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lunes, 31 de marzo de 2008

Identidad de género, igualdad y entramado del poder


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Directora CIEG – Centro Interdisciplinario de Estudios de Género
Facultad de Ciencias Sociales
Universidad de Chile
Resumen
Entender las tensiones y contradicciones entre hombres y mujeres, su construcción identitaria y sus posiciones desiguales supone analizar la historia de los signos que las formulan, pero de modo crucial comprender esos signos en su inexorable vínculo con un determinado modelo económico, y el de hoy es el de la acumulación global del capital. En este contexto, la igualdad de géneros se presenta como una imagen sin verdadero sustento en la realidad, donde la rebelión de la mujer por alcanzar derechos e igualdad no ha logrado romper el desquilibrio de participación en el entramado del poder. El discurso liberal chileno ha construido la noción de igualdad entre hombres y mujeres sólo en el ámbito de lo público dejando intocado el privado.
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“Como ser de frontera, biología y sentido, una mujer es susceptible de participar en las dos vertientes de lo sagrado: en el tranquilo sosiego en el que la natividad se afirma en eternidad…, pero también en el desgarro de la capa sagrada donde el lenguaje y toda representación se hunden en espasmos y delirios” (Julia Kristeva, 2000: 25).
Resulta interesante reflexionar sobre las formas en que hombres y mujeres habitan el mundo, afincadas en las coordenadas de un espacio y de un tiempo particulares: el Chile de hoy. Pero, decir hoy es restituir las marcas, los remiendos y los gestos de una historia que nos constituye en trazos que deshechamos, en otros que olvidamos y en los nuevos horizontes que levantamos para autocomprendernos. Y sobre todo porque cuando se dice hombres y mujeres se está nombrando una relación que ha fundado, se quiera o no, nuestra existencia social. Entre la bajada del árbol al roce permanente de la tierra como escenario de la vida humana hubo un largo proceso en el que las diferencias biológicas de machos y hembras fueron deviniendo distinciones sociales, pues el lenguaje escribió sobre los cuerpos las ideas de lo femenino y masculino, elaborando simultaneamente una ritualidad sacrificial que separó naturaleza de cultura.
En nuestra sociedad actual, que tiende a generar un discurso que borronea todas las fronteras, incluso las de género, este proceso del sacrificio que funda lo social, ya sea entendido como represión de los instintos, como prohibición del incesto, como “primera economía” (ofrendar sacrificios a los dioses para obtener su reciprocidad) o en el sentido cristiano como oblación única e irrepetible, todavía opera como base estructural de los límites sociales y es el sustrato de la circulación y acumulación de las cosas y de las personas (sobre todo de las mujeres).
Por otro lado, pese a los intentos por superar las demarcaciones de lo femenino y masculino, pese a la intervención sobre los cuerpos, dislocando sus referentes biológicos (lo queer, lo transexual, lo bisexual, entre otros), las categorías hombre y mujer continuan siendo el locus de relaciones de poder que operan como espejo y reflejo de relaciones políticas, económicas y simbólicas que asignan un estatus y una valoración diferencial a lo femenino y a lo masculino, erigiendo así un andamiaje de desigualdades que se expresará en las diversas esferas en las que se construyen las subjetividades y las prácticas los sujetos.
De dadoras de vida a dadoras de sentido
En Chile, y en otros países del contexto latinoamericano que lo abraza, las identidades de género–entendidas como plurales y de posiciones cambiantes de acuerdo a la clase, la pertenencia étnica y la generación -, se han visto tensionadas por una dinámica de transformaciones que han derivado en la incorporación creciente de las mujeres al trabajo remunerado y en menor medida al poder político. Si en el pasado la condición de madre posicionaba a las identidades femeninas dentro del sitio socialmente admitido de “donantes de la vida”, otorgando a los hombres el de “donantes del sentido” (Kristeva y Clément, 2000), hoy las mujeres han comenzado a reclamar, y ursurpar, también el reino de los sentidos.
Así casa y calle son los lugares donde la experiencia femenina se debate y trama su inclusión en el intrincado y espinoso escenario de la “ciudadanía”. Por eso incursionar en el espacio público -entendido por Ana Arendt en tanto tinglado donde se expresany negocian las diferencias- insertarse en el mercado laboral, participar en el entremado del poder político, ocupar un espacio en la producción y circulación de signos, supone interrogar las maneras en que lo femenino y su simbólica se transforma y reelabora, del mismo modo en quelo masculino “impactado” por estos nuevos tránsitos femeninos se reinterpreta o acantona en sus definiciones y prácticas.
Palomas entre cóndores
En el año 1932, Gabriela Mistral se preguntó algo parecido cuando las mujeres chilenas tuvieron el acceso al voto municipal. En un pequeño artículo “El Sufragio Femenino” abre un tema, que a mi juicio sigue vigente. Detengámonos en su reflexión: “Las mujeres chilenas podemos ahora votar. Lo elemental es que votemos no como adláteres, sino como mujeres que anhelan aportar algo de feminización a la democracia…estábamos convencidas –trabajadas por dentro, sería más exacto- de que el hombre desde todo tiempo produce las ideas sin jadeo, como quien juega o simula esforzarse. Ahora ya no le damos un amén servil a ese pregonado monopolio de la inteligencia viril: hemos constatado tantos casos de mujeres a la par o por encima de varones reconocidamente “ponderados” que ya no se nos puede tratar como a criaturas desvalidas, o dulcemente taradas, con el seso a medio desarollar”.
Gabriela Mistral fija un horizonte para el cambio que se está produciendo: la “feminización” de la democracia que consiste no en “..quedarse en una inútil duplicación del hombre (porque) toda la vida criolla está saturada de ideas patriarcales” sino en su convicción de que sólo las mujeres “podemos auxiliar la vida y el mundo” y que estamos en la hora de que “lado a lado de ese hombre que nos “representaba”, nos representemos nosotras mismas en cuerpo y alma”. El dilema que actualiza en estas ideas es el que ha perseguido a la mujer desde siglos: hablar por ellas mismas, autorepresentarse, rompiendo con la colonización simbólica de haber sido siempre habladas por otros. Y digo dilema porque no es claro todavía cuál sería el lenguaje “propio” de las mujeres, libre de las sintaxis de la devaluación o de la mistificación.
Pero, la Mistral -hija de su época- reclama una “…segunda etapa de nuestro feminismo actuante. Organizarnos hasta adquirir la cultura social entera”, lo que significaba ilustrarnos en las diversas disciplinas del saber académico (incluso en las estadísticas : “esa esgrima de cifras que lucen los varones sin…espada”), así se estaría preparada no sólo para votar sino para ser candidatas. Y aconseja: “Si votamos, pero sólo por hombres, seguiremos relegadas, sin cobrar verdadero agarre sobre el timón de mando”. Se adelanta al tiempo y avisora que habrán senadoras, “..palomas entre cóndores aportando allí el zureo hogareño, la vocación de estabilidad doméstica…”.
La “feminización” de la democracia consistirá así en la incorporación de los saberes de la casa a la calle, la patria entendida como un “hogar grande”, las mujeres en la política no serán “antihogares” sino por el contrario los restaurarán allí donde son carencia y aportarán con un movimiento sensible de la “tierra a la mesa, de lo tangible a lo factible”. Y termina diciendo: “Por eso algún día Chile elegirá a una mujer para la presidencia de la República”.
Esta predicción que hace la Mistral devuelve, luego de más de medio siglo, la pregunta por la especificidad de lo femenino en el universo de lo público y por las consecuencias reales de su desplazamiento desde una identidad relacional (la madre, la esposa, la hija, la hermana de) a una definida por el estatus (la profesional, la trabajadora, la política, la artista, etc). El drama que avisoró nuestra pensadora fue que el desplazamiento del hogar no se realizó hacia una calle construida bajo los valores de la igualdad, sino por el contrario a un dominio basado en estructuras de prestigio y poder fundadas en la acumulación y posesión de bienes, en clases marcadas por su posición en los procesos de producción y reproducción, en un sistema de valores donde lo doméstico es devaluado (aunque fetichizada la madre como límite del amor) y en un esquema de pensamiento que segrega a lo femenino a haceres que son prolongaciones de su “esencia” (docentes, enfermeras, parvularias, secretarias, etc.). Esa segregación, a su vez, coincide con bajos salarios y con la depreciación de las carreras, oficios y labores donde son mayoritarias las mujeres (el caso del profesorado resulta paradigmático), y con todas las consecuencias de feminización de la pobreza que hoy día conocemos muy bien.
Así, ese universo de lo doméstico, esa “sensibilidad de las mujeres” no pudo dialogar en igualdad de condiciones ni equilibrarse en esa “patria hecha de decisiones viriles” como decía Gabriela Mistral porque la inserción se realizó al interior de una estructura social que prefería a la madre , y al poder de la madre, dentro de la casa y no fuera de ella como donadora de sentido. Por eso el periplo hacia lo público, el “callejeo” y la lucha por constituirse en un sujeto político no fue ni es fácil. En nuestro caso, se agrega el de una cultura que, por razones históricas, ha hiperbolizado lo materno, que ha legitimado la identidad femenina desde lo generatriz, dibujando permanentemente la figura de la madre presente y el padre ausente como correlatos de lo femenino y masculino, bordando esa metáfora de la madre y sus huachos (que a pesar de leyes de filiación y pruebas de ADN) se resiste a desaparecer. Diamela Eltit ha sostenido, con razón, que una de las singularidades culturales nuestras, radica justamente en “… la maternidad, artesanía privativa del cuerpo de las mujeres, (con) una relación quizás gozosa del cuerpo que crea incesantemente..creación (que) define a la mujer por (las) múltiples gestaciones…de un cuerpo especialmente activo en los sectores sociales signados por las mayores carencias” (2000).
Dentro de ese universo interpretativo de relación entre los géneros, las mujeres han experimentado el conflictivo tránsito de asumirse como dadoras de sentido. En este deambular entre lo público y lo privado emerge en Chile –y uso este término con todo su carga emblemática- la figura de la huacha, ya no en el sentido de una ilegitima al interior de las estructuras del parentesco (ella siempre puede advenir en madre), sino de una sujeto que comienza a interrogarse por la igualdad, abarrancada en un sistema social fracturado, donde las diferencias entrañan iniquidades, desventajas y discriminaciones. Huacha porque los discursos culturales que la construyen como mujer resquebrajan su inclusión tornándola un ser a medio camino, ya no entre naturaleza y cultura –como lo pensaba la antropologa Sherry Ortner-, sino entre lo productivo y lo reproductivo, lo público y lo doméstico. Ese habitar “entre” y el sentimiento de “estar permanentemente en corral ajeno” –como lo ha sostenido Adriana Valdés- es lo que parece definir esta condición de huachas, huérfanas de tradición en las esferas del poder simbólico, económico y político, bastardas en su filiación con el logos, al margen de la lucha por la interpretación del mundo.
Sacrificios y fecundidades. La igualdad y el entramado del poder
Aunque parezca un tema contemporáneo y occidental la difícil relación de las mujeres con el poder no es nueva ni exclusiva, así como tampoco lo es la reflexión sobre las posiciones y espacios que ellas y los hombres deben ocupar en la vida en comunidad. Es extraño encontrar alguna sociedad del pasado o del presente que no haya construido una “explicación”, un relato o un conjunto de creencias que legitimen los desiguales accesos al poder entre hombres y mujeres. Quizás uno de los relatos más significativos sea el de nuestros antepasados selknam, quienes construyeron un andamiaje mítico que ejemplifica de manera prístina algo que permanece en nuestra psiquis ya sea como remiendo, recuerdo o fragmento de un pasado que siempre vuelve. Me refiero al relato que explica las ceremonias de iniciación masculina, el kloketen, y que permitían el paso de los varonesdel estatus de niño al de hombre.
Sintetizando la versión del sacerdote alemán Martín Gusinde (recogida a inicios del siglo xx): Hubo un tiempo, el de los inicios de la vida, en que las mujeres tenían la última y decisiva palabra. Los hombres estaban subordinados y se sometían a las mujeres quienes los obligaban a permanecer en las chozas y encargarse de cocinar y cuidar a los niños. Pero como los hombres eran más fuertes y había muchos las mujeres temían que pudieran rebelarse. Las más astuta de las mujeres era Kra (Luna), esposa de Kran (Sol) quien reunió a las demás, en juntas secretas, y reflexionaron sobre ello por mucho tiempo. Finalmente construyeron una choza muy grande en la que se juntaban a pensar y desde allí vigilaban a los hombres. Cada una de las mujeres pintaba su cuerpo con dibujos especiales y se colocaba sobre su cabeza máscaras de corteza de tal modo que era imposible reconocerlas. Algunas hicieron creer a sus esposos que esos seres descendían del cielo o venían de las profundidades de la tierra, los señalaron con diversos nombres como Xalpen, Soorte, Tanu, y así los engañaron infundiéndoles miedo y terror. De ese modo los hombres quedaron respetuosamente subordinados a las mujeres. quienes los visitaban algunas noches y dormían con ellos, pero la mayor parte del tiempo vivían juntas en la choza grande dándoles órdenes de que cazaran y ofrendaran carnes asadas a los espíritus que eran ellas mismas. El esposo de Luna, era el mejor cazador de guanacos y cierto día, descansando cerca de la choza grande vio a dos muchachas que llevaban los dibujos del espíritu Keternen, éstas reían jocosamente y se burlaban del miedoy estupidez de los hombres, se vanagloriaban de su astucia de hacerlos creer que ellas eran los espíritus. Sol encolerizado les gritó ¡mujeres traidoras, habeis engañado a los hombres¡ las jovenes asustadas se lanzaron al agua y se transformaron en aves acuáticas. Sol juntó a los hombres y les mostró lo que ocurría en la choza de las mujeres. Así tramaron su venganza y armados con garrotes se dirigieron hacia ellas, y cada hombre ultimó a la primera mujer que se le puso enfrente. En poco tiempo, las mujeres y las jovenes estaban tiradas en el suelo, sangrando, muertas. Se produjo entonces un gran cambio, muchas de esas mujeres se convirtieron en animales, en ballenas, en cisnes, en pájaros (que se reconocen porque tienen las mismas pinturas con que ellas dibujaban sus cuerpos). Por último,el Sol tomó un leño encendido y se lo arrojó a su poderosa esposa, mas ella huyó saltando al cielo. Enseguida Sol la persiguió, pero hasta hoy no la ha podido alcanzar, sin embargo aún podemos ver las cicatrices que le dejó en el rostro. Esta historia era narrada en secreto a los niños en una ceremonia en la cual los hombres se pintaban y colocaban las mismas máscaras que las mujeres habían inventando, sólo que ahora a ellas les estaba vedado ese conocimiento.
Muchos han leído en este relato el “testimonio” de la existencia de un matriarcado en los inicios de sociedad humana, pero no hay verificación antropológica sobre ello (mucho de lo que se ha entendido como matriarcado es más bien la presencia de una organización matrilineal en donde son los hermanos de la madre los que transmiten a sus sobrinos la tierra, los bienes, etc.), tampoco esas sociedades que algunos denominan matrísticas por la presencia de cultos de la fertilidad a través de diosas madres arrojan evidencia de un matriarcado, porque se necesitan más factores (como los económicos y políticos) que los puramente religiosos para construir un poder hegemónico.
Hay muchos mitos que dan cuenta que las diferencias sexuales son un problema. Francois Heritier, por ejemplo, trae a nosotros un relato africano en el que no se habla ni del poder de las mujeres ni el de los hombres, sino de su separación espacial: un dios les prohibía verse y había extendido en el suelo un gran tapiz de hojas secas que los dividía. Así no podían reunirse sin hacer ruido y delatarse como infractores ante el dios. Pero los hombres no podían sujetar su deseo y humedecieron las hojas, entonces se arrastraron sin hacer ruido y se juntaron con las mujeres. Cuando el dios se dio cuenta, ordenó que vivieran juntos con todos los inconvenientes que ello les acarrearía.
Se aprecia entonces que estas interrogantes poseen larga data. En el caso de los selknam, se sabe por Anne Chapman –una estudiosa contemporánea-, algo que “curiosamente” el sacerdote Gusinde no registró: que las mujeres vivían bajo un regimen de gran opresión, y sujetas a la violencia físicay que incluso el marido podía asesinarlas sin recibir sanción alguna. Además, eran sometidas en las ceremonias de iniciación a la masculinidad, a verdaderas sesiones de terror inflingidas por las máscaras, esos antiguos espíritus femeninos. Así los mitos son el gran velo que legitima, envolviendo, las relaciones sociales de poder entre los géneros, o como sostiene Herietier “El mito declara explicitamente que toda cultura, toda sociedad está fundada en la desigualdad sexual y que esta desigualdad es una violencia”.
En general el pensamiento simbólico de los distintos grupos humanos sobre las relaciones de género se construye de manera binaria y en oposiciones cuyos polos casi siempre sitúan a lo femenino en un lugar de menor valoración y prestigio, o en un sitio sospechoso, peligroso o contaminante. Una de las explicaciones que se ha tejido es que las desigualdades de género se anclan, en gran medida, en la fecundidad, ya que el dominio masculino “consiste en el control y apropiación de la fecundidad de la mujer”. De allí que desde antiguo, el locus de la vulnerabilidad anide en su cuerpo.
La noción de sacrificio puede servir ahora para colocar un nuevo sedimento a esta suerte de microantropología de lo psíquico que opera en nuestra memoria y que el mito selknam nos actualiza. Aquello femenino que debe reprimirse es algo que tiene mucho poder: me refiero al poder de la procreación de la especie humana que las mujeres portan, eso que se llamó al comienzo, su capacidad de dadoras de la vida. En el mito, el “ escándalo” es que esas mujeres se situaron, además, en el papel de donadoras de sentido: crearon ritos, ceremonias, espíritus, relatos y los usaron para producir una política de dominación. Por ello, se las debe sacrificar, inmolar y a la vez ocultar el que alguna vez tuvieron ese poder. Así se las domina en nombre de los propios símbolos que ellas crearon. Sin ir más lejos, el relato bíblico sobre los orígenes ¿ no nos habla acaso del castigo, el sacrificio, que se nos impuso por la desobediencia femenina: es decir, conocer la muerte, dejar el paraíso, parir con dolor?. Nótese que esa desobediencia tenía que ver de nuevo con el deseo de acceder al sentido (el árbol prohibido, era el árbol de conocimiento).
Horst Kurnitzky ha sostenido que la cultura se ha erigido en base al sacrificio femenino, primera ofrenda que inaugura la reciprocidad entre los hombres y los dioses, que permite luego la circulación primaria de los bienes y su posterior acuñación. Sacrificio arcaico que será sustituido, vicariamente, por los productos del trabajo humano y luego por su símbolo: las monedas y el dinero. Así cuerpo sacrificado, cuerpo donado, que origina el intercambio y la fetichización de las relaciones sociales; pero siempre fantasma que reaparece como amenaza del orden basado en la preeminencia de lo masculino. La maternidad (la construcción cultural de la fecundidad), entonces, será para las mujeres al mismo tiempo el centro de su poder y de su subordinación. Sabemos que la noción de sacrificio en general ha sido el tinglado de un devenir humano entrampado en la muerte del otro como justificación de la vida de los demás (¿no son acaso las guerras el síntoma de ello y los ejercitos la institución que legitima el sacrificio –la muerte- como producción del orden?, recordemos que nosotros vivimos en un tiempo no lejano la experiencia de que bajo la oposición orden- caos se justificó el asesinato y la represión), por ello cuando hablamos del sacrificio de lo femenino lo decimos en sentido real y figurado: como represión y negación de su capacidad de sujeto, como confinación a un único destino: el de su cuerpo.
Los espejismos de la igualdad, la rebelión y la tensión moderna
Sin duda la emancipación de las mujeres ha constituido una de las profundas mutaciones a las que ha asistido nuestra sociedad. En el pasado la posibilidad de ejercer los derechos políticos y civiles,el acceso a la educación, el derecho al trabajo y a la propiedad de los bienes; en el presente la contracepción, el derecho a disponer del propio cuerpo, la violación considerada como un atentado, el acoso sexual, entre otras conquistas constituyen los argumentos que el sentido común enarbola para sostener que las mujeres ya están en relación de igualdad con los hombres.
Sin embargo, sabemos que la inclusión contractual de esos derechos no ha significado una transformación de la discriminación, segregación y desigualdades y más aún que ellas se rearticulan en torno a los nuevos rostros que adquiere el orden social. Sobre todo en nuestra compleja realidad mestiza, de estilo oxolotl –comodiría Monsivais- o para usar el bestiario nuestro, estilo imbunche ( un ser cocido, que salta en un pie y que es el fetiche maldadoso de los brujos); los derechos y su conversación social son antes que la puesta en escena de una reflexión y discusión participativa, un asunto en el que el poder interpretativo de las instituciones pugna por clausurar, obturar y cerrar cualquier insterticio por donde se pueda derramar un poquito de “insolencia” y desorden. La no resolución legal de las prácticas abortivas, la píldora del día después es un ejemplo, entre muchos de esta extraña modernidad –imbunchada- que nos asiste.
Mas leo el núcleo, el nudo fontal de las desigualdades entre mujeres y hombres en nuestro viejo tema del control de la fecundidad y en la circulación y control de los cuerpos femeninos. Esto es: hasta ahora las políticas sociales se han acantonado en la reproducción de la cualidad materna de las mujeres. Es decir, es la virtualidad de cada mujer como madre la que se quiere “preservar” (el pre y post-natal y los derechos que implican; premios a las empresas que favorecen a las madres; jardines infantiles en las instituciones, el acceso a la educación de las madres adolescentes, etc). Estos derechos son por cierto muy importantes, pero poseen una contracara:favorecen la existencia de un modelo donde la paternidad no es parte central de la constitución masculina. Y de manera más profunda lo que esconden es la legitimación de un sistema de género que asigna exclusivamente a las mujeres el universo de lo reproductivo (con ello se hace referencia no sólo al parir sino a todo el trabajo de mantención o administración del orden doméstico y de crianza de los hijos e hijas). ¿Es que acaso los hombres no son biológica y socialmente padres, o quizás la sociedad piensa que su función es más que nada tener descendencia (trascender), pero no asumir el trabajo que implica?
Esta acentuación del modelo de madre presente y padre ausente, ha tenido como consecuencia no la igualdad sino la ampliación perversa de las esferas del trabajo femenino y como las huachas están permanentemente asediadas por esa sensación de estar en lo ajeno, en el ámbito de lo público, se esfuerzan (autoexplotan) doblemente en todo tipo de labor productiva, por lograr legitimidad. El resultado visible, desde una óptica de la antropología del género, es que más allá de las dobles o triples jornadas, los cambios no han implicado que transitemos de una identidad relacional a una de estatus sino que ésta última se resemantiza en la primera. La desigualdad con los hombres, en este plano, es evidente y hace encallar los intentos por superar los desequilibrios.
En el último informe del PNUD (2004) este problema aparece de manera cristalina. Los entrevistados y entrevistadas asumían que el poder actual de las mujeres era innegable, caracterizándolo como un “mando inteligente, entretenido, no autoritario, amigable”, de una “conducción suave”. Esta capacidad estaría relacionada con el sentido femenino del sacrificio: las mujeres pueden renunciar a sí mismas para entregarse a los demás (pp.111). Pero, el informe constata que a pesar de ello, no se sienten cómodas en el mundo del poder ( ¡el síndrome de la huacha¡). Por su lado, los hombres se muestran perplejos ante este nuevo dominio que experimentan en la vida cotidiana del trabajo y en la familia, “..hay una suerte de descolocación y lenta adaptación a un nuevo orden, el cual está todavía en plena constitución” (112).
¿Cuál es ese nuevo orden? ¡Sin duda no es el de nuestro mito selknam¡ Desde nuestras observaciones lo que se atisba es más bien el surgimiento de lo que hemos llamado el “neomachismo”, una resignificación de las viejas prácticas del dominio masculino que obedece a la respuesta de los hombres ante la pérdida crecientede su propio poder. Es claro que la mayor autonomía de las mujeres, la instalación de discursos culturales que condenan el machismo y el proceso femenino de ocupación de la casa y la calle que he descrito anteriormente, comienza a poner en cuestión el papel tradicional de los hombres. Sin embargo, se constata que tras las declaraciones “políticamente correctas”, de la discriminación positiva y de una mayor aceptación de la participación de las mujeres en la construcción del destino común, las mujeres –y así lo demuestran las cifras- son igualmente segregadas, ganan sueldos más bajos, son objeto de violencia y en general su condición es desmedrada en relación a los hombres. Hay una frase que el propio informe del PNUD destaca y que ilustra, de manera notable, el neomachismo: “Quiero que me vean como el que manda, pero no quiero mandar”.
¿Cómo se explica esta tensión? Quizás desde lo simbólico y en lo político. En el primer caso, se ha hablado de la circulación de los cuerpos femeninos como elemento fundante de lo social (las estructuras de parentesco), aludiendo al intercambio de mujeres entre grupos de hombres. Se sabe que aún la sociedad organiza la procreación de ese modo y que a pesar de las nuevas tecnologías reproductivas, la gente sigue casándose o emparejándose para formar núcleos de descendencia, y lo hace dentro de estructuras determinadas. Sin embargo, lo que se aprecia hoy día, al interior del modelo neoliberal que enmarca nuestra existencia, es que los cuerpos femeninos circulan ya no sólo entre linajes masculinos, sino entre empresas, trasnacionales de diverso orden, que por un lado necesitan de su imagen para vender, pero también necesitan convertir esos cuerpos en productos estandarizados. Las industrias cosméticas, de la moda, de la alimentación, farmacéuticas, deportivas, etc. crean imaginarios sobre el cuerpo femenino (“ser bellas por dentro y por fuera” como dice María Elena Acuña), reproducidos hasta el cansancio a través de otra industria, la cultural, en su vertiente de los medios de comunicación,imponiendo modelos de mujerque sirven para aumentar las ganancias de sus negocios utilizando como telón de fondo nuestra entrada a la modernidad. Así nos enfrentamos a una ética y una estética con la que,como dice Diamela Eltit “… se justifica el desenfreno del capital y el agobio consumista desigual, mediante el que se violenta el cuerpo social para despolitizarlo” (2000).
Así mientras más “liberación”, más simbólica femenina como objeto circulante, como cuerpo de deseo y como cuerpo de posesión. Ello porque el mercado y sus adalides saben que la prisión cultural que limita a las mujeres a su presencia física en el mundo ha sido el resorte simbólico de la reproducción y de la acumulación deriqueza y poder social. Nos enfrentamos así a la construcción de una identidad femenina sobresaturada, exigida y envuelta en una serie de presiones cuyo resultado es una nueva vulnerabilidad. Las altas tasas de depresión y de enfermedades que afectan especialmente a las mujeres –un último informe sobre las Isapres da cuenta que las que más los padecenson las que poseen mayor nivel educacional y mejores ingresos- evidencian la “incomodidad” que las aqueja. Ese “malestar” femenino, que en el pasado se canalizó vía movimientos por alcanzar derechos e igualdad, hoy –como muchos movimientos sociales- no opera sino como rebelión –en el sentido de Camus- (..una toma de posición que cuestiona desde sus raíces el mundo, citado por Hinkelamert: 161), o bien como protesta autosacrificial (la anorexia, la bulimia, el acoholismo, el stress, por ejemplo).
Como se ve, entender las tensiones y contradicciones entre hombres y mujeres, su construcción identitaria y sus posiciones desiguales supone analizar la historia de los signos que las formulan, pero de modo crucial comprender esos signos en su inexorable vínculo con un determinado modelo económico, y el de hoy es el de la acumulación global del capital (Hinkelamert).
Arribando al plano de lo político, de los conflictos por la interpretación de los mejores caminos hacia el bien común, reiteremos que las relaciones de género son relaciones sociales de poder y por eso es preciso problematizar los modos en que lo político incide en la mantención o superación de las desigualdades. Y acá es necesario retomar el diálogo inicial con el texto de Gabriela Mistral. En primer lugar, el discurso liberal chileno ha construido la noción de igualdad entre hombres y mujeres sólo en el ámbito de lo público dejando intocado el privado. En ese sentido no asume que el locus central para el logro de la igualdad radica en esa esfera, lugar donde se transmiten, aprenden y experimentan las desigualdades y los discursos que las legitiman, pero también en el que se generan resistencias y contrarespuestas. Por otro lado, la política liberal descansa conceptualmente en “la mujer” sin internalizar el concepto de género (la relacionalidad entre hombres y mujeres) y por ello produce efectos no esperados (como las tensiones y paradojas descritas). Es claro que asumir el concepto de relaciones de género implica cuestionar los modelos dominantes de ciudadanía, política y sus correlatos en el sistema económico. Realizar este gesto supone una rebelión, en el sentido ya mencionado, y el estado liberal de la cuestión hoy día es más bien el de naturalizar el sistema global de acumulación, resignarse a su profundización porque hay un gran mito que lo legitima: el del progreso infinito, liderado por el Dios del progreso como dice Hinkelamert. Así hay que confiar, casi a ciegas, en que poco a poco se alcanzará, vía el mercado, la utopía de una sociedad igualitaria.
Un punto de vista femenino puede ayudar a la desacralización de ese mito, que esa idea mistraliana de la feminización de la democracia quizás, releida, haga vislumbrar un camino. La reflexión feminista al respecto ha opuesto la “ética del cuidado” a la “ética de la justicia”. La primera contempla el conjunto de valores basados en la experiencia de las mujeres, propugna una política guiada por el amor, el reconocimiento de las necesidades del otro, y el modelo social de la madre. La ética de la justica, supone la ciudadanía moderna y una igualdad civil masculina e individualista.
Estas concepciones duales no superan el problema, pues esencializan las identidades. Sabemos que las identidades no son transparentes, y que las personas nos construimos como sujetos múltiples que experimentamos el ser mujer u hombre desde una clase, una edad, una pertenencia étnica y un contexto histórico. Si se logra avanzar desmontando esta “naturalización” de las diferencias se podrán superar las discriminaciones. No será entonces uno de nuestros rasgos el que nos defina, sino los múltiples posicionamientos que tenemos en la vida social y la comprensión que es la cultura, es decir nuestra propia capacidad de simbolizar, jerarquizar y distribuir los valores quien edifica las categorías de lo femenino y lo masculino.
Entonces, siguiendo el pensamiento de Chantal Mooffe, el problema radica en la adscripción a lo que ella denomina una democracia radical que persigue la libertad y la igualdad para todos y todas. Eso supone tener muy claro en que momento, por ejemplo, la categoría mujer o femenino se construye como diferencia que entraña desigualdad y como se legitiman relaciones de subordinación a partir de esa diferencia. Así se puede admitir que pueden coexistir distintas formas de ciudadanía en la medida en que hay múltiples formas de dominación. La propia Mouffe planteará que para que una política feminista supere el esencialismo debe luchar por transformar los discursos, prácticas y relaciones que construyen la categoría mujer como escenario de la subordinación, y como lucha contra todas las demás formas de opresión (étnicas, de clase, de opciones sexuales, etc.).
Esta solución, sin embargo, no responde completamente al nudo que se ha planteado, que es el vínculo de las mujeres con el sentido. El mito selknam sitúa el tema dentro de una concepción pre-moderna donde el poder se tomaba por la fuerza y su legitimidad se hacía en base al terror; la Mistral proponía algo más moderno: participar del poder portando la especificidad de lo doméstico y lo materno, y las ideas post-modernas más bien alientan a una autonomía del poder. Sin embargo, en la medida en que no deconstruyamos las bases en que se asientan las dominaciones de unos sobre otros será imposible alcanzar la igualdad entre los géneros, si no se comprende que la diferencia (de género, de clase, de etnia) no tiene por qué implicar desigualdad, nada se sacará con tener o luchar por el poder. Una mujer que no posea conciencia de su posición de género -y de “ese trabajo por dentro” al que aludía la Mistral y que a veces conduce a a la mujer a reproducir la dominación simbólica – dificilmente podrá aportar una “política diferente”, escasamente podrá “feminizar la democracia” porque simplemente remedará los gestos del poder. Si se resemantiza lo femenino -construyendo una nueva cartografía de casa y calle- y se pone en valor esa posibilidad de constante subversión del orden, esa capacidad de convivir con lo sagrado materno, pero a la vez con sus delirios y espamos, como dice la Kristeva, quizás se pueda elaborar un nuevo horizonte utópico donde dar el sentido y dar la vida no sea concebido como un “escándalo” sino como un aporte civilizatorio. Dar la vida las hace justamente estar al lado de aquello que fecunda, pero dar el sentido las haría quizás más poderosas en el desmontaje de los mecanismos que, mediante el sacrificio han construido el orden social y se avanzaría en representaciones identitarias y políticas más plurales, más abiertas y más felices.
La literatura es quizás uno de los espacios de producción de sentidos donde es posible destejer ese trabajo de la cultura, por ello y para finalizar, se presenta un poema de Delia Dominguez que resume, de otro modo, algo de lo que aquí se ha dicho: “Requiem porque murió la Rita” Pero no la Hayworth, ni la etiquetada Tres Medallas, tampoco la de Casia abogada de los imposibles. Esta es la que gritó en Misa de Doce: “yo soy humilde y, tú ¿eres humilde? ¿quién es humilde aquíiii?.. la que provocó parálisis de lengua y silencios perpetuos. La Rita mía creció sin garantía en los caminos, loca y valiente como perra de circo…La Rita “Murió de ausencia en un psiquiátrico de Santiago” y la escritora le ruega: “Rita, por favor, no descanses en paz. Sigue preguntando desde arriba, ¿quién es humilde aquí?..a lo mejor, algunos duros podrían responderte, entonces pasarías de loca a milagrera. ¿Qué te parece Rita de Corales? No descanses, aunque sea en homenaje al circo”.
Contacto
Prof. Sonia Montecino Aguirre
Antropóloga y escritora
Profesora Asociada
E-mail: smonteci@uchile.cl

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