Por Pedro Antonio Honrubia Hurtado
Patriarcado y capital, alianza criminal
Vivimos en un sistema consumista-capitalista que se nutre del patriarcado para mantenerse y reproducirse cotidianamente en sus formas actuales, fomentando sistemáticamente la desigualdad de género y ejerciendo, en consecuencia, una violencia de género que es igualmente sistemática y cotidiana sobre las mujeres. Una violencia que merece ser abordada de forma independiente, pues aunque las mujeres comparten con el hombre su común sumisión al código de sentido hegemónico que es propio de esta sociedad, en el caso de las mujeres adquiere algunas particularidades concretas que hacen que la violencia que el sistema es capaz de ejercer sobre ellas sea doble: como sujetos consumistas y como mujeres. Si todos somos víctimas de la violencia del sistema, las mujeres lo son doblemente. El capitalismo y el patriarcado les niegan a las mujeres tener acceso y control sobre los recursos económicos internos y externos (acceso y control), permiten que se mantenga invisibilizado el aporte del trabajo doméstico o reproductivo en los agregados macroeconómicos. Bajo estas condiciones, las mujeres son explotadas y expoliadas, al igual que los hombres bajo el sistema capitalista; pero con un impacto diferenciado.
Las relaciones entre capitalismo y patriarcado, en consecuencia, han sido largamente estudiadas y analizadas por las diferentes corrientes del feminismo, principalmente de feminismo de izquierdas, a lo largo de su historia. En un primer momento, sobre todo desde las teorías feministas más vinculadas al marxismo y/o a planteamientos de tipo economicista, se trató de analizar ambos espacios de dominación como integrantes de un mismo y único sistema de dominación: se consideraba uno efecto del otro, ya sea el patriarcado como parte del capitalismo, en tanto que le es funcional, o el capitalismo como resultado del patriarcado o un tipo concreto de patriarcado. No obstante, pronto crecieron las críticas que acusaban a estos análisis de privilegiar en sus planteamientos los aspectos opresivos más vinculados al Capitalismo en cuanto a tal y, fundamentalmente, al análisis de las relaciones de clase, por encima de los conflictos de género propiamente dichos, que no necesariamente deben siempre estar vinculados a tales factores relacionales. Los antagonismos de género no podían ser reducidos a tales coordenadas de estudio. Este problema llevó a la extensión de la idea, que pronto pasaría a ser la perspectiva más aceptada entre la mayoría de corrientes del feminismo, de que la realidad se comprendía y se nombraba mejor de acuerdo con una lógica no monista, una lógica acorde a la realidad, concreta y demostrable, de la existencia, de facto, de un doble sistema de dominación –material e ideológico-, esto es, asumiendo y aceptando que en lo referido a las relaciones entre capitalismo y patriarcado se trata de dos sistemas diferentes que coexisten e interaccionan, y que como tal debe ser analizado.
Entre otras cosas para evitar caer en una especie de oposición antagónica hombre-mujer, cual si de clases sociales de tratase, que acabe viciando el análisis de género, en tanto que oponga siempre y en todo momento los intereses de los hombres a los intereses de las mujeres, victimizando en exceso a la mujer y convirtiendo al hombre, per se, en un ser malvado nacido para dominar y oprimir a la mujer, como si el factor cultural no tuviera nada que decir al respecto, y como si hombres y mujeres no sufrieran, en ocasiones, y así lo podemos decir respecto de las relaciones de ambos, en tanto que integrantes de las clases no dominantes de la sociedad, con el código de sentido consumista-capitalista, una común opresión que actúa, a su manera y con las especificidades correspondientes, contra los intereses de ambos, olvidando, entre otras cosas, que no todas las mujeres son iguales ni se encuentran en igual situación frente a los hombres, del mismo modo en que no todos los hombres son iguales.
Así, en el consumismo-capitalismo tanto hombres como mujeres somos víctimas en el reparto de roles, expectativas y tareas vinculados a los códigos de sentido que nos rigen y nos dominan como códigos hegemónicos, ambos géneros, como integrantes de las clases no dominantes, somos explotados, y, en consecuencia, la transformación de la realidad social, a este respecto, es responsabilidad tanto de unos como de otras. Si bien, por ello mismo, porque esa responsabilidad es también común para el caso específico del patriarcado, se hace necesario igualmente visibilizar las particularidades que sufren las mujeres en su condición de género doblemente explotado, doblemente oprimido.
Violencia simbólica y sentido de la vida
Y es que el patriarcado, como el consumismo-capitalismo, no es solo un sistema de relaciones sociales, políticas y económicas con unas características materiales concretas, sino que es también un sistema de dominación simbólico-cultural que se impone mediante cuestiones relacionadas con el sentido de la vida.
Es decir, también en lo relacionado con los roles de género, como con el papel del sujeto en la sociedad consumista-capitalista en general, existen una serie de códigos culturales y simbólicos que son interiorizados por las personas y que, en última instancia, permiten la consolidación y reproducción del orden de cosas existente, códigos que son asumidos por igual tanto por hombres como por las propias mujeres, y que tienen que ver con el papel que los diferentes sujetos se otorgan a sí mismos en la vida, es decir, con cuestiones relacionadas con el sentido que dichas personas dan a sus vidas. Así, también en lo referido al patriarcado funcionan las mismas claves sociales que funcionaban para el caso de los valores consumistas-capitalistas y, entre otras cosas, no será posible un verdadero cambio social a este respecto sin que los sujetos hayan logrado derrocar el código simbólico instituido como hegemónico y dominante en este momento, permitiendo que se vaya hacia otro modelo –de sentido- que haga posible subvertir el vigente orden de relaciones entre géneros y todo lo que ello implica en la actualidad.
Desgraciadamente, entre otros factores, también existe una parte de responsabilidad en las propias mujeres a la hora de mantener y reproducir las relaciones sociales vigentes, desde el momento en que tales mujeres, o, cuando menos, una parte importante de ellas, asumen como propio el código de sentido patriarcal que otorga unas determinadas características y roles sociales a sus propias vidas como mujeres, viviendo cotidianamente conforme a lo que se desprende de tal código y haciéndolo, además, como expresión de sentido para sus vidas, en las cuales se sienten plenamente integradas y representadas como mujeres, sin cuestionar el origen de tales valores. De la misma manera que existe esa responsabilidad, y en mucha mayor medida, en los hombres, que hacen suyos sus propios códigos de sentido vinculados al género y los reproducen cotidianamente, aprovechándose de ellos –consciente o inconscientemente- para mantener sus privilegios de género y profundizar en la opresión de la mujer.
El proceso de construcción de la subjetividad a nivel de género, al igual que en el caso del consumismo-capitalismo en general, es un proceso condicionado por una serie de valores sociales y culturales que han sido establecidos como hegemónicos antes de que la persona naciera y se desarrollara en su subjetividad concreta, valores que se expresan como representación de lo que la cultura, en su expresión comoorganizadora del vacío, refleja en una determinada sociedad, esto es, como representación de lo que la sociedad es en ese momento concreto de la historia. Todo ello está también, pues, inserto en esos códigos de sentido hegemonizados que dan forma a la identidad de las personas en esta sociedad nuestra y que, también a este respecto, dicen lo que las cosas son en esta sociedad concreta, como manifestación de una realidad material que no es por sí sola, sino que es también necesariamente una realidad simbólica que construye y delimita en última instancia a tal realidad material, cercenando la posibilidad de cuestionar el punto de vista hegemónico de significación de la realidad que rige como tal en este momento, esto es, expulsando fuera de los límites del sistema establecido aquello que vaya contra lo recogido como propio y aceptable dentro de la “normalidad” por dicho sistema, a través de cuyos valores aceptados se configuran las subjetividades igualmente reconocidas como “propias” y “aceptables” por este sistema.
La forma en la que se construye la subjetividad de una mujer o de un hombre, pues, su manera de ser, de qué disfruta, de qué padece, de qué habla y de qué no habla, qué cosas le son permitidas y cuáles no, qué espacios sociales debe ocupar como “propios” y cuáles cómo ajenos, qué comportamientos le son propios y cuáles no, es una construcción socio histórica, que se construye como proyecto-de-vida en base a la aceptación de unos determinados discursos hegemónicos y su posterior reproducción en la vida social mediante unas prácticas concretas acordes a tales discursos, que toman vida finalmente sobre la realidad material de los cuerpos y acaban por reproducir aquellas desigualdades de género que están presentes en esos discursos.
Estos mecanismos, por los que estos discursos y prácticas sociales se hacen carne en las personas concretas, a través de los cuales se expresan en la vida cotidiana, configurando una manera de ser hombre y una manera de ser mujer afines al sostenimiento y reproducción de las condiciones del sistema que hacen posible la opresión de la mujer, son, pues, otra forma de dominación del sistema, en este caso expresada en forma de dominación de género, que se vincula principalmente a una cuestión de sentido de la vida. La socialización genérica en el patriarcado consiste así en “adiestrar” a todas las personas, desde sus primeros años de vida, en ser hombre o mujer. A través del aprendizaje de numerosos estereotipos y prejuicios impuestos a uno u otro género, se van desarrollando una serie de creencias, valores y actitudes diferenciadas, los denominados “mandatos de género” cuya finalidad es aprender a ser una buena mujer o un buen hombre. Este conjunto de cogniciones son asociadas a su vez, vía vivencias emocionales, con roles y conductas que se expresan fundamentalmente mediante el binomio dominación/masculina-sumisión/femenina, motor de toda opresión posterior.
El código de sentido hegemónico que es propio de nuestra sociedad consumista-capitalista se expresa también, en consecuencia, como código de sentido a nivel de género e identidades de género, pues es a través de él que las relaciones e interacciones entre capitalismo y patriarcado se configuran a nivel simbólico e ideológico, solidificándose culturalmente y estabilizándose como valores comunes aceptados de forma mayoritaria, por acción u omisión, actuando de facto o a través de praxis indirectas, por el conjunto de la sociedad, y con capacidad de expulsar hacia fuera de los límites del sistema aquello que puede suponer un desafío para los mismos. Esta naturalización de las relaciones de género, como expresión concreta de desigualdad social que se expresa inserta, con sus particularidades concretas, en un marco más amplio de relaciones sociales de dominación y roles de poder –el consumismo/capitalismo-, se inscribe consciente e inconscientemente en los comportamientos de los dominantes y de los dominados y los empuja a actuar de acuerdo a la lógica de esas relaciones sociales. Esto es, se constituye de forma específica en una violencia sistemática y cotidiana contra las mujeres, a su vez inserta, con sus particularidades, en esa otra forma de violencia sistemática y cotidiana que es la imposición cultural del código de sentido hegemónico consumista-capitalista.
La violencia hacia las mujeres en esa sociedad nuestra es, pues, como exponía el manifiesto que sustentó la “Marcha Mundial de las Mujeres” de 2009, de carácter estructural: es una propiedad inherente de los sistemas patriarcal y capitalista, y es usada como una herramienta de control de la vida, cuerpo y sexualidad de las mujeres por hombres, grupos de hombres, instituciones patriarcales y Estados. Por lo que, a pesar de que afecta a las mujeres como grupo social, cada violencia tiene un contexto específico y tenemos que comprender cómo, cuándo y por qué ocurre la violencia hacia las mujeres en sus diferentes expresiones (simbólica, cultural, estructural y directa), y específicamente, en lo que nos interesa en este texto, cómo tales violencias se desprenden de y/o se vinculan al sistema consumista-capitalista imperante. Solo así comprenderemos la verdadera naturaleza esa alianza criminal que representa la unión en un mismo código de sentido, en una misma realidad social, del patriarcado y el capital.
Sexualidad, relaciones de pareja, mitología del amor y violencia de género
El problema que viene de la mano de esta violencia simbólica de género se acentúa si entendemos que normalmente las diferentes formas que ésta asume en la realidad social de nuestros días se complementan y se refuerzan las unas a las otras. Que el trabajo doméstico y/o de cuidados se perciba socialmente como una trabajo “de mujeres” es ya en sí mismo un ejemplo de cómo la violencia de género tiene unas bases simbólicas y culturales muy importantes y contra las que es bastante complicado luchar a corto plazo. Pero cuando, como se ha dicho, además este trabajo, por el hecho simbólico de estar vinculado a la mujer, se desvaloriza y se tiene, pese a la importancia real del mismo (¿qué sociedad podría funcionar sin este tipo de trabajos vinculados a las tareas domésticas o los cuidados?), como trabajos que ocupan los escalones más bajos en la mentalidad colectiva respecto de las actividades laborales –remuneradas o no- que tienen valor en nuestra sociedad, el problema para la mujer es doble: tanto en lo privado como en lo público cualquier cosa vinculada a la mujer queda relegado a un segundo plano. Es decir, la mujer es inferior al hombre en cualquier espacio de la vida social, y, en consecuencia, cualquier actividad vinculada a ella en el imaginario social debe necesariamente ser de la misma manera percibida como inferior, tanto en el espacio público como en el espacio privado. Y aunque pueda sonar extravagante, la comparación entre el papel que la sociedad otorga al deporte femenino en comparación con el deporte masculino es buena muestra de ello.
De la misma manera, cuando estos roles de género se relacionan con otras representaciones simbólicas que son propias de nuestro marco de valores instituido socialmente, las relaciones de dominación y subordinación de la mujer respecto del hombre que tales roles sustentan y fomentan, se hacen presentes de tal forma que la violencia de género tiende a alcanzar sus situaciones más dramáticas y sangrientas, así como garantizan que la cotidianidad de la violencia de género acabe por ser un hecho instituidor de la sociedad en sí mismo: la sociedad se construye y desarrolla necesariamente sobre la base de una violencia de género generalizada.
La opresión sobre la sexualidad femenina, por ejemplo, en comparación con la sexualidad masculina (hablando siempre, claro está, desde el plano de la heterosexualidad), es una de estas violencias simbólicas que siguen plenamente vigentes que, al mezclarse con otros elementos sociales como es por ejemplo el modelo normativo que se impone como referencia cultural para las relaciones de pareja, acaban teniendo unas consecuencias dramáticas para la mujer.
Aunque es obvio que ha habido cierto avance en este sentido, aquella idea de que la mujer debe tener una vida sexual no promiscua, so pena de ser considerada socialmente como una “puta”, a diferencia del hombre que puede ser todo lo promiscuo que quiera sin necesidad de tener que sufrir ningún tabú social por ello, sigue siendo una idea simbólica y cultural plenamente integrada en nuestra sociedad. Algo que, obviamente tiene consecuencias sociales y muy graves en no pocas ocasiones. Si el hombre es percibido culturalmente, de forma general, como un ser superior a la mujer, si cualquier actividad vinculada directamente a la mujer es a su vez percibida como inferior, si además es la mujer la que en ningún caso debe ser promiscua si quieres ser una mujer “digna”, y, además, el amor es asimismo percibido culturalmente, como lo es en nuestra sociedad, como una relación de posesión mutua, algo así como una relación sustentada en la propiedad privada respecto de la sexualidad del otro elemento de la pareja –fidelidad sexual-, finalmente se abre la puerta de par en par para una macabra lógica cultural que puede llevar fácilmente a la conclusión sentida y vivida por el hombre de que la mujer es una posesión suya y solo suya. Amor como propiedad privada y patriarcado son entonces las dos caras de una misma manera con trágico resultado: la violencia de género en sus versiones más trágicas y horripilantes.
Más concretamente, si el hombre se auto-percibe culturalmente como un ser superior a la mujer, y, a la par, entiende también culturalmente la relación amorosa como una relación posesiva, es decir, una relación donde los amantes se poseen mutuamente, finalmente la mujer acabará siendo vista como una posesión del hombre, pues es la propia cultura la que así lo indica: los dos se poseen mutuamente, pero el hombre manda en última instancia. La relación deja de ser, pues, una relación de doble sentido posesivo, para convertirse en un objeto cuyo dueño es el hombre. Se cosifica psicológicamente el concepto mismo de pareja, e implícitamente se cosifica a la mujer, pasando ambas “cosas” a ser propiedad privada del hombre que así piensa.
Así, a poco que el hombre perciba de alguna manera (real o ficticia) que este nexo posesivo comienza a romperse, o que está puesto en entredicho, recurrirá a la violencia para “re-direccionar” la relación por el “camino correcto”: el de la sumisión respecto del que se siente su amo. Además porque, al ser la promiscuidad de la mujer un tema de “dignidad”, la fidelidad es para el hombre un tema de “honor” (de ahí que a la mujer se le insulte llamándola “puta” y al hombre llamándole “cabrón”). Los celos, de hecho, suelen ser una de las principales causas de la violencia de género directa, tanto física como psicológica. De igual manera, en caso de ruptura de la pareja, o de simple intento de ruptura, cuando lo que antes el hombre veía como una posesión deja de repente de serlo, cuando los derechos de “propiedad” dejan de tener efecto, estas mismas personas suelen no estar lo suficiente capacitadas como para aceptar tal hecho, pues la idea de que la pareja es para uno y sólo para uno “hasta que la muerte los separe” prevalece sobre la razón y la independencia de la otra persona. La violencia es aquí un modo de indicar que no es posible que la mujer abandone el seno de la pareja si no es bajo la aceptación voluntaria del hombre, del amo por excelencia en la relación, del verdadero dueño de la propiedad mutua. La mujer pasa a ser algo así como un bien ganancial de la pareja, cuyo único administrador es el hombre.
Y si a eso le sumamos, como decimos, que la dignidad de la mujer se ha asociado y se asocia generalmente, entre otras cosas pero de manera principal sobre todo en lo referido a los temas de pareja, a su no promiscuidad, y que, por derivación, el hombre ve amenazado e insultado su honor -al ser engañado por una mujer “indigna”-, cuando ésta ha cometido una infidelidad o el hombre sospecha que la haya podido cometer o incluso que pudiera querer cometerla en el futuro (aunque sea en la forma de un abandono de la relación para irse con otro hombre en el futuro una vez rota tal relación –“o eres mía o de nadie”-), no es de extrañar que sea precisamente el seno del hogar familiar, y en concreto los asuntos relacionados con las “disputas” sentimentales, el principal espacio social donde se producen las peores muestras de violencia directa de género, en muchas ocasiones, como sabemos por desgracia, con resultado de muerte.
Pero todo ello, por supuesto, no es ninguna casualidad: existe toda una mitología en torno al papel que la mujer ha de ocupar socialmente, fuertemente vinculada a cuestiones de sentido, que hacen posible la reproducción y mantenimiento de tales relaciones de poder en el seno de la sociedad y de la propia pareja. Tiene que ver con toda una mitología construida igualmente en torno la idea del amor romántico y el papel que, dentro de ella, se asigna a la mujer. Como bien expone la feminista y especialista en estos temas Coral Herrera, la feminidad pasiva ha sido mitificada en los relatos para tranquilizar a los machos y suavizar su ancestral miedo a la potencialidad sexual de las mujeres, por un lado, y para ofrecer modelos de sumisión idealizada a las mujeres, por otro. Las mujeres han sido educadas para asumir en muchos casos el rol de mujer fiel cuya máxima en la vida no es alcanzar la libertad (deseo masculino por excelencia), sino el amor a través de un hombre (lo que se supone que es normal en las mujeres):
“La princesa del cuento es una mujer de piel blanca y cabellos claros, rasgos suaves, voz delicada, que se siente feliz en un ámbito doméstico (generalmente un lujoso palacio, al cuidado de sus padres) y cuyas aspiraciones son muy simples: están siempre orientadas hacia el varón ideal de sus sueños. La princesa es leal a su amado, lo espera, se guarda para él, como hiciera Penélope durante más de veinte años esperando a Ulises. La princesa encontrará su autorrealización en el gran día de su vida; la boda con el príncipe. La princesa es una mujer discreta, sencilla, llena de amor y felicidad que quiere colmar de cuidados y cariño a su esposo y que además le dará hijos de cuya paternidad podrá estar seguro. Es una mujer buena frente a las mujeres malas, aquellas representadas como seres malvados, egoísta, manipuladora, caprichosa, insaciable, débil y charlatana. Las malas disfrutan pasionalmente del sexo, pero a pesar de que atraen a los hombres por su inteligencia y sus encantos, no ofrecen seguridad al macho, que casi nunca las eligen para ser princesas ni les piden matrimonio. Son tan atractivas como peligrosas, por eso evitan enamorarse de ellas, como fue el caso de Ulises con Circe.”.
La distopía del amor romántico: los peligros de lo impuesto como naturalización del amor
Esto convierte al amor romántico en un verdadero canalizador para que la sumisión y el sometimiento de la mujer se exprese socialmente, precisamente en aquel ámbito de la vida social, las relaciones de pareja, donde, según la misma mitología, la mujer ha de encontrar su felicidad y auto-realización. El amor romántico se convierte así, según la definición de la mencionada autora, en una utopía: la utopía del amor romántico.
Una utopía que funciona tanto para hombres como para mujeres, pero que, por las mismas razones expuestos anteriormente, por las propias relaciones de poder ya dadas en la vida real entre hombres y mujeres, es a la mujer a la que le acaba pasando un mayor y doloroso precio. Así dicha utopía, a una misma vez que sirve para dar sentido a la vida de las mujeres –como atenuante de la angustia existencial, dice Coral-, consolida, desarrolla y reproduce la opresión de la mujer respecto del hombre, así como su papel plenamente subalterno en la vida social en general.
Como utopía, además, es funcional tanto al capitalismo: “El amor romántico se adapta al individualismo porque no incluye a terceros, ni a grupos, se contempla siempre en uniones de dos personas que se bastan y se sobran para hacerse felices el uno al otro. Esto es bueno para que el capitalismo se perpetúe, porque de algún modo se evitan movimientos sociales amorosos de carácter masivo que podrían desestabilizar el statu quo. Por esto en los medios de comunicación de masas, en la publicidad, en la ficción y en la información nunca se habla de un “nosotros” colectivo, sino de un “tú y yo para siempre”. El amor se canaliza hacia la individualidad porque, como bien sabe el poder, es una fuerza energética muy poderosa. Jesús y Gandhi expandieron la idea del amor como modo de relacionarse con la naturaleza, con las personas y las cosas, y tuvieron que sufrir las consecuencias de la represión que el poder ejerció sobre ellos”; como al patriarcado: “El patriarcado se arraiga aún con fuerza en nuestra cultura, porque los cuentos que nos cuentan son los de siempre, con ligeras variaciones. Las representaciones simbólicas siguen impregnadas de estereotipos que no liberan a las personas, sino que las constriñen; los modelos que nos ofrecen siguen siendo desiguales, diferentes y complementarios, y nos seguimos tragando el mito de la media naranja y el de la eternidad del amor romántico, que se ha convertido en una utopía emocional colectiva impregnada de mitos patriarcales”. Vemos aquí todo un ejemplo -evidente y demostrativo-, más allá de los aspectos puramente materiales –relacionados con la estructura económica de la sociedad: diferencias de trato en el marco de las relaciones laborales, desvalorización cultural del trabajo femenino, etc.- de esa relación interdependiente entre patriarcado y capitalismo de la que hablábamos al principio de este capítulo, que, entre otras cosas, se expresa mediante cuestiones directamente relacionadas con el sentido y el sinsentido de la vida.
La mitología socio-cultural que fundamenta y sustenta el modelo de relaciones de pareja que se establece como hegemónico y mayoritario socialmente, aquel que fija lo que tales relaciones “deben ser” según lo que es mayoritariamente aceptado y validado socialmente, es funcional a una misma vez para el normal funcionamiento del sistema capitalista y para el patriarcado, permitiendo la reproducción y sostenimiento, el no cuestionamiento, en ambos casos, del orden de relaciones de poder, el estatus quo, que le es propio. Además haciéndolo como una cuestión que se vincula directamente con el sentido de la vida, como expresión de esa aparente pluralidad de “alternativas de sentido” que en realidad tiende a adoptar la forma de un pensamiento único hegemonizado. Mientras decaen los grandes sistemas religiosos y los bloques ideológicos como el anarquismo y el comunismo, dice Coral, el amor –entendido a la manera mencionada-, en cambio, se ha erigido en una solución total al problema de la existencia, el vacío y la falta de sentido: “el amor es para los enamorados como una isla o una burbuja, un refugio o un lugar exótico, una droga, una fiesta, una película o un paraíso: siempre se narran las historias amorosas como situadas en lugares excepcionales, en contextos especiales, como suspendidas en el espacio y el tiempo. El amor en este sentido se vive como algo extraordinario, un suceso excepcional que cambia mágicamente la relación de las personas con su entorno y consigo mismas”.
El amor romántico se convierte así en una forma de vida, una creencia, una ilusión, capaz de llenar de sentido, esperanzas y expectativas la vida de las personas, y especialmente la de las mujeres, pero que esconde un evidente peligro cuando se pone en práctica sin pararse a reflexionar sobre la forma en que hemos desarrollado dicha creencia y lo que ella implica en una sociedad como la nuestra. Desde la frustración existencial a la violencia de género en sus versiones más dramáticas y sangrientas, el amor romántico, entendido a la manera tradicional, fácilmente puede convertirse de sueño a pesadilla, de utopía a distopía. Conviene no olvidarlo. Lo que el sistema ha hegemonizado como “natural” esconde serios peligros que no deben dejar de ser visibilizados y alertados. Aunque eso genere que uno tenga que pensar sobre aquellas cuestiones que siempre ha creído que son meramente irracionales, como el amor o los sentimientos, y que ya vemos que, en realidad, no siempre lo son tanto. La expresión de una emoción suele ser irracional, la forma en que hemos aprendido a desarrollar y vivir esa emoción, no tanto: más bien lo contrario. Y, en consecuencia, pensando sobre ello también podremos hacer algunos cambios al respecto.
Artículo relacionado:
No hay comentarios.:
Publicar un comentario