizaciones comunistas y antifascistas.
Nuestro planteamiento es completamente diferente. La cuestión femenina, como cualesquiera otras cuestiones, la analizamos partiendo del materialismo dialéctico e histórico y no desde los prejuicios, la moral y la ideología burguesas. Por este motivo, proclamamos que no somos feministas ni pretendemos serlo; rechazamos de plano esta denominación. El feminismo, desde su nacimiento, ha sido siempre un movimiento de naturaleza burguesa. Nuestra concepción parte de la base de que la principal división social no es la que se establece entre géneros, si no entre clases. Tampoco entendemos, por tanto, que organizaciones que se denominan comunistas manejen conceptos como el de "feminismo de clase" u otros similares, que, bajo nuestro punto de vista, son del todo incongruentes.
Sin embargo, a pesar de rechazar la denominación de feministas, nadie puede poner en duda el compromiso de las comunistas con la lucha por la emancipación de la mujer. A lo largo de la historia, las mujeres más combativas y más comprometidas con esta lucha han militado precisamente en el movimiento comunista. Y si nos vamos a las conquistas concretas, cuando en los países capitalistas no se tenía ni noticia de que las mujeres podíamos desempeñar al mismo nivel que los hombres las más altas responsabilidades políticas, incorporarnos al ejército como combatientes, ser independientes y autónomas en todos los planos de la vida, divorciarnos, ser plenamente dueñas de nuestros derechos reproductivos, etc., todo esto ya se estaba produciendo en la Unión Soviética y en los demás países socialistas. No vamos a decir que la situación de la mujer en los países socialistas es ideal, pero pongamos un ejemplo muy ilustrativo: en nuestro país, la primera campaña institucional contra el maltrato hacia la mujer no se conoció hasta bien entrados los años 90 del siglo pasado. Sin embargo, este tipo de campañas ya se desarrollaban en la URSS hace muchas décadas.
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